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sábado, 31 de agosto de 2013

No es mío, pero es interesante (LIX)

Aquí tenemos una nueva entrega de 'No es mío, pero es interesante', una sección en la que os recomiendo las entradas de otros blogs y webs que más me han gustado en las últimas semanas. Algunos de esos blogs han logrado incluir varias entradas, como son los casos de Microsiervos, WTF Microsiervos, Xataka Ciencia y Fogonazos, con cuatro, tres, dos y dos aportaciones, respectivamente. La variedad sigue siendo la característica más importante de esta sección, puesto que hay un poco de todo: matemáticas, ciencia, curiosidades, humor, vídeos, etc.
Repasemos la lista de enlaces de esta entrega:
¿Os han gustado las recomendaciones de esta entrega? Espero que sí, y también que me lo hagáis saber a través de un comentario ;)

lunes, 26 de agosto de 2013

Los pilares de la Tierra

El pasado sábado terminé de leer el segundo libro de este verano, 'Los pilares de la Tierra', del escritor galés Ken Follet.
Siglo XII. Tom Builder es un cabeza de familia que sueña con poder construir una catedral. Tras quedarse sin trabajo, vaga por el bosque con sus hijos Alfred y Martha y con su mujer, Agnes, que muere a las pocas horas de dar a luz a un tercer hijo que Tom no tiene más remedio que abandonar allí mismo por no poder mantenerle. Decide ofrecerse a trabajar en varios pueblos de los alrededores, pero siempre obtiene un no por respuesta hasta que en Kingsbridge se declara un incendio en la catedral que acaba por destruirla, por lo que el prior Philip le nombra maestro constructor de la que será la nueva catedral. Ésta acabará por convertirse en el germen de todos los acontecimientos que se sucederán a partir de entonces, los cuales, además de al prior Philip y a la familia de Tom, involucrarán a muchos más personajes, tales como Ellen y su hijo Jack, el obispo Waleran, William Hamleigh o Aliena de Shiring, en una época en la que Inglaterra se encuentra sumida en una guerra civil en la que dos bandos se disputan el trono dejado por el rey Henry.
Ya no me acuerdo de cuándo fue la primera vez que tuve noticia de la existencia de esta novela histórica. Probablemente fue en los inicios de mi adolescencia, cuando contaba trece o catorce años y empezaba a interesarme por una literatura algo más seria que la de los libros infantiles y juveniles que había leído hasta entonces. De lo que sí me acuerdo es de que, cuando me enteré de que todo el mundo hablaba maravillas de este libro y días después lo vi en una librería, me asusté al comprobar que era un tocho de más de mil páginas, una cantidad a la que no estaba para nada acostumbrado, así que me dije que si eso ya lo intentaría leer pasados unos años. Esos años fueron pasando y siempre que me lo volvía a encontrar en cada librería me preguntaba si había llegado o no el momento de hacerme con él, pero siempre me respondía que aún no estaba preparado para ello. La cosa cambió hace tres años cuando se emitió por televisión una adaptación de la novela que, tras verla, me inclinó definitivamente a adquirir el libro, aunque por diversas circunstancias no lo acabé comprando hasta este mismo año como un autoregalo de Reyes con el objetivo de leerlo este mismo verano, como así ha ocurrido. Pues bien, creo que estoy capacitado para decir que, tras su lectura, he pasado de ser un lector cualquiera a ser un lector de verdad, porque 'Los pilares de la Tierra' no es un libro cualquiera, no es un libro más. En mi caso se podría decir que ha supuesto un antes y un después, una prueba que en varios momentos creí que no iba a ser capaz de superar y que sin embargo me ha demostrado que las más de mil páginas que componen esta novela se han cortas, muy cortas. Al mismo tiempo me he quitado un gran peso de encima, y lo digo casi literalmente porque han sido varias las horas que he pasado leyendo un libro tan pesado, ya que en algunos momentos hasta me dolían las manos de sujetarlo.
Y bueno, después de tantos aplausos y alabanzas, ¿qué más puedo decir de 'Los pilares de la Tierra'? Pues que Ken Follet debe sentirse muy orgulloso de la obra que le ha regalado a la humanidad, y es que en ella ha sido capaz de crear magistralmente una historia ficticia mezclada con hechos reales en la que combina misterio, arquitectura, traiciones, engaños, amor, religión, batallas, etc. Tanto la narración como los diálogos son sublimes, y no hay ni un solo detalle que se le escape a Ken Follet, que consigue hacerte viajar en el tiempo hasta la Edad Media con sus cuidadas descripciones, tanto de los personajes como de las costumbres medievales, y cómo no de la catedral, puesto que al leer sus páginas llegas incluso a imaginarte paseando por las calles de las ciudades en las que tiene lugar la novela. También merece ser destacada la brillante manera en la que el autor ha conseguido que todos los personajes estén relacionados de una forma u otra, puesto que parece imposible que, en una historia que empezando desde el prólogo (más importante de lo que puede llegar a parecer) se alarga durante más de cincuenta años y en la que se suceden tantos hechos, al final todo cobre sentido. Hay que tener mucha paciencia y mucha constancia a la hora de sentarse y leer este libro, porque sus más de mil páginas son muy densas y esconden mucha información. Lo difícil es llegar a las primeras cien páginas, porque a partir de ahí todo avanza vertiginosamente y ya es imposible abandonarlo. Y amarlo.

jueves, 22 de agosto de 2013

Dominadores del Trivial del Molly Malone's

Muchos de vosotros sabéis que el Trivial Pursuit es el juego de mesa que más me gusta. Hace unos años descubrí que algunos pubs de Málaga organizaban semanalmente un Trivial en los que los ganadores conseguían diversos premios, y claro, me aficioné tanto a ellos que desde entonces ya he acudido a varios con cierta frecuencia, pero sobre todo a tres de ellos: el del Celtic Cross, el del O'Donnell's y el del Morrisey's. El del Celtic Cross tenía lugar cada viernes hasta que algo más de tres años después de conocerlo dejó de hacerse. A las pocas semanas me 'mudé' al que organizaba el O'Donnell's cada martes, pero meses después me volví a cambiar por uno que me gustaba más, el del Morrisey's. Este pub tenía tres Trivial diferentes según el día en el que lo celebraban (lunes, martes y miércoles). Yo solía ir a este último con unos amigos hasta que el pasado mes de junio cambió la persona que hacía las preguntas.
Por suerte, a mediados de este verano mis amigos y yo descubrimos otro más al que no hemos fallado desde entonces: el del Molly Malone's. Cuatro veces que hemos ido y cuatro veces que hemos terminado en el podio (tres como ganadores y otra, ayer precisamente, como segundos). La mecánica de este Trivial es similar a la de la mayoría de ellos: se hacen unas cuantas preguntas (textuales, de imágenes, de vídeos, de música...), se responden en un papel, el organizador las recoge de vez en cuando para corregirlas, y al final se premia a los tres primeros clasificados con 30, 20 y 10 euros en consumiciones, aunque si participa poca gente ese día se suprime el premio de 30 euros. Como he comentado antes, hasta ahora no me puedo quejar del éxito que estamos teniendo mis amigos (siempre con Raúl y con Carmona, aunque cada día hemos estado acompañados de otros amigos y amigas) y yo, ya que debutamos con victoria, ganamos también la siguiente semana tras desempatar por el primer puesto, volvimos a ganar la semana pasada casi sin esperarlo y ayer fuimos segundos con los mismos puntos que los vencedores (el desempate consistió en cantar una canción de María del Monte delante de todo el pub, y, como me tocó a mí hacerlo, pues perdimos).
Como bien podéis deducir, ya nos hemos llevado bastante dinero gratis en consumiciones, un total de 100 euros (30 euros tres veces por las victorias, y 10 ayer como segundos porque éramos pocos grupos jugando) que nos hemos ido gastando en cenar allí mismo camperos, hamburguesas, kebabs y demás consumiciones. La racha que llevamos parece no tener fin, aunque seguro que después de publicar este post seguro que cambian las tornas y empezamos a perder, que ya me conozco. En cualquier caso, cuando comiencen las clases en el colegio tendré que dejar de ir porque, al ser los miércoles por la noche y estar el pub lejos de mi casa, no podría dormir lo suficiente para ir a trabajar al día siguiente, pero el verano que viene seguro que lo retomaré.
En fin, si queréis jugar al Trivial del Molly Malone's, solamente tenéis que acercaros cada miércoles a partir de las diez de la noche al número 9 del Bulevar Louis Pasteur, que seguro que pasáis un buen rato y, con un poco de suerte, os lleváis esos suculentos premios que regalan a los tres mejores grupos.

miércoles, 14 de agosto de 2013

Viaje a Escocia: día 1

Sábado, 13 de julio de 2013

4:15
El despertador fue puntual, como de costumbre. Yo lo escuché desde el primer momento, pero la cama siempre te pide apurar un poco más, que allí tumbado se está muy cómodo. Me levanté definitivamente cinco minutos después, justo a tiempo para desactivar las tres o cuatro alarmas del móvil que quedaban por sonar, y, como cada mañana, la primera visita se la hice al baño. En pocas horas estaría surcando los aires en compañía de dos amigos para pasar unos días en Glasgow y Edimburgo, las dos ciudades más importantes de Escocia. Todos los años suelo hacer un viaje por eso de conocer mundo, que por cierto es algo que me encanta; sin embargo, este año tenía la sensación de que me iba a quedar con las ganas, no sé por qué. Por suerte, a comienzos del mes de mayo quedé una tarde con mis amigos Jose y Miguel y nos pusimos a ver destinos baratos, y prácticamente la única opción que nos satisfacía fue ésta. Casi sin pensarlo y casi sin darnos cuenta, dos o tres días después ya habíamos reservado tanto los vuelos como el alojamiento, y eso que apenas sabíamos nada de los sitios que podíamos visitar en cada una de las dos ciudades, pero bueno, eso no era problema porque ahí estaría yo para planificar todo el viaje de tal forma que se pudiera aprovechar al máximo, cosa que haría en los días previos aprovechando que ya estaría de vacaciones tras el final del curso escolar.
Pues nada, volvamos al baño. Después volví a mi cuarto para ponerme las gafas y, a continuación, me dirigí a la cocina para prepararme mi habitual desayuno. Saqué el mollete del congelador para descongelarlo en el microondas, luego tostarlo y por último mojarlo en aceite. Me lo tuve que tomar de pie en la cocina en vez de en la terraza para no despertar a la perrita que acabábamos de adoptar, que bastante temprano era como para tener que guerrear con ella más de la cuenta. Tras ello, un vaso de leche fría con Nesquik y de nuevo a mi habitación, esta vez para vestirme y guardar la caja de las gafas, las chanclas y un par de cosas más en la maleta que había hecho la tarde anterior. En esas se levantó mi madre, que se pasó por mi cuarto por si necesitaba algo, y seguidamente fue a echarle un vistazo a la perra, que dormía plácidamente en el suelo de la terraza. Hice un poco de memoria para comprobar que no olvidaba nada importante por coger, como por ejemplo las libras, que ya las tenía guardadas en el bolsillo trasero del pantalón, o el cargador del móvil y el de las baterías de la cámara.
Todo parecía correcto, y todavía eran las cinco y diez, así que me fui al salón y me senté en el sofá a esperar que pasasen los minutos, aunque en realidad seguía dándole vueltas a la cabeza con lo de si se me olvidaba o no algo hasta que a las y veinte me puse de nuevo en pie para volver a mi habitación por la maleta. Me despedí de mi madre, que, como todas, soltó su retahíla: que tengas cuidado, que comas, que vigiles la cartera, que llames cuando llegues, que te abrigues, que... La calle estaba prácticamente desierta salvo por algún que otro coche que la bajaba o la subía y algunos jóvenes que estaban dando por terminada su noche de viernes algo contentillos. Jose ya me estaba esperando en el coche de uno de sus hermanos a la entrada de calle Alcazabilla, lo cual en parte me sorprendió, ya que cuando quedamos suelo llegar antes que él, pero un viaje es un viaje, y él sabe que en estas ocasiones no perdono ni un minuto. Mientras íbamos en busca de Miguel para recogerle, me contó que apenas había conseguido dormir unas horas, todo lo contrario que yo, y eso que no había dormido lo que acostumbro, pero me encontraba bastante despierto.
A las seis menos veinticinco ya nos encontrábamos frente a la casa de Miguel, que todavía no había bajado porque quedó con Jose en hacerlo cinco minutos después, como finalmente ocurrió. Ya los tres juntos, nos pusimos de nuevo en marcha para ir al aeropuerto, adonde llegamos en menos de un cuarto de hora gracias a que no había tráfico por ser la hora que era. Cogimos nuestro equipaje del maletero y nos despedimos del hermano de Jose, que se tuvo que pegar el madrugón para llevarnos hasta allí. Nos dirigimos directamente al control de seguridad, para el que había una cola relativamente larga, pero que se hizo muy corta. Miguel nos dio a cada uno su correspondiente billete de embarque para mostrárselo a la chica encargada de ello antes de pasar ahora sí al control propiamente dicho. Fuimos precavidos y nos deshicimos de todo lo que fuera susceptible de provocar que el arco pitase cuando pasásemos, y lo conseguimos, puesto que de primeras lo superamos sin problema alguno.
De nuevo con nuestras pertenencias, nos acercamos al panel informativo que estaba a pocos metros de nosotros para comprobar que la puerta de embarque de nuestro vuelo, que todavía no estaba asignada, se daría a conocer a las seis y cuarto, aunque yo ya les dije a ellos en el trayecto al aeropuerto que la noche anterior miré en la web que sería la B18; en efecto, unos minutos después el panel me dio la razón. Seguimos las señales para ir hasta allí, un largo camino por cierto, puesto que tuvimos que cruzar las dos terminales literalmente por completo. Al final de la segunda, como el vuelo tenía destino el Reino Unido, tuvimos que pasar por el control de identificación mostrando nuestro DNI a un policía. Tras ello, continuamos con nuestro camino, ya en la zona de las puertas de embarque, estando la nuestra al final del todo, y, sorprendentemente, vacía de pasajeros, lo cual me extrañó bastante. Y tanto. Resulta que justo enfrente de la nuestra, en la puerta B17, ya se habían formado dos colas, y me dio por mirar al panel que informa del vuelo al que pertenece y resulta que indicaba el nuestro, así que nada, me uní a la cola de los que no habíamos pagado el priority boarding con más de treinta o cuarenta personas por delante, perdiendo de esta forma la esperanza de poder coger asientos de emergencia en el avión.
Uno de los azafatos se fue pasando por ambas colas para comprobar nuestros billetes e identificaciones eran correctos, aunque después los volverían a revisar a la hora de embarcar, apenas unos minutos después. Precavido yo, la mochila de la cámara la tenía guardada en mi maleta desde que salí de casa para evitar así que me llamaran la atención en el embarque por llevar dos bultos, pero, en cuanto accedí al túnel que se conecta al avión, abrí la maleta y saqué la mochila para tenerla a mano durante el vuelo; también aproveché esos momentos de espera para apagar el móvil que siempre me llevo cuando viajo, que por cierto tiene ya casi diez años y funciona de maravilla. La cola que se había formado empezó a avanzar lentamente, lo cual quería decir que ya estaban dejando entrar en el avión. Tal y como me esperaba, algunos de los asientos de emergencia ya estaban ocupados, mientras que en los restantes colgaba un cartel de prohibido, por lo que nos sentamos unas filas más atrás, concretamente en el lado derecho: yo, junto a la ventana; después, Jose; y Miguel, en el asiento de pasillo.

7:15
Ryanair recibirá muchas críticas por miles de cuestiones, y con razón, pero si hay algo que no se puede negar es que son puntuales como pocos, y bien que te lo hacen saber por la megafonía antes y después de terminar el vuelo recordándote que son la compañía aérea con menor porcentaje de retrasos. La verdad es que conmigo no fallan, y esta vez no iba a ser para menos, ya que justamente a la hora prevista se puso en marcha el avión para dar marcha atrás y buscar pista; apenas diez minutos después ya estaba acelerando a tope para levantar el morro y despegar rumbo a Glasgow. Me puse en el lado derecho del avión para ver y fotografiar el amanecer, pero a esa hora ya había tenido lugar, así que me tuve que conformar con ver al sol algo levantado sobre el horizonte. Los azafatos y azafatas no tardaron mucho en dar comienzo a su particular pasarela de productos: primero, la revista de la compañía, la cual cogí para estar entretenido unos minutos; después, un carrito lleno de perfumes de marcas muy conocidas para intentar vender alguno; luego, los ya míticos cigarrillos que no expulsan humo; y, cómo no, los famosos rasca y gana con los que te puedes hacer multimillonario.
Ojeé un poco la revista a ver si tenía algún artículo interesante, pero no había nada que me llamase la atención, por lo que, para no tener que cargar con él todo el vuelo, lo encajé en el hueco que queda entre la bandeja y el asiento de delante. Entre tanto, me comí un par de caramelos que había llevado para el viaje; se los ofrecí también a mis amigos, que cogieron uno cada uno. Cuando pasó el carrito del desayuno, ellos se pidieron un café que acabó siendo uno de los protagonistas del trayecto. Les dieron a cada uno un vaso con el café ya vertido en su interior, pero la leche venía en unos pequeños envases bastante difíciles de abrir sin que llegaran a salpicar, lo cual fue prácticamente inevitable; de hecho, algunas gotas del primero de los que abrió Jose llegaron a mi pantalón y al asiento de delante, mientras que buena parte el siguiente acabó en la ropa de mi compañero. Ya para el tercero, y viendo que yo corría 'peligro', hice pared con una servilleta para que no me llegase nada, momento que incluso fue grabado por Miguel con su móvil.
Como veis, el desayuno dio bastante de sí. Yo tenía preparadas unas galletas para más tarde, pero Jose me ofreció medio bocadillo de chorizo y bien cargado de queso que había preparado expresamente para mí, por lo que no lo pude rechazar. Tras una hora de vuelo, ya habíamos cruzado toda la península habiendo pasado por las inconfundibles llanuras manchegas o las costas del Cantábrico, lo cual era inequívoco porque bajo nosotros solamente se avistaba agua, aunque también es cierto que estuvimos bastante tiempo sobre un buen manto de nubes. Yo no dejaba de mirar por la ventana en cuanto se abría algún claro para intentar identificar algo desde ahí arriba. Cuando ya se despejó todo de nuevo, me di cuenta de que ya sobrevolábamos la costa noroeste de Francia, o al menos eso era lo que se podía deducir si atendíamos a la hora que era y a la ruta que supuestamente debía seguir el avión, tal y como imaginé sobre un mapa que encontré en la revista de Ryanair.
No estaba del todo equivocado, ya que, a eso de las nueve y cuarto de la mañana, llegamos a las costas británicas, momento que aproveché para coger mi reloj y atrasarlo una hora. Como todavía quedaba un rato para llegar, saqué mi reproductor mp4 y me puse a escuchar bandas sonoras (La guera de las galaxias, La misión, Náufrago...) mientras saboreaba unas cuantas galletas de chocolate que había traído para desayunar; les pregunté a Miguel y Jose si querían algunas, pero dijeron que más tarde si eso. Por la ventanilla, y con el mapa de la revista para cotejar lo que veía, pude seguir perfectamente el camino que seguía el avión, puesto que la silueta de la isla de Gran Bretaña no ofrecía duda alguna, sobre todo por la forma de las costas del oeste. No me costó comprobar que pasamos por encima del canal de Bristol, de Gales, la isla de Man y, por fin, Escocia. Estaba escuchando la banda sonora de Parque Jurásico a eso de las nueve cuando noté que el avión comenzaba a descender; en efecto, sobre nuestras cabezas se iluminaron las señalizaciones que indicaban que teníamos que abrocharnos el cinturón, aunque en mi caso no me lo quité en todo el vuelo.
Apagué el reproductor para dar paso a mi cámara de fotos, la cual saqué de la mochila que escondía entre mis pies con el fin de que las azafatas no lo vieran cuando pasasen por nuestra fila. Bajo nuestros pies era todo verde, campo, pradera y alguna que otra casa perdida entre medias. Justamente a las nueve y cuarto, veinte minutos antes de lo previsto, el avión aterrizó en el aeropuerto de Prestwick al son de la melodía trompetera de Ryanair, que provocó los aplausos de los pasajeros. Bajamos las maletas del compartimento superior y bajamos a la pista por la puerta trasera del avión; no hacía ni frío ni calor, lo cual era buena señal en lo que al tiempo se refería. Nos dirigimos a un pequeño edificio de una sola planta que, tras bajar por unos escalones, daba acceso a un túnel inferior en la que nos topamos con una enorme cola que todo indicaba que se debía al control de identificación. Lo que para nada nos esperábamos era la lentitud con la que ésta avanzaba, y es que únicamente estaban operativos dos de los cuatro mostradores que se divisaban al fondo del pasillo.
Tras tres horas de vuelo encajonado en un asiento en el que casi ni me podía mover, lo que menos me imaginaba es que justo después me tocaría aguantar media hora de cola hasta que finalmente llegó nuestro turno. Me acerqué yo solo a uno de los dos mostradores, y la policía que la atendía me dijo algo en inglés que inicialmente no supe entender; de segundas ya me di cuenta de que me estaba preguntando si venía con alguien más, a lo que le respondí que estaba con dos amigos, así que Jose y Miguel también se acercaron; de uno en uno, le entregamos nuestro DNI para que lo registrara en su ordenador. Sinceramente, no entendía para qué tanto control si por la mañana para acceder a la zona de embarque ya tuvimos que pasar por lo mismo; en resumen, una auténtica y absurda pérdida de tiempo que no hizo que cansarnos más todavía.

10:00
Ya en la terminal, tocaba buscar la parada del autobús que lleva a Glasgow, pero encontramos el camino a seguir rápidamente gracias a las claras indicaciones del aeropuerto. Subimos por unas escaleras mecánicas y, a continuación, seguimos por una pasarela acristalada que se eleva por encima de las carreteras que bordean al aeropuerto. Al llegar al final y bajar por unos tramos de escaleras, vimos que la única puerta por la que podíamos salir daba acceso a una estación de tren, y sin embargo veíamos que a nuestra espalda estaba la parada del autobús que queríamos coger y sin saber cómo se llegaba hasta allí. Menos mal que nos dio por abrir esa puerta y comprobar que a la izquierda del todo del andén había un pequeño camino que daba a dicha parada, ya que acababa de llegar el autobús y estaba a punto de marcharse; por suerte, pillamos al encargado del equipaje cargando las penúltimas maletas, porque las nuestras acabaron siendo las últimas. Él mismo fue el que nos cobró las 5'50 libras que costaba el billete de solo ida. Saqué el sobre del dinero para pagarle con un billete de 50 libras y así deshacernos de uno de los cinco que teníamos, pero no lo aceptaban, así que finalmente pagué con uno de 20.
El conductor nos picó el billete y, ya con el autobús en marcha, subimos al piso superior, ya que, aunque el de abajo estaba totalmente ocupado, nuestra intención era ir arriba. Jose y Miguel se sentaron en la primera fila, pegados al parabrisas, mientras que yo cogí asiento un par de filas más atrás porque alrededor no había más sitio. Ya relajado y sin prisa alguna, cogí el móvil para encenderlo, tras lo cual me llegaron tres o cuatro mensajes de texto para informarme del coste de las tarifas roaming para llamadas enviadas y recibidas, sms, mensajes multimedia e Internet. El camino fue una delicia, puesto que, además de estar bastante cómodo en mi asiento, las vistas a través de la ventana eran excepcionales: praderas y bosques, muchos bosques, sobre todo de abetos, que los había por todas partes y de todas las alturas. Ya llevábamos algo más de media hora en el autobús cuando al fondo ya se asomaban los edificios de Glasgow; primero pasamos por las zonas residenciales de las afueras, con casas unifamiliares rodeadas de amplios jardines, y poco a poco nos fuimos adentrando en la ciudad propiamente dicha.
En cuanto vi a lo lejos Ibrox Stadium, el estadio del Glasgow Rangers, y justo después el Clyde Arc, uno de los puentes del río Clyde, comencé a ubicarme. Ya nos encontrábamos en el centro de la ciudad, lo cual era fácil de adivinar porque en esta parte las calles se cortan perpendicularmente como ocurre en el Ensanche de Barcelona; eso sí, lo que no me esperaba es que hubiese tantas calles en cuesta. La mayoría de los comercios que veía eran pubs y restaurantes, buena señal porque eso significaba que no sería difícil encontrar sitios para comer, aunque yo había elaborado mi propia lista a partir de las búsquedas que había realizado por Internet. A las once en punto, llegamos a la Buchanan Bus Station. Nos bajamos para recoger las maletas y de allí salimos a la calle, concretamente a Cowcaddens Road, justo enfrente de la Glasgow Caledonian University. Le pedí a Miguel que me diera el mapa que le mandé imprimir unos días antes para ubicarnos; al ser una imagen, no se veía muy bien, pero conseguí ubicarme para llegar al hostal.
Bajamos por una calle estrecha junto a la estación que desemboca en Killermont Street. Allí fue donde empezamos a darnos cuenta de que esperar en un semáforo era una enorme pérdida de tiempo, y es que se pasaba mucho tiempo en verde para los coches sin que pasara ninguno, y, cuando estaba en verde para los peatones, apenas duraba unos cinco o seis segundos para luego pasar a rojo y pudiendo cruzar todavía. En fin, seguimos por West Nile Street hasta la esquina con Bath Street, donde giramos a la izquierda llegando de esta forma a Buchanan Street, la calle más comercial de Glasgow. Eran algo más de las once de la mañana y estaba a rebosar de gente, casi ni se podía andar. Ya ubicados del todo, y aprovechando que era completamente peatonal, recorrimos dicha vía con cierta tranquilidad y echándole un vistazo a las diversas tiendas y comercios que nos íbamos encontrando, aunque a lo largo del viaje acabaríamos pasando por allí una decena de veces por lo menos.
Seguimos nuestro camino por Saint Enoch Square para luego girar a la derecha por Howard Street. Precisamente allí, esperando para cruzar en la esquina con Jamaica Street, Miguel vio un restaurante, The Crystal Palace que le llamó la atención y en el que le gustaría comer, a lo que le dije que era uno de los que tenía apuntados y que, además, pertenece a una cadena que tiene varios locales repartidos tanto por Glasgow como por Edimburgo. Al final de la calle, torciendo por Clyde Street, llegamos poco antes de las once y media al Euro Hostel Glasgow, el hostal en el que nos hospedaríamos las dos primeras noches del viaje. Nos acercamos a la recepción, donde nos atendió una chica que no tendría más de veinte años, y le dije que teníamos una reserva de una habitación triple, pero que no íbamos a hacer el check-in todavía para evitar tener que pagar de más; así pues, le pregunté si existía la posibilidad de dejar gratuitamente las maletas allí, a lo que me respondió que sí, concretamente en la habitación que hay habilitada para ello junto a los ascensores. Apenas se podía abrir la puerta de la cantidad de maletas que había, y suerte que pudimos meter las nuestras, porque parecía imposible.

11:35
Nos sorprendió ver un dispensador de agua junto a la recepción, y obviamente aprovechamos para beber un poco que falta hacía. Tras ello, cogimos un mapa de los que allí había y salimos a la calle para iniciar oficialmente nuestra visita a Glasgow. Para empezar, cruzamos de acera para situarnos junto al río Clyde, bastante caudaloso, desde el cual hice un par de fotos a dos de los muchos puentes que lo cruzan: el Glasgow Bridge y el South Portland Street Suspension Bridge. Unos metros más adelante encontramos el templo neogótico de Saint Andrew's Cathedral, la catedral católica de Glasgow, y recalco lo de católica porque hay otra catedral en la ciudad que en este caso es de confesión presbiteriana. A pesar de que estaba abierta y de que era gratuito visitarlo, no entramos porque no era uno de los puntos importantes del viaje y, además, Miguel y Jose no son muy amigos de entrar en iglesias y demás, por lo que seguimos andando por Clyde Street y Bridgegate. Ahora nos hallábamos en una especie de descampado y casi desiértico que nos hizo pensar que nos estábamos equivocando de camino, pero no, íbamos bien.
Un poco más adelante, en King Street, ya encontramos vida de nuevo, lo cual nos tranquilizó. Giramos a la derecha por Trongate, una calle que destaca por el campanario adosado al Tron Theatre y que termina en un cruce de cinco calles en el que se erige el Tolbooth Steeple, un campanario más alto que el anterior que hace las veces de kilómetro cero de la ciudad. Nuestro siguiente destino sería The Barras, un mercadillo al que llegamos en apenas cinco minutos tras tirar por Gallowgate. Según había leído en Internet, los sábados y los domingos son los días en los que más actividad hay en este mercadillo, pero la verdad es que no había tanta gente como me esperaba, y eso que ya eran más de las doce. Los productos que ponían a la venta los comerciantes eran de todo tipo, desde bandejas de dulces caseros hasta souvenirs, pero sobre todo cosas de segunda mano: ropa y complementos, baratijas, discos, juguetes, etc. Recorrimos Kent Street hasta la confluencia con London Road, donde vimos uno de los pórticos rojos que se encuentran a la entrada de cada una de las calles que dan acceso al mercadillo.
Seguimos por London Road y luego giramos a la izquierda por Bain Street para entrar de nuevo en The Barras por Stevenson Street, donde apenas había gente y cuyo aspecto general era un poco más dejado que el de Kent Street, calle en la que desembocaba. Poco más podíamos hacer allí salvo entrar en Barrowland Ballroom, una especie de nave situada dentro del mercadillo y que no es más que una extensión del mismo, pero a cubierto. Recorrimos todos los pasillos, en los que había puestos de ropa, souvenirs, discos, libros, faldas escocesas, cuberterías, etc. La idea que yo tenía en mente era la de almorzar en este mercadillo, pero entre que todavía era muy temprano y que tampoco es que hubiera muchas opciones, decidimos descartarla. Les propuse a Jose y Miguel dos opciones: ir en dirección al centro para seguir viendo cosas o ir a Celtic Park, el estadio del Celtic de Glasgow, que quedaba a una media hora andando desde allí. No se lo pensaron mucho y se decantaron por la primera opción.
Justo cuando íbamos a reanudar la marcha, nos paró un escocés para darnos una invitación para asistir esa misma tarde a un oficio de una iglesia minoritaria situada enfrente de donde nos hallábamos. Además, como nos vio mirando el mapa de la ciudad, nos preguntó de dónde éramos y por qué habíamos venido a Glasgow de viaje, a lo que le respondimos que estábamos de turismo y que visitaríamos tanto Glasgow como Edimburgo. Cuando le dijimos que veníamos de España soltó alguna que otra frase en español, "Quiero una cerveza" creo recordar. Tras despedirnos de él, deshicimos el camino que habíamos seguido para ir al mercadillo y, al regresar al Tolbooth Steeple, continuamos por Trongate en busca de George Square, aunque mis amigos querían buscar antes algún sitio para ir al baño. Nada más llegar a Argyle Street vimos un Marks & Spencer, unos grandes almacenes del estilo de El Corte Inglés, así que entramos allí para hacer un alto en el camino.
Cuando salimos de allí, nos desviamos por Virginia Street hasta desembocar en Ingram Street, al final de la cual nos topamos con el edificio neoclásico de la Gallery of Modern Art, aunque no fue esto lo que más nos llamó la atención, sino un pequeño detalle de la estatua del Duque de Wellington que está situada a pocos metros de su entrada principal y que yo ya tenía bien apuntado en mi planing. Y os preguntaréis por qué. Pues porque este famoso militar británico tiene en su cabeza un cono de tráfico a modo de sombrero. Por extraño que parezca, no es una broma lo que os estoy diciendo, tal y como podéis comprobar en la foto que acompaña a estas líneas. Resulta que hace unos años, una noche unos jóvenes gastaron esta broma y, a pesar de que de vez en cuando el cono es retirado, a los pocos días al estatua vuelve a aparecer con ella puesta, y eso que no es nada sencillo ponérsela por la altura a la que se encuentra. Como podéis suponer, nos hicimos varias fotos con este monumento tan peculiar, y obviamente no éramos los únicos.
A continuación, subimos por Queen Street para llegar a George Square, y qué sorpresa me llevé al comprobar que la plaza estaba rodeada completamente por unas vallas blancas de metal que impedían acceder a ella. Me llevé un gran chasco porque era uno de los sitios más destacados de la ciudad, tanto por su tamaño como por la cantidad de estatuas y monumentos que hay en ella: el edificio de las Glasgow City Chambers, sede del ayuntamiento de la ciudad; el edificio de la General Post Office; el cenotafio que recuerda a los ciudadanos de Glasgow que murieron en la Primera Guerra Mundial; la columna de 24 metros de altura erigida en honor del escritor Walter Scott; las estatuas de la Reina Victoria, del Príncipe Alberto, de James Watt, etc. Estando allí en una de las esquinas de la plaza haciendo fotos a lo que poco que se divisaba por encima de las vallas, vimos a un hombre vestido con la camiseta del Málaga, y por la apariencia que tenía era escocés, lo que nos chocó todavía más.
Era ya la una y cuarto y había que ir pensando en buscar un sitio para almorzar. Justo enfrente de nosotros teníamos The Counting House, uno de los restaurantes de la cadena J D Wetherspoon que tenía apuntado en mi lista y que se caracteriza porque se encuentra en el antiguo edificio del Bank of Scotland, por lo que por su apariencia exterior daba la impresión de ser un sitio caro, tal y como pensaron Jose y Miguel. Yo les dije que no, que yo había visto en Internet que tenía buenos precios, y les convencí de ello cuando nos acercamos a la entrada y vieron los menús que había. Como bien decía, el interior bien que parecía un banco de estilo antiguo con columnas clásicas, esculturas en las paredes, una gran cúpula acristalada en el centro, etc. El local estaba prácticamente lleno, sobre todo de gente bebiendo cerveza, así que nos dirigimos a la primera mesa que vimos libre y que precisamente estaba siendo limpiada por una camarera en ese momento.
La carta era bastante variada, puesto que lo mismo te podías pedir una ensalada hasta unas costillas de cerdo, pasando por el típico fish & chips británico o el haggis escocés. Nos costó mucho decidirnos, pero al final nos decantamos por unas hamburguesas aprovechando que venían con la bebida incluida: Jose y yo nos tomaríamos una brunch beef burger, mientras que la de Miguel sería una Tennessee burger. Por lo que intuíamos, los camareros no se pasaban por las mesas a tomar nota, así que Miguel y yo nos acercamos a la barra situada en el centro del pub para pedir las hamburguesas que habíamos elegido y las bebidas: una pinta de cerveza Fosters para él, Diet Pepsi para Jose y Pepsi para mí. El precio, excepcional: Jose y yo tuvimos que pagar 5'79 libras cada uno, mientras que lo de Miguel, al ser con cerveza, costaba una libra más. El camarero que nos atendió nos preguntó por el número de nuestra mesa, que era el 81, para luego llevarnos la comida, puesto que las bebidas nos las daban allí mismo.
De nuevo los tres en la mesa, saqué el sobre del dinero para repartirlo entre los tres. Decidimos que, como casi todos los gastos serían iguales para los tres, tendríamos un fondo común del cual yo sería el encargado, así que, en vez de repartir 150 libras a cada uno, les di 110. Aproveché la espera para llamar a mi madre y decirle que el avión salió y llegó puntualmente, que ya habíamos empezado a patearnos Glasgow y que en unos minutos empezaríamos a comer. Luego saqué la cámara para hacerle algunas fotos al pub, y en esto vino una camarera para traernos las hamburguesas y decirnos que en la sala de al lado podíamos coger complementos como mayonesa, ketchup, mostaza, etc. Tenían muy buena pinta, y la presentación, más de lo mismo, con un pincho de madera que atravesaba toda la hamburguesa y que permitía ver todos los ingredientes que incluía; además, venía acompañada de unos aros de cebolla y patatas fritas. Todo hacía indicar que íbamos a disfrutar del almuerzo.
Cogí dos bolsitas de mayonesa, una para las patatas y otra para la hamburguesa, que si ya de por sí era contundente, ahora lo sería más. Primero me comí los aros de cebolla, que es lo que menos gracia me hacía, y también extraje la poca cebolla que había en la hamburguesa para, ahora sí, empezar a comerla alternándola con las patatas. La hamburguesa, que entre otras cosas llevaba bacon y un huevo frito, estaba bastante sabrosa, y las patatas, mucho más buenas de lo que nos esperábamos a pesar de ser más gordas de lo habitual. Si a todo ello le unimos un buen vaso de Pepsi bien fresquito, creo que no hará falta decir que quedé muy satisfecho con el almuerzo que había elegido. Jose y Miguel también disfrutaron, y tanto nos gustó el sitio que le hicimos una foto a la carta para volver a comer en esta cadena de restaurantes a lo largo del viaje, incluso para desayunar, ya que también había otra carta para la primera comida del día.

14:15
Una vez que terminamos de comer, nos quedamos allí unos minutos para reposar y, de paso, pensar en lo que íbamos a hacer el resto del día. Uno de los asuntos que teníamos que resolver era el tema del autobús que cogeríamos el lunes para ir a Edimburgo, puesto que en Internet había leído que si se compraba el billete con antelación salía más barato, 3'10 libras menos, así que les propuse que, antes de ir al hostal para hacer el check-in, deberíamos pasarnos por la estación para preguntar esto. A las dos y media, nos pusimos en pie y salimos del pub, que Miguel bautizó como Money Bank, y curiosamente a partir de entonces ésas fueron las palabras que utilizamos para referirnos a esa cadena en vez de por su propio nombre, J D Wetherspoon. Ya en George Square, me dio por asomarme por una de las rendijas de las vallas que rodeaban la plaza y observar para mi estupefacción que no había obra alguna en ella, sino solamente decenas de palomas y gaviotas revoloteando, por lo que no acababa de entender ni encontrar un motivo por el que la plaza no pudiera ser transitada.
Seguimos por la empinada North Hanover Street y luego por Killermont Street hasta llegar a la Buchanan Bus Station. Fuimos en busca de las taquillas y, una vez allí, tras esperar nuestro turno en la cola, le pregunté al hombre que me atendió si el precio de billete para ir a Edimburgo es diferente si se compra el mismo día o antes, a lo que me respondió que no, que tanto si se adquiere antes o después el precio era el mismo, 7'10 libras. Ya eran cerca de las tres de la tarde, así que nos dirigimos al hostal por el camino más corto posible. Salimos de nuevo a Killermont Street para continuar por West Nile Street y Sauchiehall Street hasta desembocar en la parte más alta de Buchanan Street, donde ahora sí nos detuvimos un poco más a la hora de recorrerla. Empezamos por el edificio del Glasgow Royal Concert Hall, que está pared con pared con el centro comercial Buchanan Galleries, mientras que a los pies de ambos vimos la estatua de bronce dedicada a Donald Dewar, el primer Ministro Principal de Escocia.
La calle, al igual que por la mañana, estaba muy concurrida de gente, y también de gaviotas, y eso que Glasgow está relativamente lejos del mar. A la altura de la Nelson Mandela Place, nos topamos con la Saint George's Tron Church, un templo de la Iglesia de Escocia, y más abajo, en la esquina con Saint Vincent Place, con una maqueta de bronce del centro de Glasgow en la que se podía distinguir la catedral, la estación de autobús y sus calles y plazas más importantes. Seguimos recorriendo Buchanan Street hasta que nos detuvimos enfrente de un edificio bastante curioso, pues su fachada cuenta con una decoración más que particular, concretamente con varias piezas de metal simulando ramas y hojas de árboles y coronado con un enorme pavo real hecho con el mismo material. Ya en Saint Enoch Square, una plaza en la que había un mini parque de atracciones con seis o siete carricoches, entramos en William Hill, una famosa casa de apuestas británica, donde había algunas personas pendientes de varias carreras de caballos. Miguel y Jose pretendían apostar algo, pero rápidamente se dieron cuenta de que aquello era más complicado de lo que parecía, así que salimos de allí para llegar definitivamente a las tres y media al hostal, que estaba a apenas dos minutos de la plaza.
Esta vez nos atendió una chica de unos treinta años para hacer el check-in. La reserva de la habitación estaba a nombre de Miguel, por lo que le dio a él un pequeño formulario que debía rellenar para poder hacer el registro y el cobro del 90 % del total que quedaba por pagar. Miguel introdujo su tarjeta de crédito en el datáfono, que marcaba una cantidad a pagar de 50'40 libras, lo que nos extrañó porque, según nuestras cuentas, debería ser más; en efecto, la recepcionista, al recoger la factura que salió impresa, se percató de ello, por lo que Miguel tuvo que hacer uso otra vez de su tarjeta para abonar las 14'40 libras que faltaban. Solucionado el problema, la chica nos entregó las dos tarjetas asignadas a nuestra habitación, que sería la 702. Tal y como hicimos cuando llegamos por la mañana, bebimos agua del dispensador que había en la recepción, y tras ello recogimos nuestras maletas de la habitación donde las habíamos dejado.
Nuestra habitación era la primera del pasillo de la séptima planta. Introdujimos una de las tarjetas en el lector de la puerta y accedimos a ella. Nada más entrar nos sorprendimos al comprobar que el lavabo estaba en el recibidor de la habitación, mientras que el váter y la ducha no estaban en el mismo habitáculo, sino en dos diferentes. En realidad, la idea era bastante inteligente, puesto que las habitaciones de los hostales suelen ser compartidas por personas que no se conocen, y, de esta forma, se agiliza el uso de los diferentes elementos de un cuarto de baño convencional sin molestar a los desconocidos que se alojan contigo. Tal y como nos esperábamos, nuestra habitación triple se componía de dos literas, cuyas camas por cierto estaban por hacer, además de una pequeña mesa; por su parte, las ventanas daban a Jamaica Street, con vistas al río Clyde y al puente por el que transitan los trenes que llegan y salen de la Central Station.
Echábamos en falta algo muy importante: las toallas para el baño. En la hoja de la reserva que Miguel había imprimido días antes en su trabajo se indicaba claramente que las toallas estaban incluidas en el precio de la habitación, por lo que decidimos bajar los dos para reclamarlas. Mientras esperábamos a que llegase uno de los dos ascensores, nos asomamos a la ventana del descansillo para ver la ciudad, y descubrimos que al fondo se divisaba Celtic Park, el estadio del Celtic de Glasgow que íbamos a visitar por la mañana pero que finalmente descartamos. Ya en la recepción, nos atendió la misma chica de antes, a la que le dije que en nuestra habitación faltaban las tres toallas, señalando al mismo tiempo la hoja de la reserva. La recepcionista soltó algo así como "Ok. It's a dotcom reservation", es decir, que las reservas que se hacían a través de Internet incluían gratuitamente las toallas, y es que allí había un cartel en el que se indicaba que el alquiler de las toallas costaba dos libras quiero recordar.
De nuevo los tres en la habitación, y siendo ya casi las cuatro de la tarde, acordamos tomarnos un descanso hasta las cuatro y media antes de continuar con la visita a la ciudad. Yo me tumbé en la cama inferior de una de las literas, mientras que Jose se quedó con la superior de la otra, y Miguel, debajo de él. Ellos aprovecharon esos minutos para jugar a un juego del iPhone al que estuvieron enganchados durante todo el viaje, mientras que yo simplemente permanecí tumbado intentando no quedarme dormido, aunque al final me quedé adormilado. A la hora acordada, cortamos nuestro descanso para ponernos de nuevo en funcionamiento. Cogí la mochila de la cámara de fotos, el planing con la lista de sitios que visitar de Glasgow y los dos mapas que ya teníamos en nuestro poder, al que añadimos un tercero que cogimos en recepción.

16:50
Al salir del hostal, tiramos por Jamaica Street para luego girar a la derecha por Argyle Street, donde nos topamos con un comercio llamado Poundland en el que todo lo que allí se vendía costaba una libra, es decir, del estilo de los típicos 'veinteduros' que decimos por España. Enfrente vimos una tienda oficial del Celtic de Glasgow con una gran foto de un futbolista vistiendo la nueva equipación de este equipo, pero lo que más nos llamaba la atención era que se parecía mucho a Henrik Larsson, ex-jugador del conjunto escocés que se retiró hace ya unos años, por lo que no podía ser él.
Ya en Buchanan Street, entramos en la tienda de Nike, donde tuvimos una de las anécdotas más curiosas del viaje. Estaba Jose echándole un vistazo a unas camisetas cuando se nos acercó un dependiente para preguntarnos si estábamos buscando algo en concreto, a lo que le dijimos que solamente estábamos mirando. A esto que nos pregunta en inglés si somos españoles porque él también lo era. Los tres nos miramos como diciendo "Sí, claro", y es que el chico era de raza negra y, la verdad, no lo parecía; ante nuestra incredulidad, empezó a hablar en castellano y nos dijo que realmente es dominicano, pero que había vivido muchos años en España, en Murcia concretamente, y que ahora estaba trabajando en Escocia. Nosotros le dijimos que habíamos venido unos días de viaje para conocer Glasgow y Edimburgo, y él soltó que nos habíamos traído el buen tiempo porque en los días había estado lloviendo por allí. Y nada, tras unos minutos de cháchara nos despedimos para seguir con nuestro camino.
Al llegar a la altura de Gordon Street, continuamos por dicha calle para ver la Central Station, cuya apariencia exterior me recordó mucho a las antiguas estaciones de tren con el porche que tiene a su entrada. Parte del edificio en el que se ubica lo comparte con el Grand Central Hotel, al que se entra por una esquina en la cual se encuentra la estatua de bronce de un bombero, y que rinde tributo a todos los que han trabajado en la región escocesa a la que pertenece Glasgow, aunque también se ha utilizado para recordar a los bomberos que murieron en los atentados del 11-S. Subimos por Hope Street hasta el cruce con West George Street para continuar por esta calle, en la que, poco después de pasar por un Money Bank, Jose avistó un Pizza Hut en cuyo escaparate había un cartel que informaba de un buffet de pasta y pizza por 6'99 libras, por lo que dijimos de ir allí a almorzar al día siguiente. La idea se esfumó al darme cuenta de que en la letra pequeña se decía que solamente era válido de lunes a viernes; a pesar de la pequeña decepción, Jose propuso dejar esta opción para Edimburgo, que allí seguramente encontraríamos otro Pizza Hut con la misma oferta, como finalmente ocurriría.
Nos incorporamos de nuevo a Buchanan Street por la Nelson Mandela Place para terminar de subirla y continuar por Sauchiehall Street, otra de las calles comerciales más importantes de Glasgow. En el tramo comprendido entre West Nile Street y Renfield Street, encontramos otro Poundland, y, como Miguel y Jose querían comprarse algo para beber, entramos allí. Antes dije que a primera vista se asemejaba a unos 'veinteduros' españoles, pero en realidad tiene mucha más variedad, porque más bien parecía un mini supermercado muy barato. Tal y como se deduce de su nombre, cada producto o una combinación de ellos cuesta una libra, y lo mismo te podías comprar un cuaderno que una bandeja de hamburguesas. Mis amigos iban con la intención de comprar un botellín de agua, pero, como solamente costaba 33 peniques, cogieron también dos latas de refresco un poco raras para probarlas y así completar la libra; además, al pasar por el estante de las chucherías, cogieron un paquete de tiras de regaliz con azúcar que también valía una libra.
Salimos a la calle y nos sentamos en un par de escalones en la esquina de Sauchiehall Street con Renfield Street para descansar unos minutos. Mientras ellos se tomaban uno de los refrescos y las chucherías, me acerqué a un pub situado a unos metros para ver el menú por si nos resultaba interesante para cenar esa misma noche o para el día siguiente, pero los precios eran iguales o superiores a los de la cadena J D Wetherspoon, por lo que desestimamos esa opción. En ese instante me di cuenta de que por allí cerca había un par de hombres de unos cuarenta o cincuenta años que me estaban observando con más detenimiento de lo normal, sobre todo uno de ellos, lo cual me hizo sospechar que probablemente iba a intentar robarme, lo cual tenía cierta lógica porque era evidente que yo era un turista, y por todos es sabido que los turistas somos blanco fácil.
Se lo comenté a mis amigos, que se rieron y dijeron que seguro que eran imaginaciones mías; sin embargo, mis sospechas se infundaron todavía más cuando, tras reanudar la marcha, el hombre casualmente comenzó a seguirnos a cierta distancia y como haciéndose el despistado cada vez que yo miraba para atrás de forma disimulada. Se me ocurrió coger la cámara y darme la vuelta para hacerle una foto a la calle, a ver cómo reaccionaba, y creo que pensó que él iba a salir en la foto, porque precisamente se detuvo y se marchó en dirección contraria. En fin, nosotros seguimos paseando por Sauchiehall Street hasta que se terminó su parte peatonal, por lo que propuse no seguir más e ir a continuación a una zona del río en la que hay varios edificios modernos de interés. Así pues, nos desviamos a la izquierda para seguir por Blythswood Street, una calle con varios desniveles y cuestas que menos mal que nos tocó bajar y no subir porque era bastante empinada.
Llegamos al río poco antes de las seis y media, concretamente a la altura del Tradeston Bridge, un puente peatonal que llama la atención por las dos estructuras blancas de forma triangular que hay en él. A partir de ahí, continuamos caminando por el paseo que va en paralelo al río Clyde, y por donde curiosamente apenas nos cruzamos con gente, y eso que hacía bastante buen tiempo y todavía era de día. Después de pasar por debajo de un puente por el que discurren varias carreteras, nos encontramos con que el paseo estaba cortado, así que tuvimos que continuar por la estrecha acera delimitada por vallas de Anderston Quay. Como decía, casi no había nadie por allí, así que a mis amigos se les ocurrió probar con un experimento que lo tenía todo para ser un éxito: dejar la lata que todavía no se habían bebido en esa calle para comprobar si a la vuelta la recuperábamos o si alguien la cogía. Concretamente, la dejamos junto a la fachada del edificio que nos encontramos unos metros más adelante, justo antes de llegar a Lancefield Quay.
Pocos minutos después ya estábamos en el Clyde Arc, probablemente el puente más espectacular de Glasgow por el gran arco blanco que lo cruza en toda su longitud y anchura. Allí nos hicimos unas cuantas fotos antes de continuar Finnieston Quay y Congress Road, donde nos topamos con un par de edificios bastante peculiares. En primer lugar vimos The Hydro, un pabellón deportivo de forma circular y de olla que todavía estaba de obras, pero daba la impresión de que solamente le quedaban unos meses para estar completamente terminado. Justo enfrente estaba el Clyde Auditorium, aunque la mayoría de los ciudadanos de Glasgow lo conocen como The Armadillo porque su estructura se parece muchísimo al caparazón de este mamífero; por otra parte, este edificio, que sirve tanto como de sala de conciertos como de palacio de congresos, también me recordaba bastante al de la Casa de la Ópera de Sydney.
Desde allí ya podíamos ver las construcciones situadas en la otra ribera del río: la sede de la BBC Scotland y el Glasgow Science Center, compuesto por el Science Mall, el IMAX Cinema y la Glasgow Tower. Para llegar a ellos tuvimos que cruzar el río Clyde por el Millenium Bridge, un puente peatonal en el que aprovechamos para hacernos algunas fotos. Allí ya pudimos contemplar más cerca las tres partes de las que se compone el Glasgow Science Center. El edificio principal es el Science Mall, una especie de pabellón alargado con un lado acristalado y otro titanio donde se exponen diversos módulos científicos; a su lado se encuentra el IMAX Cinema, con una forma ovalada similar a un huevo un poco aplastado; y, más apartado de estos dos, el Glasgow Tower, una torre de 127 metros de altura que puede rotar por completo.
Eran ya las siete y diez y llegaba el momento de decidir si acercarnos o no al estadio del Glasgow Rangers. En los mapas que llevábamos encima no llegaba a aparecer, pero por haber estado planificando el viaje con la ayuda de Google Maps sabía que estaba relativamente cerca de allí; de hecho, a lo lejos se distinguía un trozo de la grada del Ibrox Stadium, así que muy equivocado no estaba. La única que pega que había era que la caminata para regresar al centro sería bastante larga, pero finalmente nos decantamos por ir en busca del estadio. Justo cuando nos íbamos me fijé en que a ambos lados de la entrada del Science Mall había como una especie de vallas metálicas con unas letras bastante grandes en ellas, y al acercarme comprobé que eran dos de las fórmulas de la Física más conocidas: F=m*a y d=v*t.

19:15
Guiados únicamente por mi sentido de la orientación y por el mapa que tenía en mi cabeza, tiramos por Pacific Quay y Pacific Drive, donde apenas nos cruzamos con un par de personas, y es que ya digo que desde que llegamos al río la ciudad estaba prácticamente desértica de gente. Conforme avanzábamos, los edificios que nos íbamos encontrando tenían peor aspecto, pues todo hacía indicar que era un suburbio. Estábamos tan solos y desorientados que hasta nos planteamos dar media vuelta, pero por mis cálculos no debíamos de estar muy lejos del estadio, y eso que de buenas a primeras ya no lográbamos verlo a lo lejos, así que seguimos por Summertown Road y Carmichael Street mirando a cada lado tal y como si estuviéramos en un laberinto buscando la salida. Lo mejor que nos podía pasar era que nos cruzásemos con alguien para preguntarle cómo llegar, pero ni eso. Por suerte, me orienté bastante bien a ciegas y, tras recorrer Woodville Street y Copland Road, encontramos el Ibrox Stadium después de unos veinte minutos de caminata.
Cualquiera diría que estábamos frente a un estadio de fútbol, y es que su apariencia exterior apenas recuerda a la de los que hay en España; más bien parecía una mezcla de una nave industrial y un bloque de edificios. Nos encontrábamos en una de las esquinas, concretamente donde se ubica la tienda oficial de Glasgow Rangers, club propietario del Ibrox Stadium y que actualmente juega en el equivalente a la Segunda División B española debido a problemas económicos, porque hay que recordar que este equipo es el que más ligas escocesas ha ganado (un total de 54, el que más en todo el mundo), y también conquistó una Recopa de Europa en 1972; sin ir más lejos, hace cinco años fue subcampeón de la UEFA. Por otra parte, no podemos olvidar la enorme rivalidad que tienen con el Celtic de Glasgow, el otro grande escocés, al que superan en el cómputo global de enfrentamientos que han tenido entre ellos; eso sí, los blanquiverdes pueden presumir de tener una Copa de Europa en sus vitrinas, además de tres subcampeonatos internacionales.
Tras hacernos unas fotos junto al estadio, recorrimos uno de sus laterales, concretamente la Copland Road Stand, uno de los dos fondos y en el que suele atacar el equipo en la segunda parte de sus partidos. Como dije antes, la fachada se asemejaba más a la de un bloque de viviendas, al ser de ladrillos vistos y contar hasta con ventanas. Al final de esta grada llegamos a otra de las esquinas del estadio, en la que hay una gran reja azul con el nombre del equipo y a través de la cual se lograba ver los asientos azules de parte del otro fondo, la grada Broomloan Stand, así como un trozo del terreno de juego, con un césped bastante verde. Podríamos haber dado la vuelta completa al estadio, pero ya eran cerca de las ocho menos cuarto y teníamos por delante un largo camino para volver al centro y cenar, por lo que pusimos punto y final a la visita del Ibrox Stadium.
Tiramos por Edminston Drive para seguidamente girar a la izquierda por Copland Road; mientras caminábamos por esta calle, llegamos a escuchar algo así como un tren avanzar, lo cual quería decir que por allí acerca debía de estar la parada de metro de Ibrox, pero no la vimos por ningún sitio, y eso que nos hubiera venido de perlas para ahorrarnos tiempo y, de paso, descansar un poco. Seguimos por Woodville Street y Carmichael Street, donde se encontraba un grupo de diez o doce jóvenes con unas pintas un tanto sospechosas que me hizo pensar que, al vernos a los tres solos, podrían intentar atracarnos; por suerte, esta vez sí que fueron imaginaciones mías porque pasamos por delante de ellos como si nada. Por cierto, me sorprendió muchísimo que uno de ellos vistiera la camiseta del Celtic de Glasgow en el barrio del equipo rival. Continuamos por Summertown Road y Pacific Drive hasta regresar al complejo del Glasgow Science Center.
Desde allí cruzamos el río por el Millennium Bridge y enfilar el camino de vuelta por Congress Road, pasando de nuevo por delante del Clyde Auditorium y The Hydro, y luego por Finnieston Quay, que a la altura del Clyde Arc enlaza con el Lancefield Quay. Eran ya las ocho y cuarto de la tarde y nos aproximábamos al lugar en el que antes dejamos la lata de refresco que se compraron Jose y Miguel en Poundland. Conforme nos acercábamos, discutíamos sobre si estaría allí esperándonos o si alguien se la habría llevado. Los tres apostábamos por la primera opción, y, en efecto, la lata seguía en su sitio, y es que en el camino de vuelta tampoco nos cruzamos con nadie, a excepción de cuatro o cinco personas, aunque conforme nos acercábamos al centro sí que nos íbamos encontrando con algunas más.
Mientras nos dirigíamos hacia allí, empezamos a hablar sobre sitios en los que poder cenar, porque ya eran las ocho y media y no lo podíamos dejar para mucho más tarde si queríamos respetar medianamente el horario escocés. Jose dijo de tomarnos un fish & chips en un local que había visto por la tarde por la zona de la estación, pero no recordaba dónde se encontraba exactamente. Con esas únicas pistas, después de recorrer Broomielaw giramos a la izquierda por Oswald Street para luego seguir por Hope Street hasta la esquina donde está la estatua de bronce del bombero que antes mencioné. Empezamos a buscar desde allí, desde la fachada principal de la Central Station, y la verdad es que tuvimos mucha suerte porque resulta que nos topamos con el sitio en cuestión en esa misma calle en uno de los bajos de la estación.
Cuando Jose comentó la posibilidad de cenar allí, yo pensé que se refería a una especie de McDonald's, pero no, puesto que el Blue Lagoon, que así se llama, resultó ser un take-away, lo cual no me satisfizo del todo en un principio. Mis amigos veían bien pedirnos allí la cena, así que, como dos son mayoría en tres, entramos para pedir tres fish & chips, a 4'90 libras cada uno. Nos costó entendernos con los que nos atendieron, que, por lo que deduje de la conversación que mantuvimos, parecían ser italianos, pero finalmente captaron lo que queríamos. De allí cogimos por Union Street ya en dirección al hostal, y en dicha calle entramos en un pequeña tienda de alimentación para comprar algo de beber. No nos complicamos mucho la vida y cogimos una de las botellas de agua del frigorífico. Cuando fui a pagar, la dependienta me dijo que costaba 1'69 libras, un poco caro bajo mi punto de vista, aunque a esas alturas ya no iba a dar marcha atrás; sin embargo, lo que sí que me costó fue encontrar la manera de pagarle, ya que me lié bastante con las monedas. La chica me preguntó si era español, a lo que le respondí que sí, y empezó a hablarme en nuestro idioma para explicarme cuáles son todas y cada una de las monedas de libra que existen, y así poder pagarle por fin.

21:00
Tanto en la propia Union Street como en su continuación, Jamaica Street, pasamos por unas cuantas discotecas en cuyas entradas ya había colas de jóvenes, muchos de ellos góticos, que tenían toda la pinta de estar esperando para entrar. Jose, Miguel y yo nos miramos sorprendidos no por la edad de éstos, sino porque todavía era de día y ¡solamente eran las nueve de la noche! ¿Pero a qué hora se sale en Escocia? Definitivamente, los horarios a los que supuestamente nos teníamos que adaptar eran totalmente incomprensibles, y es que lo que estábamos presenciando era comparable a irse de copas en España a las seis de la tarde. En fin, nosotros, que precisamente no iríamos de marcha esa noche, enfilamos los últimos metros antes de llegar al hostal sobre las nueve y diez.
Ya en la habitación, ni siquiera perdimos tiempo en cambiarnos para tomarnos el fish & chips lo más caliente posible. Venía dentro de un envase de corcho blanco rectangular junto con unos pequeños tenedores de madera con los que supuestamente tendríamos que ser capaces de coger las patatas fritas, tarea que fue más o menos sencilla, y cortar el pescado rebozado. Los tres intentamos esto último, pero, viendo que lo único que conseguíamos era despedazarlo en trozos muy pequeños y que además se rompían, al final nos lo comimos con las manos, que era mucho más rápido y efectivo, aunque más engorroso, eso sí. Estaba más bueno de lo que me imaginaba, y encima apenas me topé con dos o tres espinas; con respecto a las patatas, eran bastantes y también resultaron estar en su punto.
Una vez cenados y tras beber unos cuantos vasos de agua para bajar la comida, nos pusimos manos a la obra, y así hacíamos tiempo para ducharnos una vez hecha la digestión. Para empezar, como la sábana y el edredón nos los encontramos doblados en sus respectivas camas, tuvimos que hacerlas para poder dormir las dos noches que pasaríamos en Glasgow. Luego caímos en la cuenta de que teníamos que cargar nuestros móviles. En Escocia, los enchufes son diferentes a los de España, así que utilizamos un adaptador que Miguel le había pedido a un compañero de trabajo para poder cargar la batería de mi cámara de fotos y sus iPhones. Mi móvil, a pesar de tener ya más de diez años, no hizo falta cargarlo en todo el viaje, para que luego digan. Aprovechamos también para ponernos más cómodos y cambiarnos de ropa.
En esto, cuando Jose se quitó los zapatos, descubrió que le había salido una ampolla en el dedo meñique de uno de sus pies, y tenía un tamaño considerable; de hecho, durante el resto del viaje nos llegamos a referir a dicha ampolla como su sexto dedo. Por cierto, a todo esto en Glasgow todavía estaba anocheciendo cuando todavía eran las diez y media, y según tenía entendido amanecía sobre las cuatro y media de la mañana. Estuvimos hablando de varios temas, entre ellos, y quizás el más relevante para las próximas horas, el de que yo ronco por las noches. Mis amigos temían que llegara la hora de dormir por este motivo, y Miguel hasta se llevó tapones para escucharme lo menos posible. En fin, lo de roncar no es algo voluntario, así que no habría maldad en mis 'cantos' nocturnos.
Sobre las once empezó la ronda de las duchas. Primero fue Miguel el que la estrenó mientras Jose y yo seguíamos con nuestras variadas conversaciones. Cuando salió, nos avisó de que la ducha era un poco estrecha y de que no había ninguna balda para apoyar los botes de champú y gel, por lo que no sería del todo fácil ducharse. Jose fue el siguiente, y mientras tanto estuve hablando con Miguel acerca de la hora a la que pondríamos las alarmas para la mañana siguiente. La idea era estar en el Kelvingrove Art Gallery and Museum a las once de la mañana, pero la duda residía en como ir y volver de allí, puesto que está relativamente lejos y habíamos caminado bastante a lo largo del día. Básicamente teníamos dos opciones (andando o en metro), así que, como lo acabaríamos decidiendo en el mismo momento de ir allí, acordamos poner las alarmas a partir de las ocho y cuarto para tener tiempo suficiente de desayunar y luego emprender el camino al museo.
Jose salió del baño para cederme el testigo. Miguel tenía razón, la ducha era un poco incómoda, aunque al final me las apañé más o menos bien. Una vez seco, me acerqué al lavabo de la entrada de la habitación para lavarme los dientes, mientras que mis amigos, aunque todavía despiertos, ya estaban acostados en sus respectivas camas. Sentado en la mía cogí el móvil para activar cuatro o cinco alarmas a intervalos de tres minutos, no fuera a ser que nos quedásemos dormidos, y tras ello me acosté definitivamente cuando ya eran las doce de la madrugada. El colchón era un poco estrecho y blando, todo lo contrario de lo que estoy acostumbrado, por lo que me costó coger una postura cómoda; además, me acosté con una camiseta que me acabé quitando al poco de acostarme porque tenía calor, mientras que el edredón terminó en los pies de la cama inservible durante toda la noche. Era hora de descansar, porque el primer día del viaje dio para mucho, y el resto no sería menos.

martes, 6 de agosto de 2013

El juego del ángel

Este año, entre una cosa y otra, he empezado más tarde de la cuenta mis lecturas veraniegas, pero por fin os traigo la reseña del primer libro que ha caído en mis manos en estos meses de vacaciones: 'El juego del ángel', del escritor barcelonés Carlos Ruiz Zafón.
David Martín es un joven barcelonés de diecisiete años que trabaja en el periódico La Voz de la Industria. Un lejano día de diciembre de 1917, el subdirector, aconsejado por Pedro Vidal, una de las mejores plumas del periódico y además amigo protector del joven, le propone que escriba historias policíacas y de misterio para ser publicadas en la contraportada de los domingos. Semanas más tarde, David recibe una carta de un tal Andreas Corelli que, fascinado por sus historias, le invita a un prostíbulo que después descubre que hace tiempo que desapareció. Pasan los años y ahora David trabaja para dos editores que le publican un libro cada mes, y con el dinero que gana consigue adquirir una vivienda a la que seguía la pista desde hacía ya bastante tiempo. Andreas Corelli vuelve a la palestra para conocerle y pedirle que escriba un libro para él a cambio de una gran fortuna justo cuando Cristina Sagnier, la chica tras la que iba David e hija del chófer de Pedro, se casa con éste. Por otra parte, David se encuentra con que en su casa vivió otro escritor con sus mismas iniciales, y no sólo eso, sino que también descubre que tienen muchas más cosas en común de las que él cree y que pueden poner en juego su propia vida y la de sus amigos.
Es inevitable que en la reseña de este libro no aparezca una sola referencia a la novela predecesora, 'La sombra del viento', que con otros dos libros, uno de ellos todavía por publicar, conforma una tetralogía conocida como El Cementerio de los Libros Olvidados. Las comparaciones, a veces, son odiosas, pero no queda otra, y sí, 'El juego del ángel' es peor que el primer texto de la saga, tal y como me esperaba después de haber leído críticas de otros lectores. Quizás me ha gustado menos por eso mismo, por tener una idea preconcebida del exterior que seguramente ha condicionado mi lectura; sin embargo, esto no quiere decir que sea una mala novela. El problema de esta segunda entrega es que 'La sombra del viento' es sublime, perfecta, y alcanzar esa perfección de forma consecutiva es sumamente complicado. De no haber existido el primer texto de la serie, todo el mundo diría que 'El juego del ángel' es un libro excepcional, aunque con pequeños defectos que, y de nuevo volvemos a las comparaciones, le hacen perder el partido contra su predecesora. A pesar de que se atisban notables diferencias entre ellas, la historia recuerda muchísimo a la de 'La sombra del viento', sobre todo en los personajes y en la forma de enganchar al lector, pero el final te deja con un mal sabor de boca en cuanto a que hay ciertos cabos sueltos que aparentemente acaban siendo explicados, aunque vagamente para mi gusto. Por lo demás, lo dicho, una novela bastante buena que cuando la lees, al menos en mi caso, hace que te entren ganas de escribir una igual en todos los aspectos hasta que te das cuenta de que solamente unos privilegiados como Carlos Ruiz Zafón pueden conseguirlo: crear un libro que tiene protagonistas físicos y también de papel. Si ya tenía pensado releer 'La sombra del viento' en un futuro, ahora tengo más que claro que, cuando complete la tetralogía, volveré a devorar los cuatro libros del tirón para deleitarme como pocas veces podré hacerlo.