Viernes, 18 de febrero de 2011
15:30
He terminado de almorzar hace unos minutos y me encuentro sentado en el sofá viendo la tele. Mi padre está entrando por la puerta, recién llegado del trabajo, y lo primero que me pregunta al verme es si tengo ya preparada la maleta, a lo que le respondo que no, pero que no se preocupara que en unos minutos estará más que lista. Cualquiera diría que yo estaba a unas horas de coger un avión con destino Londres para visitar a un amigo acompañado de otros dos; de cruzar por primera vez un océano aunque fuese durante sólo unos segundos; de cambiar de huso horario, también por vez primera; de sumergirme en una ciudad, en una cultura y en un estilo de vida que poco o nada tienen que ver con la Málaga en la que vivo. Tampoco lo diría yo de mí mismo, pues no sentía ese nudo en el estómago previo a cuando uno va a embarcarse en un viaje, tal y como sí me ocurrió cuando fui a Barcelona, Valencia, Milán, Roma o Madrid. Estaba muy relajado, como si en vez de subirme en un avión fuera a coger el autobús, o como si en vez de ir a Londres fuese a Jerez de la Frontera.
Sobre las cuatro de la tarde, me levanté del sofá y me dirigí a mi habitación para hacer la maleta. El viaje duraría apenas cinco días mal contados, puesto que llegaría a la capital inglesa por la noche y regresaría el martes por la tarde, así que no tenía que meter mucha ropa: un pantalón y un polo de manga larga, una camiseta de manga corta, calcetines, calzoncillos, un pijama, las babuchas, las cosas del aseo (peine, desodorante, esponja, cepillo de dientes) y el cargador de mi antiguo móvil, que es el que me llevo cuando viajo al extranjero. No me podía olvidar del regalo que le habíamos comprado a Pepe ni tampoco de meter un paraguas, y es que las previsiones meteorológicas pronosticaban lluvia para el sábado y el lunes; de todas formas, me iba a llevar un paraguas igualmente, que Londres tiene fama de estar siempre nublado y nunca sabes cuándo te van a caer unas gotas. La maleta ya estaba bastante llena y apenas quedaba espacio para la mochila de mi cámara. Apretando un poco sí que cabía, pero costaba cerrar la maleta, así que finalmente decidí arriesgarme a llevarla al hombro con la esperanza de que en la puerta de embarque no me prohibiesen entrar con dos bultos. Para este viaje, querría haber estrenado el objetivo que me habían traído los Reyes Magos para mi cámara réflex, pero durante el viaje nos iba a llover, así que no quería ponerlo en peligro de estropearse a las primeras de cambio, que barato precisamente no es.
Total, que a las cuatro y media ya lo tenía todo prácticamente listo. Con tiempo de sobra por delante, hice un repaso general para cerciorarme de que no se me olvidaba nada por meter en la maleta. A continuación, me preparé el bocadillo de salchichón que me iba a llevar para cenar, puesto que a esa hora estaríamos en pleno vuelo y la única alternativa sería pedir la cena en el avión, cosa que descartaba totalmente. A pesar de que estaba seguro de que lo tenía todo controlado, tenía la sensación de que se me iba a olvidar algo, así que volví a mi cuarto para hacer un nuevo repaso que no deparó ninguna novedad. A las cinco y media, recibí un mensaje de Miguel en mi móvil actual para decirme que ya iba de vuelta a su casa tras salir del trabajo y que todavía le quedaban algunas cosillas por hacer, así pues quedaríamos quince minutos más tarde, a las seis y media en vez de a y cuarto. Inmediatamente, llamé a casa de Jose para comentarle que retrasábamos un poco la hora para que a Miguel le diese tiempo a terminar lo que le quedaba pendiente y, de paso, aproveché para recordarle que hiciera un buen repaso para que no se le olvidase nada. Seguidamente, me vestí, cogí mi cartera, mi móvil antiguo y un paquete de kleenex, además de guardar en mi chaquetón los billetes de ida y vuelta, la hoja con las rutas que había planeado para cada jornada y los sobres con las libras de Jose y Miguel, ya que fui yo el encargado de comprarlas a través de mi padre para que nos salieran algo más baratas.
18:05
Hora de partir. Me despedí de mi hermana y, tras coger la maleta y la mochila de la cámara, bajé con mis padres al garaje para dirigirnos hasta la esquina del Barclays de la Avenida de Andalucía, punto en el que había quedado con Jose y Miguel para recogerles y adonde llegué pasadas las seis y veinte. Miguel fue el primero en aparecer, justamente a y media, como me había comentado en el sms que envió una hora antes. En ese preciso instante, nos dimos cuenta de que había varios agentes de policía que se acercaban a la zona en la que nos encontrábamos, lo cual me llevó a pensar que nos iban a multar, puesto que el coche estaba parado en un sitio prohibido, pero al final resultó que la razón era que los semáforos no funcionaban. En vistas de que Jose no venía, le llamé al móvil para preguntarle cuánto le quedaba para llegar, y resulta que le traía su padre en coche, pero con las obras del metro estaban dando más vueltas de las esperadas, así que llegaría un pelín tarde; finalmente, lo hizo a las siete menos cuarto. Metimos su maleta en el maletero del coche de mi padre y nos encaminamos hacia el aeropuerto.
Al incorporarnos a la autovía, el atasco que había era monumental. Íbamos bien de tiempo, ya que nosotros no teníamos que facturar, pero la intranquilidad de ver hileras de coches parados me hacía pensar que llegaríamos tarde, y es que en estas situaciones reconozco que soy un poco pesimista; precisamente cuando estábamos a la espera de que el tráfico se reanudase, me llamó mi tía Inma para desearme un buen vuelo y que disfrutara del viaje. Por suerte, el atasco empezó a diluirse y, a los pocos minutos, ya estábamos en el aeropuerto. Acompañados por mis padres, accedimos a la terminal Pablo Ruiz Picasso, en uno de cuyos paneles de información vimos que nuestro vuelo no tenía asignada todavía puerta de embarque, como era de esperar, y que de momento saldría a su hora. Nos dirigimos al control de seguridad, ya en la terminal nueva del aeropuerto, la Terminal 3. ¡Vaya lujo! La terminal antigua y la nueva estaban contiguas, lo cual permitía compararlas y percibir la gran diferencia que existía entre ellas. Antes de ponernos en la cola, Jose y Miguel tuvieron que tomarse casi del tirón los zumos que se habían traído para la cena, ya que si no se los iban a retirar y no era plan de regalarlos. Cuando se lo bebieron, me despedí de mis padres y pasamos definitivamente al control, donde nos dieron a cada uno una bandeja para depositar la cartera, el móvil, el reloj, el cinturón y demás pertenencias. No tuvimos ningún problema a la hora de pasar por el arco de seguridad, excepto Miguel, al que le pitaba cada vez que lo cruzaba, por lo que le tuvieron que cachear, lógicamente sin ninguna consecuencia.
A continuación, entramos en la tienda del Duty Free de la zona comercial del aeropuerto para comprarle algo al casero de Pepe, Mark, que iba a dejar que uno de nosotros, concretamente yo, se alojase durante el viaje en su casa. La noche anterior, le pregunté a Pepe qué opciones se le ocurrían para el regalo, y me dijo que comprando ibéricos no nos íbamos a equivocar, así que nos fuimos directamente a dicha sección de la tienda. Teníamos mucho donde elegir (jamón, lomo, chorizo, salchichón, queso...) y a varios precios. Estuvimos unos diez o quince minutos deliberando sobre qué comprar: un paquete de jamón y una tripa de chorizo, sólo jamón, una tripa de salchichón y otra de chorizo, etc. Al final, nos decantamos por una oferta de 3x2 de bandejas de jamón ibérico que costaba unos 27 o 28 euros, creo recordar. Con el regalo de Mark ya solucionado, los siguientes minutos los dedicamos a pasear por las tiendas de la Terminal 3, como las de Adidas, una de relojes, la de National Geographic, etc. A las ocho menos diez, salió en los paneles de información la puerta de embarque de nuestro vuelo, que sería la C33, así que les dije a Jose y Miguel de ir ya a hacer cola para estar de los primeros y coger los asientos más espaciosos del avión, pero no les logré convencer y seguimos tonteando por las tiendas.
Por fin, diez o quince minutos más tarde, tras pasar por un control en el que nos teníamos que identificar con el DNI, accedimos a la zona de embarque; como era de esperar, la cola de nuestro vuelo ya era bastante larga. Aprovechamos que todavía quedaban unos minutos para ir al baño, que en el avión sería más rollo y puede que incluso hubiera que pagar, que Ryanair es impredecible en cosas como ésas. La cola fue avanzando poco a poco mientras yo estaba preocupado por si me iban a prohibir entrar con los dos bultos que llevaba, la maleta y la mochila de la cámara. Ya estábamos cerca de la puerta y vimos que uno de los pasajeros estaba un poco más apartado intentando guardar todo su equipaje en un solo bulto, lo cual hizo que empezase a temerme lo peor; por suerte, cuando me tocó a mí darle a la azafata el billete y el DNI, no me dijo nada, aunque sí me di cuenta de que me miró de una forma extraña, pero yo seguí caminando hacia el túnel de embarque para evitar que cambiase de opinión.
20:45
Entramos en el avión. Más de la mitad de los asientos ya estaban ocupados, y, como me imaginaba, varios de los asientos que están junto a las puertas de emergencia también lo estaban, por lo que los tres no nos podríamos sentar en esas plazas tan cómodas. Total, que seguimos andando hacia la cola del avión hasta que encontramos tres asientos juntos libres. Dejé mi maleta en el compartimento superior y me senté junto a la ventana. Bueno, más bien habría que decir que me encajoné, porque casi ni me podía mover: las rodillas me chocaban con el asiento de delante, y si las cruzaba lo hacía o con el lateral del avión o con Jose, que se puso a mi lado, mientras que Miguel estuvo junto al pasillo. De pensar que todavía me quedaban unas tres horas por delante...
La hora a la que estaba prevista que saliera el vuelo era a las 20:45, pero no fue hasta diez minutos más tarde cuando empezó a ponerse en movimiento. Mientras el avión se dirigía a la pista de despegue, las azafatas cumplieron con su rutina de explicar las medidas de seguridad en caso de emergencia, tanto en inglés como en castellano, aunque el idioma de Cervantes no se entendió tan bien como el de Shakespeare. A las nueve en punto de la noche, el avión dio el acelerón necesario para levantarse del asfalto y surcar el cielo de Málaga. Ya era noche cerrada, por lo que toda la ciudad y la bahía estaban totalmente iluminadas, distinguiéndose perfectamente la torre de la Catedral, la Alcazaba, Gibralfaro, el puerto, etc. Hubiera querido tomar alguna foto, pero entre que casi no me podía mover y encima tenía abrochado el cinturón de seguridad, no me pude agachar para coger la mochila y sacar la cámara, así que me quedé con las ganas.
Minutos después del despegue, se encendió la lucecita que avisaba de que ya nos podíamos desabrochar el cinturón y que el que quisiera podía utilizar dispositivos electrónicos. Las azafatas empezaron a desfilar ofreciendo en primer lugar la revista de la compañía aérea y luego la carta con las opciones que había para comer. Yo no pedí ni una cosa ni la otra, que bastante preocupación tenía ya con mover mínimamente las piernas cada dos por tres para que no se me durmieran. Jose y Miguel decidieron escuchar música y jugar a algunas de las aplicaciones de sus móviles para matar el tiempo, mientras que yo me dediqué a mirar por la ventana. Debido a la oscuridad de la noche, apenas se divisaba nada; de vez en cuando algún núcleo de población y, a veces, hasta parecía que se veía la costa levantina.
A las diez de la noche, me acordé de cambiar la hora de mi reloj para adaptarla a la inglesa, así que en un plis plas retrocedí en el tiempo sesenta minutos para volver a las nueve de la noche, o las 9:00 PM, como dicen los anglosajones. A continuación, le pedí a Miguel que sacase mi maleta para coger mi bocadillo, que ya tenía un poco de hambre y no quería esperar hasta llegar a Londres. Si ya estaba yo apretadito, imaginaos cómo lo estaba con la maleta encima, que casi ni la podía abrir debido a la poca distancia que hay entre cada fila de asientos; menos mal que dejé el bocata cerca de la abertura de la maleta para no tener que abrirla entera. Después, me tomé algunas chucherías, concretamente ladrillos azucarados, que había traído Jose para picotear los tres en el vuelo.
Sobre las nueve y veinte hora inglesa, Jose y Miguel se echaron una siesta, así que yo volví a mirar por la ventana para intentar identificar algo. Saqué la cámara para tomar algunas fotos, pero o salían muy oscuras o con el reflejo de la luz del interior del avión. Tras casi dos horas encajonado en el asiento, estaba ya cansado por no poder moverme, y encima ya empezaba a sudar del calor que tenía. ¡Qué ganas tenía de que terminase el vuelo!
22:00
Por el tiempo que llevábamos surcando el cielo, calculé que deberíamos estar ya sobrevolando París, pero no conseguía ver la capital francesa por ningún sitio. De hecho, hacía unos minutos que las nubes empezaron a ir cubriendo el paisaje hasta tal punto que llegó un momento que bajo el avión se desplegó una alfombra de nubes tan blanca y tupida que no se veía dónde terminaba. Nunca había presenciado algo así desde las alturas, y, si me permitís la exageración, hasta daba un poco de miedo. Obviamente, la ciudad de Londres no se podía ver, pero lo único que yo pensaba en ese momento era "Con lo nublado que está, a saber el diluvio que tiene que estar cayendo". Jose y Miguel se despertaron, y, al poco tiempo, el piloto anunció que en unos minutos tomaríamos tierra. Las azafatas aprovecharon los últimos momentos del vuelo para intentar vender boletos de 'rasca y gana', relojes, joyería e incluso paquetes de cigarrillos que no expulsan humo.
Tras el aviso de que nos debíamos abrochar el cinturón de seguridad, el avión comenzó a descender atravesando la densa capa nubosa que cubría el cielo británico; ya se distinguían las luces de las ciudades y las de los coches que circulaban por las carreteras. A lo lejos, se divisaba el aeropuerto de Stansted, donde finalmente aterrizamos a las diez y media, cinco minutos más tarde de lo previsto, aunque en realidad el vuelo había durado diez minutos menos porque salimos de Málaga con quince minutos de retraso. Cuando el avión de detuvo por completo, sonó por la megafonía la melodía de Ryanair en la que se escucha una trompeta, a lo que los pasajeros respondieron con un aplauso por un vuelo sin incidentes. ¡Por fin me pude levantar! Bueno, al principio no del todo porque no me podía poner totalmente de pie bajo el compartimento del equipaje, pero vaya alivio que sentí cuando ya estaba en el pasillo y pude estirar un poco las piernas. Me puse el chaquetón y, tras coger la maleta y la mochila de la cámara, bajamos del avión por la cola; hacía un poco de frío, aunque me esperaba algo más. Aprovechamos que todavía quedaban varios pasajeros por bajar para hacernos una foto con el avión. Primero se la hice yo a Jose y Miguel, pero, cuando Miguel nos la iba a hacer a mí y a Jose, se le acercó un responsable de la pista para decirle que estaba prohibido tomar fotos al avión desde allí.
En fin, que nos fuimos andando hasta la terminal del aeropuerto, el cual era más grande de lo que nos esperábamos; es más, yo diría que es incluso tan grande o más que el de Málaga, y eso que es uno de los aeropuertos secundarios de Londres; el interior era muy similar al de la Terminal 3 nueva de Málaga, muy moderno e iluminado. Nada más entrar en la terminal, tuvimos que hacer cola para pasar por el control de identificación, donde tuvimos que esperar casi diez minutos, por lo que con total seguridad nos íbamos a poder coger el autobús de las once para ir a Londres. Una vez superado el trámite burocrático de los ingleses, que más especiales y diferentes que ellos hay pocos en este mundo, fuimos en busca del stand de Terravision, el cual encontramos rápidamente. Como de los tres soy el que mejor se defiende en inglés, fui el primero que se acercó para comprar el billete de ida y vuelta del autobús que conecta el aeropuerto de Stansted con Victoria Station, que nos costó 14 libras a cada uno. La chica que nos atendió nos dio un tríptico con el horario de los autobuses y nos indicó que, para venir el martes al aeropuerto, tendríamos que coger el que sale a la una desde la estación Victoria. Jose y Miguel entraron en una tienda del aeropuerto para comprar una botella de agua. Sólo tenían billetes para pagar, así que en el cambio les dieron monedas de todo tipo, y nos sorprendió que cuanto menos valor tenía una moneda más grande era, o al menos casi todas; por ejemplo, la moneda de dos peniques tenía el doble de tamaño que una de veinte. Lo dicho, que los ingleses son más raros...
Ahora nos tocaba buscar la parada del autobús, que sabíamos que era la número 13. Salimos al exterior y veíamos que al fondo estaba la carretera y entre medias, en un nivel inferior, las paradas de los autobuses que llegan y salen del aeropuerto de Stansted, pero el problema era que no encontrábamos la manera de bajar. Entramos de nuevo en la terminal leyendo todas las indicaciones y, tras un par de minutos, hallamos un ascensor que nos permitía bajar al nivel inferior. En ese instante, me llamó Pepe al móvil para preguntarnos cuál era nuestra situación, a lo que le respondí que ya estábamos a punto de coger el autobús y que cuando lo hiciéramos ya le avisaría. No fue difícil encontrar la parada número 13, puesto que ya se había formado una cola junto a ella. Aproveché para llamar a mis padres y contarles que el vuelo había ido bien y que justo en ese momento acababa de llegar el autobús que nos llevaría a Londres. El chófer nos preguntó si íbamos a Liverpool Street o a Victoria Station para dejar nuestro equipaje en un lado u otro del maletero del autobús, al cual subimos seguidamente. La mayoría de los asientos estaban ocupados, así que tuvimos que sentarnos por separado, aunque nos pusimos lo más cerca posible. Aquí tampoco estaba cómodo porque no cabía debido a la estrechez entre las filas de asientos, por lo que me tuve que ladear y dejar las piernas colgando en el pasillo.
23:30
Cuando nos pusimos en marcha, le mandé un mensaje a Pepe para decirle que ya estábamos en carretera, pero que el autobús que habíamos cogido era el que pasaba primero por Liverpool Street, así que llegaría un poco más tarde a Victoria Station, donde nos tendría que recoger. En seguida me di cuenta de que circulábamos por la izquierda, y es que eso de ver cómo los coches avanzan en sentido contrario por tu derecha choca bastante. Consulté el tríptico que nos dieron en el stand de Terravision con los horas de salida y llegada del autobús, y miré que el nuestro tenía una duración prevista de 75 minutos, es decir, hasta las 0:45 de la madrugada, pero la cosa se complicó inesperadamente. Cuando ya eran las doce y cuarto, nos metimos en un atasco impresionante del que parecía imposible salir; por los edificios que había alrededor se deducía que nos encontrábamos en la periferia de Londres, la zona de los polígonos industriales diría yo. No entendía cuál era el motivo de que concretamente en esta parte de la ciudad hubiera tanto tráfico, no le encontraba sentido. Y las ganas que tenía de llegar ya para dormir iban en aumento...
El autobús hizo su primera parada en mitad de este caos automovilístico y no consiguió escapar de él hasta media hora más tarde, tiempo en el que apenas avanzaría un kilómetro. Poco a poco, nos fuimos adentrando en la ciudad. No había duda alguna: los típicos edificios ingleses de dos plantas, las numerosas casas de apuestas, los comercios asiáticos abiertos a esas horas de la noche... Unos minutos antes de la una, el autobús efectuó la parada correspondiente de Liverpool Street, donde el paisaje cambió completamente para convertirse en un bosque de rascacielos y edificios mucho más lujosos. En esta parada, se bajaron buena parte de los pasajeros, en concreto la chica con la que iba sentado, así que me apoyé en la ventana estirado sobre los dos asientos para estar más cómodo en lo que quedaba de trayecto, y así de paso podía ver mejor los sitios por los que íbamos pasando, como por ejemplo el 30 St Mary Axe, el famoso rascacielos londinense con forma de pepinillo.
El autobús llegó hasta una de las riberas del Támesis y comenzó a recorrerlo en paralelo, momento en el que noté que me vibraba el móvil. Era Pepe, que me llamaba extrañado por nuestra tardanza, a lo que le expliqué que habíamos estado un buen rato metidos en un atasco, pero que acabábamos de hacer la parada de Liverpool Street y que calculaba que nos encontrábamos cerca de St Paul's Cathedral. El Támesis se veía inmenso desde el autobús, con una anchura que no habría imaginado nunca, y, a lo lejos, ya se divisaba el London Eye iluminado de color azul. Cinco minutos después, pasamos a los pies del Big Ben y luego por Westminster Abbey para enlazar con Victoria Street. Al momento, dejamos a nuestra izquierda Westminster Cathedral y, por fin, llegamos a Victoria Station a la una y veinte de la madrugada, aunque el autobús se detendría finalmente en la parada de Bulleid Way tras bordear uno de los laterales de la estación.
En cuanto bajamos del autobús, nos topamos con Pepe, que llevaba allí un rato esperando. Cogimos nuestras maletas y salimos al exterior para tirar por St George's Dr y luego girar a la izquierda por Warwick Way, donde encontramos el Vegas Hotel, el lugar en el que se alojarían Jose y Miguel durante nuestra estancia en Londres, aunque más que un hotel era un hostal, como ya sabíamos. Pepe, que habla un inglés prácticamente perfecto, fue el que hizo de interlocutor entre Miguel, pues la reserva estaba a su nombre, y el dueño, un asiático (no sabemos si indio, bangladeshi...) cuyo inglés era difícil de entender, y es que encima hablaba bajito y casi sin abrir la boca. Tras resolver los trámites de cualquier alojamiento (llaves de la habitación, pago de la estancia, hora del desayuno...), le dijimos a Jose y Miguel que nos volveríamos a ver a las 9:30 en Westminster Cathedral, así que Pepe les indicó cómo llegar desde allí.
Tras dejar a Jose y Miguel en el hostal, Pepe y yo nos fuimos andando hasta su casa; en unos quince minutos, llegamos a la esquina de Great Peter Street con Horseferry Road. La idea que tenía de cómo sería el piso en el que estaba viviendo Pepe se desvaneció en dos momentos. El primero, cuando comprobé que no era un edificio de varias plantas, sino varios que formaban un complejo rectangular y a cuyo interior se accedía por una verja metálica. El segundo y más chocante fue cuando entré en el piso. Para empezar, era un bajo, pero lo que más me llamó la atención fue que era enano, muchísimo más pequeño de lo que creía. Las habitaciones de Mark y de Pepe, la cocina, el cuarto de baño y la entrada que hacía al mismo tiempo de pasillo para acceder a cada habitación. La de Pepe era algo pequeña, pero bien aprovechada: una cama de matrimonio, una mesita de noche, un escritorio y un armario.
Abrí la maleta para sacar el pijama y las babuchas, y aproveché también el momento para darle a Pepe el regalo que le habíamos comprado: 'La hora de los sensatos' y 'La crisis Ninja y otros misterios de la economía actual', dos libros de Leopoldo Abadía. Sabía que no me equivocaría con la elección porque en su blog habló de él bastante bien, y además es un tema que le va como anillo al dedo. Se alegró bastante, puesto que no se lo esperaba, pero me pidió que me lo llevase de vuelta a Málaga porque cuando él volviera no iba a tener mucho espacio en su equipaje. No alargamos mucho más la situación, que ya eran casi las dos y media de la noche y nos tendríamos que levantar en pocas horas para desayunar y llegar puntuales a Westminster Cathedral, donde nos reuniríamos con Jose y Miguel. Tras activar las alarmas de nuestros móviles para que nos despertasen a las ocho y media de la mañana, nos metimos en la cama a dormir.
Sobre las cuatro de la tarde, me levanté del sofá y me dirigí a mi habitación para hacer la maleta. El viaje duraría apenas cinco días mal contados, puesto que llegaría a la capital inglesa por la noche y regresaría el martes por la tarde, así que no tenía que meter mucha ropa: un pantalón y un polo de manga larga, una camiseta de manga corta, calcetines, calzoncillos, un pijama, las babuchas, las cosas del aseo (peine, desodorante, esponja, cepillo de dientes) y el cargador de mi antiguo móvil, que es el que me llevo cuando viajo al extranjero. No me podía olvidar del regalo que le habíamos comprado a Pepe ni tampoco de meter un paraguas, y es que las previsiones meteorológicas pronosticaban lluvia para el sábado y el lunes; de todas formas, me iba a llevar un paraguas igualmente, que Londres tiene fama de estar siempre nublado y nunca sabes cuándo te van a caer unas gotas. La maleta ya estaba bastante llena y apenas quedaba espacio para la mochila de mi cámara. Apretando un poco sí que cabía, pero costaba cerrar la maleta, así que finalmente decidí arriesgarme a llevarla al hombro con la esperanza de que en la puerta de embarque no me prohibiesen entrar con dos bultos. Para este viaje, querría haber estrenado el objetivo que me habían traído los Reyes Magos para mi cámara réflex, pero durante el viaje nos iba a llover, así que no quería ponerlo en peligro de estropearse a las primeras de cambio, que barato precisamente no es.
Total, que a las cuatro y media ya lo tenía todo prácticamente listo. Con tiempo de sobra por delante, hice un repaso general para cerciorarme de que no se me olvidaba nada por meter en la maleta. A continuación, me preparé el bocadillo de salchichón que me iba a llevar para cenar, puesto que a esa hora estaríamos en pleno vuelo y la única alternativa sería pedir la cena en el avión, cosa que descartaba totalmente. A pesar de que estaba seguro de que lo tenía todo controlado, tenía la sensación de que se me iba a olvidar algo, así que volví a mi cuarto para hacer un nuevo repaso que no deparó ninguna novedad. A las cinco y media, recibí un mensaje de Miguel en mi móvil actual para decirme que ya iba de vuelta a su casa tras salir del trabajo y que todavía le quedaban algunas cosillas por hacer, así pues quedaríamos quince minutos más tarde, a las seis y media en vez de a y cuarto. Inmediatamente, llamé a casa de Jose para comentarle que retrasábamos un poco la hora para que a Miguel le diese tiempo a terminar lo que le quedaba pendiente y, de paso, aproveché para recordarle que hiciera un buen repaso para que no se le olvidase nada. Seguidamente, me vestí, cogí mi cartera, mi móvil antiguo y un paquete de kleenex, además de guardar en mi chaquetón los billetes de ida y vuelta, la hoja con las rutas que había planeado para cada jornada y los sobres con las libras de Jose y Miguel, ya que fui yo el encargado de comprarlas a través de mi padre para que nos salieran algo más baratas.
18:05
Hora de partir. Me despedí de mi hermana y, tras coger la maleta y la mochila de la cámara, bajé con mis padres al garaje para dirigirnos hasta la esquina del Barclays de la Avenida de Andalucía, punto en el que había quedado con Jose y Miguel para recogerles y adonde llegué pasadas las seis y veinte. Miguel fue el primero en aparecer, justamente a y media, como me había comentado en el sms que envió una hora antes. En ese preciso instante, nos dimos cuenta de que había varios agentes de policía que se acercaban a la zona en la que nos encontrábamos, lo cual me llevó a pensar que nos iban a multar, puesto que el coche estaba parado en un sitio prohibido, pero al final resultó que la razón era que los semáforos no funcionaban. En vistas de que Jose no venía, le llamé al móvil para preguntarle cuánto le quedaba para llegar, y resulta que le traía su padre en coche, pero con las obras del metro estaban dando más vueltas de las esperadas, así que llegaría un pelín tarde; finalmente, lo hizo a las siete menos cuarto. Metimos su maleta en el maletero del coche de mi padre y nos encaminamos hacia el aeropuerto.
Al incorporarnos a la autovía, el atasco que había era monumental. Íbamos bien de tiempo, ya que nosotros no teníamos que facturar, pero la intranquilidad de ver hileras de coches parados me hacía pensar que llegaríamos tarde, y es que en estas situaciones reconozco que soy un poco pesimista; precisamente cuando estábamos a la espera de que el tráfico se reanudase, me llamó mi tía Inma para desearme un buen vuelo y que disfrutara del viaje. Por suerte, el atasco empezó a diluirse y, a los pocos minutos, ya estábamos en el aeropuerto. Acompañados por mis padres, accedimos a la terminal Pablo Ruiz Picasso, en uno de cuyos paneles de información vimos que nuestro vuelo no tenía asignada todavía puerta de embarque, como era de esperar, y que de momento saldría a su hora. Nos dirigimos al control de seguridad, ya en la terminal nueva del aeropuerto, la Terminal 3. ¡Vaya lujo! La terminal antigua y la nueva estaban contiguas, lo cual permitía compararlas y percibir la gran diferencia que existía entre ellas. Antes de ponernos en la cola, Jose y Miguel tuvieron que tomarse casi del tirón los zumos que se habían traído para la cena, ya que si no se los iban a retirar y no era plan de regalarlos. Cuando se lo bebieron, me despedí de mis padres y pasamos definitivamente al control, donde nos dieron a cada uno una bandeja para depositar la cartera, el móvil, el reloj, el cinturón y demás pertenencias. No tuvimos ningún problema a la hora de pasar por el arco de seguridad, excepto Miguel, al que le pitaba cada vez que lo cruzaba, por lo que le tuvieron que cachear, lógicamente sin ninguna consecuencia.
A continuación, entramos en la tienda del Duty Free de la zona comercial del aeropuerto para comprarle algo al casero de Pepe, Mark, que iba a dejar que uno de nosotros, concretamente yo, se alojase durante el viaje en su casa. La noche anterior, le pregunté a Pepe qué opciones se le ocurrían para el regalo, y me dijo que comprando ibéricos no nos íbamos a equivocar, así que nos fuimos directamente a dicha sección de la tienda. Teníamos mucho donde elegir (jamón, lomo, chorizo, salchichón, queso...) y a varios precios. Estuvimos unos diez o quince minutos deliberando sobre qué comprar: un paquete de jamón y una tripa de chorizo, sólo jamón, una tripa de salchichón y otra de chorizo, etc. Al final, nos decantamos por una oferta de 3x2 de bandejas de jamón ibérico que costaba unos 27 o 28 euros, creo recordar. Con el regalo de Mark ya solucionado, los siguientes minutos los dedicamos a pasear por las tiendas de la Terminal 3, como las de Adidas, una de relojes, la de National Geographic, etc. A las ocho menos diez, salió en los paneles de información la puerta de embarque de nuestro vuelo, que sería la C33, así que les dije a Jose y Miguel de ir ya a hacer cola para estar de los primeros y coger los asientos más espaciosos del avión, pero no les logré convencer y seguimos tonteando por las tiendas.
Por fin, diez o quince minutos más tarde, tras pasar por un control en el que nos teníamos que identificar con el DNI, accedimos a la zona de embarque; como era de esperar, la cola de nuestro vuelo ya era bastante larga. Aprovechamos que todavía quedaban unos minutos para ir al baño, que en el avión sería más rollo y puede que incluso hubiera que pagar, que Ryanair es impredecible en cosas como ésas. La cola fue avanzando poco a poco mientras yo estaba preocupado por si me iban a prohibir entrar con los dos bultos que llevaba, la maleta y la mochila de la cámara. Ya estábamos cerca de la puerta y vimos que uno de los pasajeros estaba un poco más apartado intentando guardar todo su equipaje en un solo bulto, lo cual hizo que empezase a temerme lo peor; por suerte, cuando me tocó a mí darle a la azafata el billete y el DNI, no me dijo nada, aunque sí me di cuenta de que me miró de una forma extraña, pero yo seguí caminando hacia el túnel de embarque para evitar que cambiase de opinión.
20:45
Entramos en el avión. Más de la mitad de los asientos ya estaban ocupados, y, como me imaginaba, varios de los asientos que están junto a las puertas de emergencia también lo estaban, por lo que los tres no nos podríamos sentar en esas plazas tan cómodas. Total, que seguimos andando hacia la cola del avión hasta que encontramos tres asientos juntos libres. Dejé mi maleta en el compartimento superior y me senté junto a la ventana. Bueno, más bien habría que decir que me encajoné, porque casi ni me podía mover: las rodillas me chocaban con el asiento de delante, y si las cruzaba lo hacía o con el lateral del avión o con Jose, que se puso a mi lado, mientras que Miguel estuvo junto al pasillo. De pensar que todavía me quedaban unas tres horas por delante...
La hora a la que estaba prevista que saliera el vuelo era a las 20:45, pero no fue hasta diez minutos más tarde cuando empezó a ponerse en movimiento. Mientras el avión se dirigía a la pista de despegue, las azafatas cumplieron con su rutina de explicar las medidas de seguridad en caso de emergencia, tanto en inglés como en castellano, aunque el idioma de Cervantes no se entendió tan bien como el de Shakespeare. A las nueve en punto de la noche, el avión dio el acelerón necesario para levantarse del asfalto y surcar el cielo de Málaga. Ya era noche cerrada, por lo que toda la ciudad y la bahía estaban totalmente iluminadas, distinguiéndose perfectamente la torre de la Catedral, la Alcazaba, Gibralfaro, el puerto, etc. Hubiera querido tomar alguna foto, pero entre que casi no me podía mover y encima tenía abrochado el cinturón de seguridad, no me pude agachar para coger la mochila y sacar la cámara, así que me quedé con las ganas.
Minutos después del despegue, se encendió la lucecita que avisaba de que ya nos podíamos desabrochar el cinturón y que el que quisiera podía utilizar dispositivos electrónicos. Las azafatas empezaron a desfilar ofreciendo en primer lugar la revista de la compañía aérea y luego la carta con las opciones que había para comer. Yo no pedí ni una cosa ni la otra, que bastante preocupación tenía ya con mover mínimamente las piernas cada dos por tres para que no se me durmieran. Jose y Miguel decidieron escuchar música y jugar a algunas de las aplicaciones de sus móviles para matar el tiempo, mientras que yo me dediqué a mirar por la ventana. Debido a la oscuridad de la noche, apenas se divisaba nada; de vez en cuando algún núcleo de población y, a veces, hasta parecía que se veía la costa levantina.
A las diez de la noche, me acordé de cambiar la hora de mi reloj para adaptarla a la inglesa, así que en un plis plas retrocedí en el tiempo sesenta minutos para volver a las nueve de la noche, o las 9:00 PM, como dicen los anglosajones. A continuación, le pedí a Miguel que sacase mi maleta para coger mi bocadillo, que ya tenía un poco de hambre y no quería esperar hasta llegar a Londres. Si ya estaba yo apretadito, imaginaos cómo lo estaba con la maleta encima, que casi ni la podía abrir debido a la poca distancia que hay entre cada fila de asientos; menos mal que dejé el bocata cerca de la abertura de la maleta para no tener que abrirla entera. Después, me tomé algunas chucherías, concretamente ladrillos azucarados, que había traído Jose para picotear los tres en el vuelo.
Sobre las nueve y veinte hora inglesa, Jose y Miguel se echaron una siesta, así que yo volví a mirar por la ventana para intentar identificar algo. Saqué la cámara para tomar algunas fotos, pero o salían muy oscuras o con el reflejo de la luz del interior del avión. Tras casi dos horas encajonado en el asiento, estaba ya cansado por no poder moverme, y encima ya empezaba a sudar del calor que tenía. ¡Qué ganas tenía de que terminase el vuelo!
22:00
Por el tiempo que llevábamos surcando el cielo, calculé que deberíamos estar ya sobrevolando París, pero no conseguía ver la capital francesa por ningún sitio. De hecho, hacía unos minutos que las nubes empezaron a ir cubriendo el paisaje hasta tal punto que llegó un momento que bajo el avión se desplegó una alfombra de nubes tan blanca y tupida que no se veía dónde terminaba. Nunca había presenciado algo así desde las alturas, y, si me permitís la exageración, hasta daba un poco de miedo. Obviamente, la ciudad de Londres no se podía ver, pero lo único que yo pensaba en ese momento era "Con lo nublado que está, a saber el diluvio que tiene que estar cayendo". Jose y Miguel se despertaron, y, al poco tiempo, el piloto anunció que en unos minutos tomaríamos tierra. Las azafatas aprovecharon los últimos momentos del vuelo para intentar vender boletos de 'rasca y gana', relojes, joyería e incluso paquetes de cigarrillos que no expulsan humo.
Tras el aviso de que nos debíamos abrochar el cinturón de seguridad, el avión comenzó a descender atravesando la densa capa nubosa que cubría el cielo británico; ya se distinguían las luces de las ciudades y las de los coches que circulaban por las carreteras. A lo lejos, se divisaba el aeropuerto de Stansted, donde finalmente aterrizamos a las diez y media, cinco minutos más tarde de lo previsto, aunque en realidad el vuelo había durado diez minutos menos porque salimos de Málaga con quince minutos de retraso. Cuando el avión de detuvo por completo, sonó por la megafonía la melodía de Ryanair en la que se escucha una trompeta, a lo que los pasajeros respondieron con un aplauso por un vuelo sin incidentes. ¡Por fin me pude levantar! Bueno, al principio no del todo porque no me podía poner totalmente de pie bajo el compartimento del equipaje, pero vaya alivio que sentí cuando ya estaba en el pasillo y pude estirar un poco las piernas. Me puse el chaquetón y, tras coger la maleta y la mochila de la cámara, bajamos del avión por la cola; hacía un poco de frío, aunque me esperaba algo más. Aprovechamos que todavía quedaban varios pasajeros por bajar para hacernos una foto con el avión. Primero se la hice yo a Jose y Miguel, pero, cuando Miguel nos la iba a hacer a mí y a Jose, se le acercó un responsable de la pista para decirle que estaba prohibido tomar fotos al avión desde allí.
En fin, que nos fuimos andando hasta la terminal del aeropuerto, el cual era más grande de lo que nos esperábamos; es más, yo diría que es incluso tan grande o más que el de Málaga, y eso que es uno de los aeropuertos secundarios de Londres; el interior era muy similar al de la Terminal 3 nueva de Málaga, muy moderno e iluminado. Nada más entrar en la terminal, tuvimos que hacer cola para pasar por el control de identificación, donde tuvimos que esperar casi diez minutos, por lo que con total seguridad nos íbamos a poder coger el autobús de las once para ir a Londres. Una vez superado el trámite burocrático de los ingleses, que más especiales y diferentes que ellos hay pocos en este mundo, fuimos en busca del stand de Terravision, el cual encontramos rápidamente. Como de los tres soy el que mejor se defiende en inglés, fui el primero que se acercó para comprar el billete de ida y vuelta del autobús que conecta el aeropuerto de Stansted con Victoria Station, que nos costó 14 libras a cada uno. La chica que nos atendió nos dio un tríptico con el horario de los autobuses y nos indicó que, para venir el martes al aeropuerto, tendríamos que coger el que sale a la una desde la estación Victoria. Jose y Miguel entraron en una tienda del aeropuerto para comprar una botella de agua. Sólo tenían billetes para pagar, así que en el cambio les dieron monedas de todo tipo, y nos sorprendió que cuanto menos valor tenía una moneda más grande era, o al menos casi todas; por ejemplo, la moneda de dos peniques tenía el doble de tamaño que una de veinte. Lo dicho, que los ingleses son más raros...
Ahora nos tocaba buscar la parada del autobús, que sabíamos que era la número 13. Salimos al exterior y veíamos que al fondo estaba la carretera y entre medias, en un nivel inferior, las paradas de los autobuses que llegan y salen del aeropuerto de Stansted, pero el problema era que no encontrábamos la manera de bajar. Entramos de nuevo en la terminal leyendo todas las indicaciones y, tras un par de minutos, hallamos un ascensor que nos permitía bajar al nivel inferior. En ese instante, me llamó Pepe al móvil para preguntarnos cuál era nuestra situación, a lo que le respondí que ya estábamos a punto de coger el autobús y que cuando lo hiciéramos ya le avisaría. No fue difícil encontrar la parada número 13, puesto que ya se había formado una cola junto a ella. Aproveché para llamar a mis padres y contarles que el vuelo había ido bien y que justo en ese momento acababa de llegar el autobús que nos llevaría a Londres. El chófer nos preguntó si íbamos a Liverpool Street o a Victoria Station para dejar nuestro equipaje en un lado u otro del maletero del autobús, al cual subimos seguidamente. La mayoría de los asientos estaban ocupados, así que tuvimos que sentarnos por separado, aunque nos pusimos lo más cerca posible. Aquí tampoco estaba cómodo porque no cabía debido a la estrechez entre las filas de asientos, por lo que me tuve que ladear y dejar las piernas colgando en el pasillo.
23:30
Cuando nos pusimos en marcha, le mandé un mensaje a Pepe para decirle que ya estábamos en carretera, pero que el autobús que habíamos cogido era el que pasaba primero por Liverpool Street, así que llegaría un poco más tarde a Victoria Station, donde nos tendría que recoger. En seguida me di cuenta de que circulábamos por la izquierda, y es que eso de ver cómo los coches avanzan en sentido contrario por tu derecha choca bastante. Consulté el tríptico que nos dieron en el stand de Terravision con los horas de salida y llegada del autobús, y miré que el nuestro tenía una duración prevista de 75 minutos, es decir, hasta las 0:45 de la madrugada, pero la cosa se complicó inesperadamente. Cuando ya eran las doce y cuarto, nos metimos en un atasco impresionante del que parecía imposible salir; por los edificios que había alrededor se deducía que nos encontrábamos en la periferia de Londres, la zona de los polígonos industriales diría yo. No entendía cuál era el motivo de que concretamente en esta parte de la ciudad hubiera tanto tráfico, no le encontraba sentido. Y las ganas que tenía de llegar ya para dormir iban en aumento...
El autobús hizo su primera parada en mitad de este caos automovilístico y no consiguió escapar de él hasta media hora más tarde, tiempo en el que apenas avanzaría un kilómetro. Poco a poco, nos fuimos adentrando en la ciudad. No había duda alguna: los típicos edificios ingleses de dos plantas, las numerosas casas de apuestas, los comercios asiáticos abiertos a esas horas de la noche... Unos minutos antes de la una, el autobús efectuó la parada correspondiente de Liverpool Street, donde el paisaje cambió completamente para convertirse en un bosque de rascacielos y edificios mucho más lujosos. En esta parada, se bajaron buena parte de los pasajeros, en concreto la chica con la que iba sentado, así que me apoyé en la ventana estirado sobre los dos asientos para estar más cómodo en lo que quedaba de trayecto, y así de paso podía ver mejor los sitios por los que íbamos pasando, como por ejemplo el 30 St Mary Axe, el famoso rascacielos londinense con forma de pepinillo.
El autobús llegó hasta una de las riberas del Támesis y comenzó a recorrerlo en paralelo, momento en el que noté que me vibraba el móvil. Era Pepe, que me llamaba extrañado por nuestra tardanza, a lo que le expliqué que habíamos estado un buen rato metidos en un atasco, pero que acabábamos de hacer la parada de Liverpool Street y que calculaba que nos encontrábamos cerca de St Paul's Cathedral. El Támesis se veía inmenso desde el autobús, con una anchura que no habría imaginado nunca, y, a lo lejos, ya se divisaba el London Eye iluminado de color azul. Cinco minutos después, pasamos a los pies del Big Ben y luego por Westminster Abbey para enlazar con Victoria Street. Al momento, dejamos a nuestra izquierda Westminster Cathedral y, por fin, llegamos a Victoria Station a la una y veinte de la madrugada, aunque el autobús se detendría finalmente en la parada de Bulleid Way tras bordear uno de los laterales de la estación.
En cuanto bajamos del autobús, nos topamos con Pepe, que llevaba allí un rato esperando. Cogimos nuestras maletas y salimos al exterior para tirar por St George's Dr y luego girar a la izquierda por Warwick Way, donde encontramos el Vegas Hotel, el lugar en el que se alojarían Jose y Miguel durante nuestra estancia en Londres, aunque más que un hotel era un hostal, como ya sabíamos. Pepe, que habla un inglés prácticamente perfecto, fue el que hizo de interlocutor entre Miguel, pues la reserva estaba a su nombre, y el dueño, un asiático (no sabemos si indio, bangladeshi...) cuyo inglés era difícil de entender, y es que encima hablaba bajito y casi sin abrir la boca. Tras resolver los trámites de cualquier alojamiento (llaves de la habitación, pago de la estancia, hora del desayuno...), le dijimos a Jose y Miguel que nos volveríamos a ver a las 9:30 en Westminster Cathedral, así que Pepe les indicó cómo llegar desde allí.
Tras dejar a Jose y Miguel en el hostal, Pepe y yo nos fuimos andando hasta su casa; en unos quince minutos, llegamos a la esquina de Great Peter Street con Horseferry Road. La idea que tenía de cómo sería el piso en el que estaba viviendo Pepe se desvaneció en dos momentos. El primero, cuando comprobé que no era un edificio de varias plantas, sino varios que formaban un complejo rectangular y a cuyo interior se accedía por una verja metálica. El segundo y más chocante fue cuando entré en el piso. Para empezar, era un bajo, pero lo que más me llamó la atención fue que era enano, muchísimo más pequeño de lo que creía. Las habitaciones de Mark y de Pepe, la cocina, el cuarto de baño y la entrada que hacía al mismo tiempo de pasillo para acceder a cada habitación. La de Pepe era algo pequeña, pero bien aprovechada: una cama de matrimonio, una mesita de noche, un escritorio y un armario.
Abrí la maleta para sacar el pijama y las babuchas, y aproveché también el momento para darle a Pepe el regalo que le habíamos comprado: 'La hora de los sensatos' y 'La crisis Ninja y otros misterios de la economía actual', dos libros de Leopoldo Abadía. Sabía que no me equivocaría con la elección porque en su blog habló de él bastante bien, y además es un tema que le va como anillo al dedo. Se alegró bastante, puesto que no se lo esperaba, pero me pidió que me lo llevase de vuelta a Málaga porque cuando él volviera no iba a tener mucho espacio en su equipaje. No alargamos mucho más la situación, que ya eran casi las dos y media de la noche y nos tendríamos que levantar en pocas horas para desayunar y llegar puntuales a Westminster Cathedral, donde nos reuniríamos con Jose y Miguel. Tras activar las alarmas de nuestros móviles para que nos despertasen a las ocho y media de la mañana, nos metimos en la cama a dormir.
Me he quedado muerto con lo del bocadillo de salchichón ese, no veas el hambre que paso desde que soy vegetariano XD.
ResponderEliminarMe pregunto por qué no se pueden sacar fotos del avión. Otra pregunta es que cómo os dejaban sentar donde quisierais. ¿Es que no dan los asientos prefijados con un número? Por lo que has escrito, parece que podíais escoger.
Por experiencia, sé que de noche no se ve un pimiento por la ventanilla del avión, no merece la pena ni fijarse, así que no me extraña que no divisaras nada.
Me he reído con esta frase: "no me dijo nada, aunque sí me di cuenta de que me miró de una forma extraña, pero yo seguí caminando hacia el túnel de embarque para evitar que cambiase de opinión."
Buena crónica del viaje, me has transportado unos minutos como si me hubiese embarcado yo también. A ver en las próximas entregas de la crónica lo que hicisteis.
Saludos.
Interesante viaje, y eso que acabas de llegar. Esto es lo que llaman el capítulo "piloto", no?
ResponderEliminarY ahora, una cosa curiosa, de esas que se hablan sobre las casualidades, esta entrada se publica un 6 de Junio, cumpleaños de mi hermano Ernesto, y el viaje empieza un 18 de Febrero, cumpleaños de mi hermano Paco. Ni que estuviera ensayado, jajaja.
Saludos.
Qué bien, una manera de transportarse a UK sin necesidad de viajar, solo con la mente. Gran crónica de viaje. Es impresionante como te acuerdas de todo.
ResponderEliminarLo mejor es lo de la trompetilla de Ryanair cuando aterrizas. A mí me paso lo mismo cuando viajé hace poco y es un momento bastante cómico diria yo jeje.
Saludos
Jeje, la famosa trompetilla de Ryanair a mí al menos me sonó una vez porque se pusieron la medalla de que ese vuelo fue puntual (según ellos el 90 % de sus vuelos lo es). Viajar con Ryanair es como viajar en un Parque temático...
ResponderEliminarGracias por el cumplido Rafa, pero mi inglés está lejos de ser casi perfecto (al menos según mi escala eso es casi-nativo y estoy lejos de eso).
Me llama la atención la introducción. ¿De verdad crees que el Reino Unido es tan distinto de España? Puede ser un debate interesante.
Un saludo.
Andrés: pues vuelve a comer carne :P
ResponderEliminarEso digo yo. De hecho, siempre he hecho fotos, pero esa vez nos llamaron la atención.
En Ryanair no asignan los asientos, sino que va en función del orden en el que embarcas, o si pagas un plus para entrar de los primeros. Supongo que esto es una de las razones por las que los billetes son tan baratos.
No es la primera vez que viajo de noche y veo algo, pero ese día no se veía casi nada, sobre todo cuando se nubló.
Jaja fue una cara semi amenazante, pero por suerte se quedó sólo en eso.
Eso intento con mis crónicas viajeras. Me salen tan largas que están casi en tiempo real :P
Rojo Merlin: pues todavía queda un montonazo. Tres días y medio muy intensos y con muchas fotos :D
Éste es el capítulo 0, como decimos los ingenieros informáticos :P
Pues ya es casualidad. No estaba preparado jeje.
Migue: es que tengo muy buena memoria, pero, como algún día se me olvidarán muchas cosas, lo escribo aquí todo para rememorar los viajes con todo lujo de detalles.
Lo de la trompetilla de Ryanair es para grabarlo. Todo el mundo se ríe jeje.
Jose Soldado Serrano: con nosotros también dijeron eso de que el noventa y tantos por ciento de sus vuelos llegan puntuales. La verdad es que todos los vuelos que he hecho con Ryanair han llegado a su hora o, en su defecto, han tardado menos de lo previsto.
Hombre, ya sé que tu inglés no es perfecto, pero casi casi ;)
Es muy diferente, ya te lo comenté allí mismo en Londres. En ciertas cosas son muy raros, como las que ya he comentado en la crónica, y en otras una maravilla (puntualidad, seriedad...). Creo que no es nada nuevo lo que digo.
Gracias a todos por vuestros comentarios ;)
Me hace gracia que utilices la palabra "raro" simplemente porque hacen algunas cosas de forma diferente. ¿Por qué siempre tomamos a los demás por "raros" y no nos planteamos que los "raros" podemos ser nosotros?
ResponderEliminarNo creo que haya tantas diferencias culturales en cualquier caso. Lo que más separa a las personas a la larga es la barrera idiomática, una vez que la comunicación se establece eficientemente te das cuenta de que la gente de otros países, incluso de otras culturas muy distintas a las nuestras comparten lo más importante con nosotros, todo ello que al final nos hace humanos (llámame cursi si quieres).
Un saludo.
Utilizo la palabra 'raro' porque desde nuestro punto de vista lo son, al igual que ellos también dirán lo mismo de nosotros. Yo soy el primero que se considera raro con respecto a los demás: ni bebo alcohol, ni me gustan las discotecas, ni...
ResponderEliminarJaja no te voy a llamar cursi porque tienes buena parte de razón. Coincido contigo en que buena parte de culpa de ese 'rarismo' la tiene el idioma, porque, por poner un ejemplo, el italiano tiene el mismo origen que el castellano y quizás por eso tenemos un carácter similar.
Y ahí es dónde yo quería llegar. El idioma es el símbolo de una cultura, creo yo, y por eso los latinos somos tan parecidos, y al mismo tiempo tan distintos a los germánicos (Inglaterra, Alemania), y a los escandinavos (Noruega, Suecia, Dinamarca).
Lo dicho, que para unas cosas son muy raros y para otras una bendición :D
Saludos ;)
Jeje, a ellos no creo que se les ocurriera decir que somos raros, de hecho sienten una extraña admiración por lo hispano, el español y la cultura española que aún no he conseguido descifrar de dónde viene... Pero, en cualquier caso, no me refería a que el idioma los haga "raros" sino a que muchas veces es la ignorancia de su idioma o su falta de dominio por muchos españoles lo que les puede hacer pensar que son "raros", simplemente porque nunca han tenido una conversación normal con un británico o cualquier otro anglosajón.
ResponderEliminarEsa barrera idiomática, esa carencia de comunicación es la que crea esa sensación de distancia y aislamiento que puede llevar a echarse en brazos de los estereotipos y que puede convertir cosas secundarias como algunas costumbres o usos en principales a la hora de formarse una opinión sobre ellos.
Es probablemente lo que me puede pasar a mí con gente de otros países o culturas como China o Japón... Aunque el inglés y el tremendo carácter internacional de la sociedad británica me está brindando la oportunidad de tratar con relativa frecuencia a personas de muchos países y culturas, no podría decir que tenga una impresión personal muy exacta de como son, por ejemplo, los chinos porque los he tratado poco, fuera de su país y en inglés... Con lo que si me aventurara a decir que son raros, creo que me precipitaría... Aparte de que, aunque los conociera bien, seguiría pensando que no somos nadie para decir que otra cultura o país es rara sólo porque es distinta a nosotros. Pero son distintos puntos de vista.
Yo creo que el mundo ha dejado de ser eurocéntrico hace mucho y que los europeos, aunque seguimos tentados de mantener la misma postura, debemos ir asumiendo que el mundo no es nunca más una finca europea... Y, por supuesto, creo que lo mismo debe aplicarse al españocentrismo (por cierto, muy clásico de nuestro país, que ha estado tradicionalmente muy aislado).
Interesante debate, en cualquier caso.
Un saludo.
Pues eso, que todo lo que sea mínimamente diferente de nuestras costumbres y tradiciones ya lo vemos raro.
ResponderEliminarY, aunque puede que sea cierto que tengan admiración por lo español, sigo pensando que ellos también dirán que nosotros somos raros con respecto a ellos, pero creo que es precisamente esa rareza la que hace que les apasione tanto España y lo latino. Si es que somos los mejores :P
En fin, tampoco hay que debatir esto mucho más.
Saludos ;)