Parecía lejano, casi imposible, inviable para ser la primera vez que me presentaba a las Oposiciones, pero no, lo conseguí: una de las plazas de profesor de Matemáticas es mía. Ni por asomo me imaginaba a mediados de septiembre cuando empecé a prepararme en una academia que iba a ser uno de esos afortunados, menos todavía que lo haría con una de las mejores notas de toda Andalucía, y resulta que ahora estoy a unos días de volver a trabajar y, lo más importante de todo, de volver a sentirme profesor.
Desde el principio tenía muy claro, y en eso coincidíamos tanto mis compañeros como mis dos preparadores, que para alcanzar este objetivo debían entrar en juego dos factores claramente definidos y, al mismo tiempo, muy diferentes entre sí: estudio y suerte. Lo primero dependía única y exclusivamente de mí; lo segundo, no. Así pues, no me quedaba otra que dar el máximo de mí mismo y dedicar todo el tiempo posible a las Oposiciones en todas sus variadas facetas: temario, problemas, programación didáctica y unidades didácticas. Antes de comenzar con las clases de la academia, tenía asumido que los temas y los problemas que tendría que preparar iban a ser de un nivel muy superior al que realmente se aplica después en las aulas de Secundaria y Bachillerato, con buena parte de contenidos universitarios, y es que, tal y como nos dijo uno de los dos preparadores en la primera clase, "íbamos a hacer un máster de Matemáticas en nueve meses". Como un parto, para que quede claro.
La verdad es que me costó bastante arrancar, ya que tardé cuatro días en ponerme realmente en funcionamiento tras la primera clase, en parte porque, como con cada nueva experiencia, uno no sabe ni cómo ni por dónde empezar. Lo que más me preocupaba era establecer cuanto antes una rutina para los primeros tres o cuatro meses que me permitiera ir al día con las clases semanales, puesto que de lo contrario la cosa se pondría muy cuesta arriba; resumir la mayor cantidad de temas factibles de estudiar, porque algunos era mejor ni mirarlos por su complejidad; intentar en casa la mayor cantidad de problemas posible antes de resolverlos en clase para, una vez corregidos, pasarlos a limpio; e ir elaborando la programación didáctica poco a poco para dejarla lista a falta de pequeños retoques de última hora. Afortunadamente, este primer objetivo que me impuse lo conseguí más pronto de lo que pensaba. Teniendo en cuenta que las clases eran los jueves por la tarde y que en cada una de ellas me explicaban dos temas, hacíamos varios ejercicios y nos explicaban algún que otro apartado de la programación, decidí dedicar los fines de semana a resumir uno o los dos temas expuestos, según me gustasen o no, y el resto de días hasta la siguiente clase a pasar a limpio los problemas resueltos, a intentar los que estaban propuestos para la siguiente y a redactar la programación didáctica, que en mi caso sería de 2º ESO.
Ni que decir tiene que las primeras semanas todo lo veía muy negro, ya que muchos de los temas eran bastante largos incluso una vez resumidos y con demostraciones difíciles de aprender, mientras que buena parte de los problemas no había por dónde cogerlos salvo que supieses el truco que había que aplicar. Imaginad lo que se me pasaba por la cabeza cuando, de una relación de diez o doce ejercicios, solamente era capaz de hacer un par de ellos, casi siempre tras pasar quince o veinte minutos pensando cómo plantearlos o rehaciéndolos por haber cometido algún fallo. En el examen no iba a tener todo el tiempo del mundo, solamente cuatro horas y media para desarrollar un tema elegido de entre cuatro bolas sacadas al azar de una bolsa con los 71 que componen el temario de Matemáticas y tres problemas de entre los seis propuestos. Fueron varios los días en los que me planteé tirar la toalla, abandonar el barco y renunciar a las Oposiciones ante este panorama, especialmente durante los tres primeros meses, pero al mismo tiempo me concienciaba de que tenía que sacar fuerzas de donde no las había, ser constante y no cejar en el intento si de verdad quería volver a ser profesor. Y eso hice, mentalizarme y pensar que todo iría a mejor.
Con el paso de los días, me di cuenta de que cada vez hacía mejores resúmenes de los temas y que ahora, en vez de solamente uno o dos, ya era capaz de hacer la mitad de los problemas, o por lo menos parcialmente. Eso se fue traduciendo en que en casi todas las clases salía a la pizarra a resolver ejercicios, bien voluntariamente o bien a petición de los preparadores, lo cual era un claro indicio de que iba por buen camino. En enero empecé a dedicar tiempo de la semana a estudiar los temas, lo cual implicaba que a partir de entonces tenía que ser más selectivo a la hora de resumir nuevos temas, que finalmente se quedaron en 37 de los 71 que componen el temario; además, de cara al primer examen, fui haciendo simulacros tanto de los temas como de los ejercicios para entrenar y aprender a controlar el tiempo del que iba a disponer. Ya por entonces, mis compañeros de clase habían comenzado a considerarme como un firme candidato a conseguir una de las 200 plazas que se iban a ofertar, o por lo menos a entrar en la bolsa superando la primera prueba, a lo que yo, para quitarme presión, siempre les decía que por muy bien que me vieran no significaba nada, puesto que podría darse el caso de que en la suerte de las bolas de los temas no saliese ninguno de los que tenía pensado preparar o que los problemas no supiera cómo atacarlos, teniendo en cuenta además que suelen ser largos y rara vez da tiempo a hacer tres enteros. La suerte sería más que determinante.
El simulacro de examen que hice en la academia a mediados de mayo me abrió los ojos y me hizo ver que sí, que el plan de estudio que había seguido hasta entonces estaba dando resultado. De los cuatro temas que salieron en suerte, hice el que mejor me sabía y lo redacté del tirón casi sin fallos, aunque empleando cinco minutos más de lo que tenía pensado, mientras que supe resolver dos ejercicios completos y la mitad de un tercero con cerca de media hora de margen; esto, unido a que ya tenía la programación didáctica hecha y revisada por uno de los preparadores y que el discurso de la defensa también estaba redactado, me daba muchas esperanzas de cara al verdadero examen, para el que solamente quedaba un mes.
Esta confianza, contenida porque yo no soy de esos que se hacen ilusiones a las primeras de cambio, se trastocó cuando el 2 de junio, justo antes de empezar la penúltima clase de la academia, me enteré de que tendría que examinarme en Jaén y no en Málaga como esperaba. El cabreo que cogí en ese momento fue monumental, no solo porque no entendía por qué tendría que desplazarme tan lejos habiendo solicitado examinarme en mi ciudad, sino porque además implicaba modificar mi planificación para los pocos días que restaban, pues iba a perder medio día en ir hasta allí. Mi preparador, interpretando su papel, trató de animarme diciéndome que él consiguió la plaza en Granada habiendo pedido también Málaga y que pensase que Jaén sería mi ciudad talismán. No me quedaba otra que calmarme y olvidarme de este imprevisto.
El examen escrito era el domingo 19 de junio, pero el sábado 18 a las 9:00 era el acto de presentación en el IES Auringis, por lo que me fui con mi madre a Jaén la tarde del viernes al hotel que habíamos reservado. En dicho acto se presentaron los cinco componentes del tribunal que nos iba a examinar, quienes expusieron las normas que debíamos respetar a lo largo del proceso de oposición y a quienes tuvimos que entregar el sobre con los méritos que acreditábamos para la fase de concurso, a la cual yo concurría con desventaja con respecto a los interinos porque yo nunca había trabajado en ningún instituto, solamente tres años en un colegio concertado, que puntúa la mitad. Lo más relevante de este acto fue que muchos de los candidatos no se presentaron, aproximadamente un 15-20 %, más de lo normal, lo cual tenía dos consecuencias: una, que iba a tener menos competencia en el examen; la otra, que, a la hora de repartir proporcionalmente las plazas entre los tribunales en función del número de presentados, el mío sería de los que menos tendría. Ni que decir tiene que tanto antes como durante el acto se habló, y mucho, de lo incomprensible que era que Jaén tuviese tres tribunales de Matemáticas y Málaga solamente dos, lo cual escapa al sentido común se mire como se mire.
Llegó el día del primer examen. La Universidad de Jaén era un hervidero de opositores apurando los últimos minutos para repasar y templar los nervios, y entre ellos yo intentando mantener esa calma que suelo tener en esos momentos previos. A mi tribunal le habían asignado dos aulas y la primera se llenó poco antes de que me nombrasen, lo cual hizo que me tuviese que sentar en la primera fila de la otra. A las ocho y veinte ya estábamos todos en nuestro sitio con nuestros botellines de agua y tentempiés para no desfallecer en el examen, y nada, esperando que en el otro aula se llevase a cabo el sorteo de los temas, que no se hizo de rogar: salieron, en este orden si no recuerdo mal, las bolas 24, 58, 63 y 7. Los dos primeros temas no eran de los que había estudiado, el tercero me lo sabía muy bien pero no era de los que tenía en mente para lucirme, y el cuarto me lo había estudiado pero era muy lioso y propenso a equivocarse fácilmente. Conclusión: haría el tema 63 "Frecuencia y probabilidad. Leyes del azar. Espacio probabilístico". Hasta las nueve en punto no podía dar comienzo el examen, así que aproveché esos veinte minutos que quedaban para recordar todos los apartados del tema (justificación, introducción, desarrollo, conclusión, bibliografía...), cómo los iba a redactar, qué enfoque le iba a dar, qué ejemplos y demostraciones iba a utilizar, etc.
Minutos antes de las nueve, el tribunal nos entregó a cada uno de los aspirantes la hoja de problemas, un A3 doblado que dejé inmediatamente en la rejilla de debajo de la mesa para evitar la tentación de ver los enunciados y de esta forma estar plenamente concentrado en el tema 63 que empecé a redactar cuando dieron las nueve en punto. Me lo sabía tan bien que apenas dejé de escribir para beber agua y desentumecer mi mano derecha de vez en cuando. En mis planes estaba dedicar dos horas al tema y las dos horas y media restantes a los ejercicios, pero, viendo que el tema lo estaba bordando, me arriesgué a alargarlo un poco más con un apartado del siguiente tema del bloque de probabilidad, el 64, para darle más nivel y, en teoría, conseguir más nota en esta parte del examen. A las once y cuarto de la mañana cerré el tema con 18 carillas escritas y la tranquilidad de que ya tenía medio trabajo hecho. Quedaba el otro medio, y a priori el más difícil.
Le había robado 15 minutos a los problemas, por lo que, para aprovechar el tiempo al máximo, me tomé uno de los croissants que me había llevado mientras leía los enunciados de los seis problemas propuestos, de los cuales tendría que hacer tres. Para mi asombro, el primero de ellos, relativo a divisibilidad, ya lo había hecho en la academia (ya en mi casa comprobé que ese problema cayó en la convocatoria del año 2000), mientras que el tercero, de geometría del pentágono, era muy similar a otro que también habíamos resuelto en clase y que sabía cuánto tenía que dar como solución; por su parte, los otros cuatro los veía un poco más complejos, por lo que decidí atacar estos dos que ya sabía cómo hacer. Los resolví despacio para no cometer ningún fallo tonto y explicando con detalle cada paso para demostrar no solamente que sabía resolver cada problema, sino también que entendía lo que estaba haciendo. En una hora me había quitado dos problemas de encima, lo que me dejaba una hora y cuarto para hacer otro más, pero con la seguridad de que el examen estaba aprobado sí o sí.
Releí los enunciados de los otros cuatro problemas para elegir el que fuese más fácil bajo mi punto de vista. El 2 tenía pinta de resolverse con números complejos, pero no veía cómo; el cuarto era de probabilidad y daba pie a construir un diagrama de árbol, aunque el enunciado podía llevar a ambigüedades según cómo se interpretase; el quinto consistía en discutir y resolver un sistema de cuatro ecuaciones y cuatro incógnitas con un parámetro; finalmente, el 6 constaba de varios apartados en los que se pedía estudiar la continuidad, la derivabilidad y otras características de una función compuesta por una suma de funciones en valor absoluto elevadas a exponentes racionales. El 2 lo descarté desde el primer momento, mientras que estos dos últimos sabía cómo hacerlos, aunque eran muy largos de resolver y muy propensos a cometer errores, por lo que me decidí por el cuarto con la esperanza de que mi interpretación del enunciado fuese la correcta y que mis explicaciones, apoyadas en un diagrama de árbol que me ocuparía casi una carilla entera, fuesen convincentes a pesar de que no profundicé mucho en ellas.
Cuando terminé este tercer y último ejercicio era la una y veinte, es decir, todavía quedaban diez minutos de examen, pero estaba tan exhausto y con la cabeza hecha un bombo que pasé de repasar nada y entregar lo que había hecho tal y como estaba. Ya quedábamos pocos en el aula, y es que, desde que a las diez de la mañana el tribunal dio permiso para que aquéllos que fuesen a entregar el examen en blanco pudieran hacerlo, raro era que pasasen cinco o diez minutos sin que alguno de los opositores se acercase a la mesa del tribunal a dejar su examen. Los cuatro temas que habían caído en suerte eran de los poco estudiables, sobre todo para los interinos que no disponen de mucho tiempo para preparar las oposiciones, mientras que los problemas me resultaron asequibles, bastante más que los que había hecho en la academia; así pues, bajo mi punto de vista, el que aprobase más o menos gente de mi tribunal iba a depender sobre todo de los temas. Yo, por mi parte, estaba más que tranquilo, seguro de que tenía el aprobado garantizado, y en principio con muy buena nota porque me había explayado bastante el tema sin olvidar ningún apartado y porque había podido terminar los tres problemas que se requerían, al menos dos de ellos con el resultado correcto. Por muy exigente que fuese el tribunal en la corrección, no me esperaba menos de un 8 en la nota, para la cual tendría que esperar hasta el martes 28.
Tras volver ese mismo domingo a Málaga, el lunes 20 se convirtió en el primer día de la cuenta atrás para el examen oral, cuya fecha era todavía desconocida porque dependía del número de aprobados en el escrito, aunque, basándome en lo ocurrido en anteriores convocatorias y teniendo en cuenta que yo sería de los últimos por apellidarme Martínez y empezar por la letra P, calculaba que sería entre los días 8 y 12 de julio. Estos días los dediqué a rematar la programación didáctica y mandarla a encuadernar, a pulir el discurso de la defensa de dicha programación que ya había redactado a finales de mayo y que me había revisado uno de mis preparadores, a buscar y elaborar material de diversa índole para las 12 unidades didácticas de las que constaba mi programación y a redactar la exposición de una de dichas unidades, concretamente la 8 titulada "Semejanza. Teoremas de Thales y de Pitágoras". En este punto me encontraba la tarde anterior a la publicación de la nota del primer examen, siendo mi idea la de preparar otras tres o cuatro en los siguientes días y ensayar tanto la defensa de la programación didáctica como la exposición de la unidad didáctica en los días previos al oral, que deberían ser por lo menos cuatro o cinco, pero los planes a ciegas no siempre salen como uno prevé.
Se suponía que a las ocho de la mañana se publicaban las notas en la web de la Consejería de Educación de la Junta de Andalucía, pero pasaban ya unos minutos de las nueve y no era capaz de encontrarlas en ningún sitio, así que no tuve más remedio que llamar al IES Auringis y preguntar por mis notas. Me quedé mudo mientras me las decían por teléfono y las iba anotando en un papel a sucio: 9.1780 en el tema, 9.2633 en la parte práctica, 9.2207 la nota media de la prueba escrita. Me lo creía y no me lo creía al mismo tiempo. Quién me lo iba a decir nueve meses atrás cuando empecé a prepararme las Oposiciones y con suerte aspiraba a aprobar raspado este primer examen. Minutos más tarde encontré en la web de la Junta el listado de notas y fue entonces cuando confirmé que las notas eran correctas y que mi examen oral sería el 4 de julio, es decir, el lunes siguiente, lo cual me trastocó todos mis planes y me dejaba con solamente seis días de margen para terminar de preparar el segundo examen. El motivo era que en mi tribunal habíamos aprobado el escrito solamente 15 aspirantes, bastantes menos de lo habitual, señal de que definitivamente los temas que cayeron en suerte habían hecho una escabechina.
Revisando detenidamente la lista de mi tribunal observé que yo había sido el que había conseguido la nota más alta, con casi un punto de diferencia con respecto al siguiente, que era el único que había obtenido más de un 9 en cada parte, y que en general los pocos que habían aprobado lo habían hecho con notas que rondaban el 5 y el 6. Este dato, al contrario de lo que pudiera parecer, no hizo que cogiera excesiva confianza, aunque tampoco lo contrario, sino solamente que había dado un gran paso y que tenía que aprovechar esta gran oportunidad que la vida me estaba poniendo por delante. También sentí curiosidad por saber cómo habían salido las notas en los demás tribunales, y, como esperaba, eran bastante bajas, algo habitual en la especialidad de Matemáticas, y también con bastantes más aprobados que en mi tribunal. Tras analizar todas las listas, comprobé que mi nota era la décima más alta de toda Andalucía, un dato muy concluyente teniendo en cuenta que por esta especialidad se presentaban unos 2.400 opositores.
No había tiempo que perder, puesto que iba a disponer de menos del que me imaginaba, y es que el día siguiente lo iba a perder casi al completo en ir al instituto de Jaén para entregar la programación didáctica y volver de nuevo a mi casa para seguir preparando material. El jueves por la mañana me levanté con el estómago cerrado, de tal manera que fui incapaz de terminar mi desayuno habitual, y lo mismo me ocurrió con el almuerzo, la cena y los días posteriores hasta el del examen. Los nervios me estaban atacando de esta forma y apenas tenía tres días completos para aprenderme y ensayar la defensa de la programación y la exposición de la única unidad didáctica que iba a poder preparar, la 8 titulada 'Semejanza. Teoremas de Thales y de Pitágoras', cuando en mis planes estaba llevar por lo menos tres o cuatro. Me iba a jugar una de las dos partes del examen oral a una sola carta de doce posibles, con el riesgo que ello conlleva, aunque también es cierto que la mitad de la exposición de la unidad sirve para todas las demás, de las cuales tenía variados materiales y recursos con los que tendría que improvisar en el caso de que no saliese la unidad 8.
Por suerte, ese mismo viernes tuve la oportunidad de hacer un simulacro con uno de mis preparadores que me sirvió para coger un poco de confianza y aprender a controlar los nervios que seguramente me acompañarían durante el examen, aunque lo que más me tranquilizó fue que por la tarde se publicó la asignación provisional de plazas por tribunal, y al mío le correspondían 8, es decir, tocábamos aproximadamente a una plaza para cada dos opositores, pues solamente habíamos aprobado 15 el primer examen. El domingo por la mañana partí junto con mi madre a Jaén para, ya en el hotel, y precisamente en la misma habitación que la vez anterior, disponer de toda la tarde para hacer el último ensayo. A pesar del poco tiempo del que había contado para preparar los dos discursos, había conseguido aprendérmelos de memoria para defender la programación y exponer la unidad en la media hora que tendría para cada una de dichas partes. En menos de 24 horas ya sería un hombre libre.
Como de costumbre, llegué con tiempo suficiente a la citación de las 8:00 en el IES Auringis. De los cinco aspirantes que nos examinábamos ese día, yo era el único que llevaba una bolsa con materiales diversos (murales de exposición, recipientes y envases con formas de poliedros y cuerpos de revolución, libros de Matemáticas...), ya que los demás solamente iban con una mochila y una carpeta; esto me dio algo más de confianza, pues, según tenía entendido, lo que se busca en el examen oral es ser muy visual y diferente a los demás, y en este aspecto parecía que llevaba todas las de ganar. Salvo el primer aspirante que se iba a examinar, los demás nos fuimos a un aula que habían habilitado para esperar nuestro turno, donde también había opositores de Física y Química, ya que este instituto era además sede de un tribunal de dicha especialidad. Yo iba a ser el último en ser llamado, ya que entre mi apellido, Martínez, y la P, que era la letra por la que habían empezado a examinar el primer día, no había ningún aprobado, por lo que tenía cerca de cuatro horas para repasar, aunque parte de ese tiempo también lo dediqué a charlar con los demás opositores que estaban allí esperando a ser llamados. Con esto pretendía relajarme y quitarme los nervios de encima, pero, conforme se acercaba el momento, éstos parecían ir en aumento.
Minutos antes de las doce y media, vino uno de los cinco componentes del tribunal a buscarme y llevarme a un aula donde estaba esperando otro de ellos con un bombo de bingo para proceder con la extracción de las tres bolas de las que tendría que elegir una. Mientras iban introduciendo las doce bolas correspondientes a mis doce unidades didácticas y girando el bombo no hacía más que pensar "Que salga la 8, que salga la 8, que salga la 8...": primero salió la 4; luego, la 3; y, por último, la 6. No hubo buena suerte, aunque tampoco mala del todo porque tenía bastante material de la unidad 4, titulada 'Proporcionalidad y porcentajes', y confiaba en poder prepararla lo suficientemente bien en la hora que iba a pasar en el aula de la encerrona, donde me dejaron los dos integrantes del tribunal no sin antes cerrar bajo llave mi móvil en un pequeño armario de dicho aula, ya que está prohibido conectarse al exterior. Con la unidad ya elegida, me dispuse a redactar el guión que podía utilizar durante la exposición de la misma, que, previsor yo, ya tenía medio escrito de casa para no perder mucho tiempo de esta hora en el caso de que no saliese la 8, para luego memorizar los objetivos, competencias, contenidos, criterios de evaluación y la distribución de las sesiones correspondientes. Ya los últimos quince o veinte minutos los dediqué a recordar mentalmente el orden de los apartados de los que tendría que hablar tanto en la defensa de la programación como en la exposición de la unidad, así como a realizar varias inspiraciones y espiraciones profundas para eliminar ese nerviosismo que me corría por el cuerpo. Y llegó la hora definitiva.
Lo primero que hice al entrar en el aula, tras saludar al tribunal, fue sacar de mi mochila y de la bolsa que llevaba todo lo que iba a utilizar durante el examen oral y colocarlo en la mesa que nos habían habilitado a los opositores; tras ello, cogí una tiza y esperé que me diesen el visto bueno para empezar a hablar. El primer minuto estuve un poco titubeante, pero, en cuanto cogí carrerilla, desaparecieron los nervios casi por completo, sobre todo cuando comencé a mostrarle y dejarle al tribunal los materiales y recursos de los que iba hablando: un mural del teorema de Thales y los eclipses solares, un billete de dólar americano con el que se puede formar un tetraedro, libros de lectura ('El diablo de los números', 'Malditas matemáticas. Alicia en el País de los Números', etc.), otro mural con demostraciones del teorema de Pitágoras, un cono para reciclar en la playa, la película 'La habitación de Fermat', un truco de magia matemática hecho con una baraja de cartas, etc. Los cinco componentes del tribunal daban la impresión de estar encantados con mi defensa de la programación, puesto que asentían durante mi discurso e incluso soltaron alguna que otra sonrisa con cada cosa que les enseñaba. Yo, cada vez que me giraba para escribir algo en la pizarra, también sonreía y me decía para mí mismo que esto marchaba más que bien. Ahora venía lo más difícil.
Una vez concluida la primera parte, con dos o tres minutos de margen sobre la media hora permitida, el tribunal me dejó un minuto para tomar aire y reorganizar mi mesa para la exposición de la unidad didáctica que había elegido. Decía lo de difícil porque, al no tocarme la única unidad que había podido preparar en casa, tenía que improvisar buena parte de la misma según lo que había memorizado en la reciente encerrona, aunque por suerte estaba permitido utilizar el guión que había redactado en dicha hora, y además conservaba la tranquilidad y la casi ausencia de nervios que había alcanzado durante la defensa de la programación. Con esa confianza y con la esperanza de que todo iba a salir bien, comencé la exposición de la unidad didáctica 4 'Proporcionalidad y porcentajes', donde de nuevo traté de captar la atención del tribunal con elementos visuales para hacerla más atractiva y amena. Esto lo conseguí, entre otros materiales y recursos, con diversas relaciones de ejercicios, un modelo de prueba escrita, un registro de competencias básicas o un dominó de fracciones y porcentajes, pero lo que de verdad hizo que les atrajese del todo fue el mantel del Café Central en el que aparecen dibujados los diez tipos de café que se piden en Málaga con sus correspondientes porcentajes de café y leche. Por otra parte, durante la exposición, al igual que en la defensa de la programación, hice referencia cada dos por tres a páginas específicas de mi programación didáctica para que ellos confirmasen en el ejemplar impreso que tenían delante que todo lo que decía estaba incluido en ella, y de esta forma convencerles de que no la había plagiado, que estaba hecha enteramente por mí.
El que la exposición fuese un tanto improvisada provocó que al final me sobrasen más minutos de la cuenta, unos cinco o seis, pero cuando terminé quedé muy satisfecho, mejor de lo que esperaba apenas un par de horas antes. Me dispuse a recoger todo lo que había utilizado en esta hora cuando, inesperadamente, el tribunal se dirigió a mí para preguntarme por algunos de esos recursos que les había mostrado durante mi examen. Recalco lo de inesperadamente porque parece ser que, una vez que terminas la prueba oral, el tribunal únicamente se dirige a ti para despedirse y dar paso al siguiente opositor, pero en mi caso se saltaron ese protocolo, supongo que aprovechando que yo era casualmente el último al que iban a examinar y que no se querían quedar con esas dudas que me pidieron que les resolviera, en concreto relativas al billete de dólar, al mantel de las diferentes formas de pedir el café en Málaga y el truco de magia con cartas, el cual les volví a hacer para explicarles cómo se hace. En mitad de estas explicaciones extra, inconscientemente les tuteé y, en cuanto me di cuenta, les pedí disculpas, aunque me dijeron que no me preocupase, que a estas alturas ya no pasaba nada. Ese gesto de complicidad fue definitivo y el que me hizo ver que sí, que les había gustado mi examen y que el premio final, la plaza de profesor, lo estaba tocando con la yema de los dedos.
Ya con la tranquilidad de que había hecho todo lo que había podido y que ya no se podía hacer nada más, tocaba esperar al lunes 18 de julio a que se publicasen las notas de este segundo examen, aunque antes se daría a conocer el baremo provisional de méritos correspondiente a la fase de concurso. Dicho baremo salió a la luz el viernes 8, siendo mi nota un 4.9576, un poco más de lo que me esperaba porque creía que no me iban a tener en cuenta mis tres años de experiencia en la concertada al completo por haber dado más asignaturas aparte de Matemáticas. Uno de mis preparadores se encargó de buscar el baremo de los demás aspirantes de mi tribunal y resulta que, junto con la nota del examen escrito y a la espera de la del oral, estaba en tercera posición, un adelantamiento que se explica porque algunos de ellos eran interinos con bastantes años de experiencia; así pues, teniendo en cuenta que éramos 15 opositores peleando por 8 plazas, muy mala nota me tendrían que poner y muy buena nota tendrían que sacar los demás para que yo me quedase sin una de ellas.
La espera hasta el día de la publicación de las notas no se me hizo nada larga para mí, confiado en que todo iba a salir bien, todo lo contrario que a mi madre, a quien estas dos semanas se le hicieron eternas. Si mudo me quedé cuando me dijeron por teléfono las notas del primer examen, más de lo mismo me ocurrió cuando el 18 de julio consulté las del segundo en Internet: 9.4180 en la programación didáctica, 9.4560 en la unidad didáctica, 9.4446 la nota media de la prueba oral. Yo salí muy contento del examen, pero en absoluto me imaginaba que iba a sacar una calificación tan alta, más incluso que la del escrito. Una vez más, había obtenido la nota más alta de mi tribunal en esta segunda prueba, siendo el único con más de un 9 en cada parte, lo cual me dejaba en primer lugar en la fase de oposición con una nota de 9.3327, aproximadamente un punto más que el siguiente. A falta de confirmación oficial dos días más tarde, se podía decir que había conseguido ese objetivo tan deseado: una plaza de profesor de Matemáticas era mía. Jaén, ciudad que apenas mes y medio antes maldije varias veces cuando supe que tenía que examinarme allí, se había convertido para mí en una ciudad santa por todo lo que me había dado.
Al igual que hice cuando se publicaron las notas de la primera prueba, revisé las listas de los demás tribunales de mi especialidad para ver cómo habían sido las calificaciones, y la verdad es que bastante bien. Mi nota era la decimoséptima más alta de la segunda prueba, mientras que en lo que respecta a la nota de la fase de oposición era el tercero de toda Andalucía. El miércoles 20 de julio se ratificó lo que era todo un hecho, puesto que mi nombre aparecía en el listado oficial de opositores que habían sido seleccionados en el proceso de concurso-oposición del Cuerpo de Profesores de Secundaria por la especialidad de Matemáticas, concretamente en el puesto 20 con una nota global de 7.8743, resultado de ponderar con dos tercios la nota de la fase de oposición y con un tercio la del baremo de méritos. Por aportar otro dato representativo, decir que mi nota de méritos era la más baja de entre los 39 primeros de dicha lista, lo cual significa que si había quedado en una posición tan alta (el vigésimo de 200) era principalmente por la gran nota que había obtenido en los dos exámenes, fruto de tantas horas y meses de estudio, y sí, también por esa suerte que se antojaba imprescindible para conseguir una de esas plazas.
Con la plaza ya en mis manos, lo único que me quedaba por saber era dónde iba a trabajar este curso 2016/2017. El 27 de julio salieron los destinos provisionales, siendo el mío el IES Sierra Blanca de Marbella, bastante más lejos de lo que pensaba teniendo en cuenta que había quedado en las primeras posiciones y que uno de mis preparadores, que consiguió la plaza en la convocatoria de 2014, había trabajado sus dos primeros cursos en institutos de Málaga capital. No le di excesiva importancia a este destino porque a continuación se abría un período de reclamaciones que casi con toda seguridad iba a conllevar cambios, como finalmente así sucedió. El 10 de agosto se publicaron los destinos definitivos para este curso, de tal manera que se me asignó el IES Los Montecillos de Coín, con la particularidad de que las clases de Matemáticas van a ser bilingües en inglés. Un reto más que se cruza en mi camino teniendo en cuenta que hace ya unos siete u ocho años que tuve que dejar de estudiar este idioma, así como de practicarlo si exceptuamos las pocas veces que lo he tenido que usar cuando he viajado al extranjero, y que estoy un poco verde en lo que a vocabulario matemático en inglés se refiere. En cualquier caso, lo más importante de todo es que, más cerca o más lejos de mi casa, en español o en inglés, en unos días volveré a sentirme profesor de Matemáticas.
No quisiera terminar estas líneas sin dedicar la plaza que he conseguido a todas las personas que han creído en mí y que me han apoyado todos estos meses, pero sobre todo a mi padre, que esté donde esté estoy seguro que ha hecho todo lo posible para que mi sueño se hiciera realidad, y a los que han sido mis alumnos de Matemáticas en el Colegio de La Asunción, especialmente a los que tanto aprecio me mostraron en mi primer año de profesor, de quienes me he acordado cada día cuando me sentaba a estudiar.
Desde el principio tenía muy claro, y en eso coincidíamos tanto mis compañeros como mis dos preparadores, que para alcanzar este objetivo debían entrar en juego dos factores claramente definidos y, al mismo tiempo, muy diferentes entre sí: estudio y suerte. Lo primero dependía única y exclusivamente de mí; lo segundo, no. Así pues, no me quedaba otra que dar el máximo de mí mismo y dedicar todo el tiempo posible a las Oposiciones en todas sus variadas facetas: temario, problemas, programación didáctica y unidades didácticas. Antes de comenzar con las clases de la academia, tenía asumido que los temas y los problemas que tendría que preparar iban a ser de un nivel muy superior al que realmente se aplica después en las aulas de Secundaria y Bachillerato, con buena parte de contenidos universitarios, y es que, tal y como nos dijo uno de los dos preparadores en la primera clase, "íbamos a hacer un máster de Matemáticas en nueve meses". Como un parto, para que quede claro.
La verdad es que me costó bastante arrancar, ya que tardé cuatro días en ponerme realmente en funcionamiento tras la primera clase, en parte porque, como con cada nueva experiencia, uno no sabe ni cómo ni por dónde empezar. Lo que más me preocupaba era establecer cuanto antes una rutina para los primeros tres o cuatro meses que me permitiera ir al día con las clases semanales, puesto que de lo contrario la cosa se pondría muy cuesta arriba; resumir la mayor cantidad de temas factibles de estudiar, porque algunos era mejor ni mirarlos por su complejidad; intentar en casa la mayor cantidad de problemas posible antes de resolverlos en clase para, una vez corregidos, pasarlos a limpio; e ir elaborando la programación didáctica poco a poco para dejarla lista a falta de pequeños retoques de última hora. Afortunadamente, este primer objetivo que me impuse lo conseguí más pronto de lo que pensaba. Teniendo en cuenta que las clases eran los jueves por la tarde y que en cada una de ellas me explicaban dos temas, hacíamos varios ejercicios y nos explicaban algún que otro apartado de la programación, decidí dedicar los fines de semana a resumir uno o los dos temas expuestos, según me gustasen o no, y el resto de días hasta la siguiente clase a pasar a limpio los problemas resueltos, a intentar los que estaban propuestos para la siguiente y a redactar la programación didáctica, que en mi caso sería de 2º ESO.
Ni que decir tiene que las primeras semanas todo lo veía muy negro, ya que muchos de los temas eran bastante largos incluso una vez resumidos y con demostraciones difíciles de aprender, mientras que buena parte de los problemas no había por dónde cogerlos salvo que supieses el truco que había que aplicar. Imaginad lo que se me pasaba por la cabeza cuando, de una relación de diez o doce ejercicios, solamente era capaz de hacer un par de ellos, casi siempre tras pasar quince o veinte minutos pensando cómo plantearlos o rehaciéndolos por haber cometido algún fallo. En el examen no iba a tener todo el tiempo del mundo, solamente cuatro horas y media para desarrollar un tema elegido de entre cuatro bolas sacadas al azar de una bolsa con los 71 que componen el temario de Matemáticas y tres problemas de entre los seis propuestos. Fueron varios los días en los que me planteé tirar la toalla, abandonar el barco y renunciar a las Oposiciones ante este panorama, especialmente durante los tres primeros meses, pero al mismo tiempo me concienciaba de que tenía que sacar fuerzas de donde no las había, ser constante y no cejar en el intento si de verdad quería volver a ser profesor. Y eso hice, mentalizarme y pensar que todo iría a mejor.
Con el paso de los días, me di cuenta de que cada vez hacía mejores resúmenes de los temas y que ahora, en vez de solamente uno o dos, ya era capaz de hacer la mitad de los problemas, o por lo menos parcialmente. Eso se fue traduciendo en que en casi todas las clases salía a la pizarra a resolver ejercicios, bien voluntariamente o bien a petición de los preparadores, lo cual era un claro indicio de que iba por buen camino. En enero empecé a dedicar tiempo de la semana a estudiar los temas, lo cual implicaba que a partir de entonces tenía que ser más selectivo a la hora de resumir nuevos temas, que finalmente se quedaron en 37 de los 71 que componen el temario; además, de cara al primer examen, fui haciendo simulacros tanto de los temas como de los ejercicios para entrenar y aprender a controlar el tiempo del que iba a disponer. Ya por entonces, mis compañeros de clase habían comenzado a considerarme como un firme candidato a conseguir una de las 200 plazas que se iban a ofertar, o por lo menos a entrar en la bolsa superando la primera prueba, a lo que yo, para quitarme presión, siempre les decía que por muy bien que me vieran no significaba nada, puesto que podría darse el caso de que en la suerte de las bolas de los temas no saliese ninguno de los que tenía pensado preparar o que los problemas no supiera cómo atacarlos, teniendo en cuenta además que suelen ser largos y rara vez da tiempo a hacer tres enteros. La suerte sería más que determinante.
El simulacro de examen que hice en la academia a mediados de mayo me abrió los ojos y me hizo ver que sí, que el plan de estudio que había seguido hasta entonces estaba dando resultado. De los cuatro temas que salieron en suerte, hice el que mejor me sabía y lo redacté del tirón casi sin fallos, aunque empleando cinco minutos más de lo que tenía pensado, mientras que supe resolver dos ejercicios completos y la mitad de un tercero con cerca de media hora de margen; esto, unido a que ya tenía la programación didáctica hecha y revisada por uno de los preparadores y que el discurso de la defensa también estaba redactado, me daba muchas esperanzas de cara al verdadero examen, para el que solamente quedaba un mes.
Esta confianza, contenida porque yo no soy de esos que se hacen ilusiones a las primeras de cambio, se trastocó cuando el 2 de junio, justo antes de empezar la penúltima clase de la academia, me enteré de que tendría que examinarme en Jaén y no en Málaga como esperaba. El cabreo que cogí en ese momento fue monumental, no solo porque no entendía por qué tendría que desplazarme tan lejos habiendo solicitado examinarme en mi ciudad, sino porque además implicaba modificar mi planificación para los pocos días que restaban, pues iba a perder medio día en ir hasta allí. Mi preparador, interpretando su papel, trató de animarme diciéndome que él consiguió la plaza en Granada habiendo pedido también Málaga y que pensase que Jaén sería mi ciudad talismán. No me quedaba otra que calmarme y olvidarme de este imprevisto.
El examen escrito era el domingo 19 de junio, pero el sábado 18 a las 9:00 era el acto de presentación en el IES Auringis, por lo que me fui con mi madre a Jaén la tarde del viernes al hotel que habíamos reservado. En dicho acto se presentaron los cinco componentes del tribunal que nos iba a examinar, quienes expusieron las normas que debíamos respetar a lo largo del proceso de oposición y a quienes tuvimos que entregar el sobre con los méritos que acreditábamos para la fase de concurso, a la cual yo concurría con desventaja con respecto a los interinos porque yo nunca había trabajado en ningún instituto, solamente tres años en un colegio concertado, que puntúa la mitad. Lo más relevante de este acto fue que muchos de los candidatos no se presentaron, aproximadamente un 15-20 %, más de lo normal, lo cual tenía dos consecuencias: una, que iba a tener menos competencia en el examen; la otra, que, a la hora de repartir proporcionalmente las plazas entre los tribunales en función del número de presentados, el mío sería de los que menos tendría. Ni que decir tiene que tanto antes como durante el acto se habló, y mucho, de lo incomprensible que era que Jaén tuviese tres tribunales de Matemáticas y Málaga solamente dos, lo cual escapa al sentido común se mire como se mire.
Llegó el día del primer examen. La Universidad de Jaén era un hervidero de opositores apurando los últimos minutos para repasar y templar los nervios, y entre ellos yo intentando mantener esa calma que suelo tener en esos momentos previos. A mi tribunal le habían asignado dos aulas y la primera se llenó poco antes de que me nombrasen, lo cual hizo que me tuviese que sentar en la primera fila de la otra. A las ocho y veinte ya estábamos todos en nuestro sitio con nuestros botellines de agua y tentempiés para no desfallecer en el examen, y nada, esperando que en el otro aula se llevase a cabo el sorteo de los temas, que no se hizo de rogar: salieron, en este orden si no recuerdo mal, las bolas 24, 58, 63 y 7. Los dos primeros temas no eran de los que había estudiado, el tercero me lo sabía muy bien pero no era de los que tenía en mente para lucirme, y el cuarto me lo había estudiado pero era muy lioso y propenso a equivocarse fácilmente. Conclusión: haría el tema 63 "Frecuencia y probabilidad. Leyes del azar. Espacio probabilístico". Hasta las nueve en punto no podía dar comienzo el examen, así que aproveché esos veinte minutos que quedaban para recordar todos los apartados del tema (justificación, introducción, desarrollo, conclusión, bibliografía...), cómo los iba a redactar, qué enfoque le iba a dar, qué ejemplos y demostraciones iba a utilizar, etc.
Minutos antes de las nueve, el tribunal nos entregó a cada uno de los aspirantes la hoja de problemas, un A3 doblado que dejé inmediatamente en la rejilla de debajo de la mesa para evitar la tentación de ver los enunciados y de esta forma estar plenamente concentrado en el tema 63 que empecé a redactar cuando dieron las nueve en punto. Me lo sabía tan bien que apenas dejé de escribir para beber agua y desentumecer mi mano derecha de vez en cuando. En mis planes estaba dedicar dos horas al tema y las dos horas y media restantes a los ejercicios, pero, viendo que el tema lo estaba bordando, me arriesgué a alargarlo un poco más con un apartado del siguiente tema del bloque de probabilidad, el 64, para darle más nivel y, en teoría, conseguir más nota en esta parte del examen. A las once y cuarto de la mañana cerré el tema con 18 carillas escritas y la tranquilidad de que ya tenía medio trabajo hecho. Quedaba el otro medio, y a priori el más difícil.
Le había robado 15 minutos a los problemas, por lo que, para aprovechar el tiempo al máximo, me tomé uno de los croissants que me había llevado mientras leía los enunciados de los seis problemas propuestos, de los cuales tendría que hacer tres. Para mi asombro, el primero de ellos, relativo a divisibilidad, ya lo había hecho en la academia (ya en mi casa comprobé que ese problema cayó en la convocatoria del año 2000), mientras que el tercero, de geometría del pentágono, era muy similar a otro que también habíamos resuelto en clase y que sabía cuánto tenía que dar como solución; por su parte, los otros cuatro los veía un poco más complejos, por lo que decidí atacar estos dos que ya sabía cómo hacer. Los resolví despacio para no cometer ningún fallo tonto y explicando con detalle cada paso para demostrar no solamente que sabía resolver cada problema, sino también que entendía lo que estaba haciendo. En una hora me había quitado dos problemas de encima, lo que me dejaba una hora y cuarto para hacer otro más, pero con la seguridad de que el examen estaba aprobado sí o sí.
Releí los enunciados de los otros cuatro problemas para elegir el que fuese más fácil bajo mi punto de vista. El 2 tenía pinta de resolverse con números complejos, pero no veía cómo; el cuarto era de probabilidad y daba pie a construir un diagrama de árbol, aunque el enunciado podía llevar a ambigüedades según cómo se interpretase; el quinto consistía en discutir y resolver un sistema de cuatro ecuaciones y cuatro incógnitas con un parámetro; finalmente, el 6 constaba de varios apartados en los que se pedía estudiar la continuidad, la derivabilidad y otras características de una función compuesta por una suma de funciones en valor absoluto elevadas a exponentes racionales. El 2 lo descarté desde el primer momento, mientras que estos dos últimos sabía cómo hacerlos, aunque eran muy largos de resolver y muy propensos a cometer errores, por lo que me decidí por el cuarto con la esperanza de que mi interpretación del enunciado fuese la correcta y que mis explicaciones, apoyadas en un diagrama de árbol que me ocuparía casi una carilla entera, fuesen convincentes a pesar de que no profundicé mucho en ellas.
Cuando terminé este tercer y último ejercicio era la una y veinte, es decir, todavía quedaban diez minutos de examen, pero estaba tan exhausto y con la cabeza hecha un bombo que pasé de repasar nada y entregar lo que había hecho tal y como estaba. Ya quedábamos pocos en el aula, y es que, desde que a las diez de la mañana el tribunal dio permiso para que aquéllos que fuesen a entregar el examen en blanco pudieran hacerlo, raro era que pasasen cinco o diez minutos sin que alguno de los opositores se acercase a la mesa del tribunal a dejar su examen. Los cuatro temas que habían caído en suerte eran de los poco estudiables, sobre todo para los interinos que no disponen de mucho tiempo para preparar las oposiciones, mientras que los problemas me resultaron asequibles, bastante más que los que había hecho en la academia; así pues, bajo mi punto de vista, el que aprobase más o menos gente de mi tribunal iba a depender sobre todo de los temas. Yo, por mi parte, estaba más que tranquilo, seguro de que tenía el aprobado garantizado, y en principio con muy buena nota porque me había explayado bastante el tema sin olvidar ningún apartado y porque había podido terminar los tres problemas que se requerían, al menos dos de ellos con el resultado correcto. Por muy exigente que fuese el tribunal en la corrección, no me esperaba menos de un 8 en la nota, para la cual tendría que esperar hasta el martes 28.
Tras volver ese mismo domingo a Málaga, el lunes 20 se convirtió en el primer día de la cuenta atrás para el examen oral, cuya fecha era todavía desconocida porque dependía del número de aprobados en el escrito, aunque, basándome en lo ocurrido en anteriores convocatorias y teniendo en cuenta que yo sería de los últimos por apellidarme Martínez y empezar por la letra P, calculaba que sería entre los días 8 y 12 de julio. Estos días los dediqué a rematar la programación didáctica y mandarla a encuadernar, a pulir el discurso de la defensa de dicha programación que ya había redactado a finales de mayo y que me había revisado uno de mis preparadores, a buscar y elaborar material de diversa índole para las 12 unidades didácticas de las que constaba mi programación y a redactar la exposición de una de dichas unidades, concretamente la 8 titulada "Semejanza. Teoremas de Thales y de Pitágoras". En este punto me encontraba la tarde anterior a la publicación de la nota del primer examen, siendo mi idea la de preparar otras tres o cuatro en los siguientes días y ensayar tanto la defensa de la programación didáctica como la exposición de la unidad didáctica en los días previos al oral, que deberían ser por lo menos cuatro o cinco, pero los planes a ciegas no siempre salen como uno prevé.
Se suponía que a las ocho de la mañana se publicaban las notas en la web de la Consejería de Educación de la Junta de Andalucía, pero pasaban ya unos minutos de las nueve y no era capaz de encontrarlas en ningún sitio, así que no tuve más remedio que llamar al IES Auringis y preguntar por mis notas. Me quedé mudo mientras me las decían por teléfono y las iba anotando en un papel a sucio: 9.1780 en el tema, 9.2633 en la parte práctica, 9.2207 la nota media de la prueba escrita. Me lo creía y no me lo creía al mismo tiempo. Quién me lo iba a decir nueve meses atrás cuando empecé a prepararme las Oposiciones y con suerte aspiraba a aprobar raspado este primer examen. Minutos más tarde encontré en la web de la Junta el listado de notas y fue entonces cuando confirmé que las notas eran correctas y que mi examen oral sería el 4 de julio, es decir, el lunes siguiente, lo cual me trastocó todos mis planes y me dejaba con solamente seis días de margen para terminar de preparar el segundo examen. El motivo era que en mi tribunal habíamos aprobado el escrito solamente 15 aspirantes, bastantes menos de lo habitual, señal de que definitivamente los temas que cayeron en suerte habían hecho una escabechina.
Revisando detenidamente la lista de mi tribunal observé que yo había sido el que había conseguido la nota más alta, con casi un punto de diferencia con respecto al siguiente, que era el único que había obtenido más de un 9 en cada parte, y que en general los pocos que habían aprobado lo habían hecho con notas que rondaban el 5 y el 6. Este dato, al contrario de lo que pudiera parecer, no hizo que cogiera excesiva confianza, aunque tampoco lo contrario, sino solamente que había dado un gran paso y que tenía que aprovechar esta gran oportunidad que la vida me estaba poniendo por delante. También sentí curiosidad por saber cómo habían salido las notas en los demás tribunales, y, como esperaba, eran bastante bajas, algo habitual en la especialidad de Matemáticas, y también con bastantes más aprobados que en mi tribunal. Tras analizar todas las listas, comprobé que mi nota era la décima más alta de toda Andalucía, un dato muy concluyente teniendo en cuenta que por esta especialidad se presentaban unos 2.400 opositores.
No había tiempo que perder, puesto que iba a disponer de menos del que me imaginaba, y es que el día siguiente lo iba a perder casi al completo en ir al instituto de Jaén para entregar la programación didáctica y volver de nuevo a mi casa para seguir preparando material. El jueves por la mañana me levanté con el estómago cerrado, de tal manera que fui incapaz de terminar mi desayuno habitual, y lo mismo me ocurrió con el almuerzo, la cena y los días posteriores hasta el del examen. Los nervios me estaban atacando de esta forma y apenas tenía tres días completos para aprenderme y ensayar la defensa de la programación y la exposición de la única unidad didáctica que iba a poder preparar, la 8 titulada 'Semejanza. Teoremas de Thales y de Pitágoras', cuando en mis planes estaba llevar por lo menos tres o cuatro. Me iba a jugar una de las dos partes del examen oral a una sola carta de doce posibles, con el riesgo que ello conlleva, aunque también es cierto que la mitad de la exposición de la unidad sirve para todas las demás, de las cuales tenía variados materiales y recursos con los que tendría que improvisar en el caso de que no saliese la unidad 8.
Por suerte, ese mismo viernes tuve la oportunidad de hacer un simulacro con uno de mis preparadores que me sirvió para coger un poco de confianza y aprender a controlar los nervios que seguramente me acompañarían durante el examen, aunque lo que más me tranquilizó fue que por la tarde se publicó la asignación provisional de plazas por tribunal, y al mío le correspondían 8, es decir, tocábamos aproximadamente a una plaza para cada dos opositores, pues solamente habíamos aprobado 15 el primer examen. El domingo por la mañana partí junto con mi madre a Jaén para, ya en el hotel, y precisamente en la misma habitación que la vez anterior, disponer de toda la tarde para hacer el último ensayo. A pesar del poco tiempo del que había contado para preparar los dos discursos, había conseguido aprendérmelos de memoria para defender la programación y exponer la unidad en la media hora que tendría para cada una de dichas partes. En menos de 24 horas ya sería un hombre libre.
Como de costumbre, llegué con tiempo suficiente a la citación de las 8:00 en el IES Auringis. De los cinco aspirantes que nos examinábamos ese día, yo era el único que llevaba una bolsa con materiales diversos (murales de exposición, recipientes y envases con formas de poliedros y cuerpos de revolución, libros de Matemáticas...), ya que los demás solamente iban con una mochila y una carpeta; esto me dio algo más de confianza, pues, según tenía entendido, lo que se busca en el examen oral es ser muy visual y diferente a los demás, y en este aspecto parecía que llevaba todas las de ganar. Salvo el primer aspirante que se iba a examinar, los demás nos fuimos a un aula que habían habilitado para esperar nuestro turno, donde también había opositores de Física y Química, ya que este instituto era además sede de un tribunal de dicha especialidad. Yo iba a ser el último en ser llamado, ya que entre mi apellido, Martínez, y la P, que era la letra por la que habían empezado a examinar el primer día, no había ningún aprobado, por lo que tenía cerca de cuatro horas para repasar, aunque parte de ese tiempo también lo dediqué a charlar con los demás opositores que estaban allí esperando a ser llamados. Con esto pretendía relajarme y quitarme los nervios de encima, pero, conforme se acercaba el momento, éstos parecían ir en aumento.
Minutos antes de las doce y media, vino uno de los cinco componentes del tribunal a buscarme y llevarme a un aula donde estaba esperando otro de ellos con un bombo de bingo para proceder con la extracción de las tres bolas de las que tendría que elegir una. Mientras iban introduciendo las doce bolas correspondientes a mis doce unidades didácticas y girando el bombo no hacía más que pensar "Que salga la 8, que salga la 8, que salga la 8...": primero salió la 4; luego, la 3; y, por último, la 6. No hubo buena suerte, aunque tampoco mala del todo porque tenía bastante material de la unidad 4, titulada 'Proporcionalidad y porcentajes', y confiaba en poder prepararla lo suficientemente bien en la hora que iba a pasar en el aula de la encerrona, donde me dejaron los dos integrantes del tribunal no sin antes cerrar bajo llave mi móvil en un pequeño armario de dicho aula, ya que está prohibido conectarse al exterior. Con la unidad ya elegida, me dispuse a redactar el guión que podía utilizar durante la exposición de la misma, que, previsor yo, ya tenía medio escrito de casa para no perder mucho tiempo de esta hora en el caso de que no saliese la 8, para luego memorizar los objetivos, competencias, contenidos, criterios de evaluación y la distribución de las sesiones correspondientes. Ya los últimos quince o veinte minutos los dediqué a recordar mentalmente el orden de los apartados de los que tendría que hablar tanto en la defensa de la programación como en la exposición de la unidad, así como a realizar varias inspiraciones y espiraciones profundas para eliminar ese nerviosismo que me corría por el cuerpo. Y llegó la hora definitiva.
Lo primero que hice al entrar en el aula, tras saludar al tribunal, fue sacar de mi mochila y de la bolsa que llevaba todo lo que iba a utilizar durante el examen oral y colocarlo en la mesa que nos habían habilitado a los opositores; tras ello, cogí una tiza y esperé que me diesen el visto bueno para empezar a hablar. El primer minuto estuve un poco titubeante, pero, en cuanto cogí carrerilla, desaparecieron los nervios casi por completo, sobre todo cuando comencé a mostrarle y dejarle al tribunal los materiales y recursos de los que iba hablando: un mural del teorema de Thales y los eclipses solares, un billete de dólar americano con el que se puede formar un tetraedro, libros de lectura ('El diablo de los números', 'Malditas matemáticas. Alicia en el País de los Números', etc.), otro mural con demostraciones del teorema de Pitágoras, un cono para reciclar en la playa, la película 'La habitación de Fermat', un truco de magia matemática hecho con una baraja de cartas, etc. Los cinco componentes del tribunal daban la impresión de estar encantados con mi defensa de la programación, puesto que asentían durante mi discurso e incluso soltaron alguna que otra sonrisa con cada cosa que les enseñaba. Yo, cada vez que me giraba para escribir algo en la pizarra, también sonreía y me decía para mí mismo que esto marchaba más que bien. Ahora venía lo más difícil.
Una vez concluida la primera parte, con dos o tres minutos de margen sobre la media hora permitida, el tribunal me dejó un minuto para tomar aire y reorganizar mi mesa para la exposición de la unidad didáctica que había elegido. Decía lo de difícil porque, al no tocarme la única unidad que había podido preparar en casa, tenía que improvisar buena parte de la misma según lo que había memorizado en la reciente encerrona, aunque por suerte estaba permitido utilizar el guión que había redactado en dicha hora, y además conservaba la tranquilidad y la casi ausencia de nervios que había alcanzado durante la defensa de la programación. Con esa confianza y con la esperanza de que todo iba a salir bien, comencé la exposición de la unidad didáctica 4 'Proporcionalidad y porcentajes', donde de nuevo traté de captar la atención del tribunal con elementos visuales para hacerla más atractiva y amena. Esto lo conseguí, entre otros materiales y recursos, con diversas relaciones de ejercicios, un modelo de prueba escrita, un registro de competencias básicas o un dominó de fracciones y porcentajes, pero lo que de verdad hizo que les atrajese del todo fue el mantel del Café Central en el que aparecen dibujados los diez tipos de café que se piden en Málaga con sus correspondientes porcentajes de café y leche. Por otra parte, durante la exposición, al igual que en la defensa de la programación, hice referencia cada dos por tres a páginas específicas de mi programación didáctica para que ellos confirmasen en el ejemplar impreso que tenían delante que todo lo que decía estaba incluido en ella, y de esta forma convencerles de que no la había plagiado, que estaba hecha enteramente por mí.
El que la exposición fuese un tanto improvisada provocó que al final me sobrasen más minutos de la cuenta, unos cinco o seis, pero cuando terminé quedé muy satisfecho, mejor de lo que esperaba apenas un par de horas antes. Me dispuse a recoger todo lo que había utilizado en esta hora cuando, inesperadamente, el tribunal se dirigió a mí para preguntarme por algunos de esos recursos que les había mostrado durante mi examen. Recalco lo de inesperadamente porque parece ser que, una vez que terminas la prueba oral, el tribunal únicamente se dirige a ti para despedirse y dar paso al siguiente opositor, pero en mi caso se saltaron ese protocolo, supongo que aprovechando que yo era casualmente el último al que iban a examinar y que no se querían quedar con esas dudas que me pidieron que les resolviera, en concreto relativas al billete de dólar, al mantel de las diferentes formas de pedir el café en Málaga y el truco de magia con cartas, el cual les volví a hacer para explicarles cómo se hace. En mitad de estas explicaciones extra, inconscientemente les tuteé y, en cuanto me di cuenta, les pedí disculpas, aunque me dijeron que no me preocupase, que a estas alturas ya no pasaba nada. Ese gesto de complicidad fue definitivo y el que me hizo ver que sí, que les había gustado mi examen y que el premio final, la plaza de profesor, lo estaba tocando con la yema de los dedos.
Ya con la tranquilidad de que había hecho todo lo que había podido y que ya no se podía hacer nada más, tocaba esperar al lunes 18 de julio a que se publicasen las notas de este segundo examen, aunque antes se daría a conocer el baremo provisional de méritos correspondiente a la fase de concurso. Dicho baremo salió a la luz el viernes 8, siendo mi nota un 4.9576, un poco más de lo que me esperaba porque creía que no me iban a tener en cuenta mis tres años de experiencia en la concertada al completo por haber dado más asignaturas aparte de Matemáticas. Uno de mis preparadores se encargó de buscar el baremo de los demás aspirantes de mi tribunal y resulta que, junto con la nota del examen escrito y a la espera de la del oral, estaba en tercera posición, un adelantamiento que se explica porque algunos de ellos eran interinos con bastantes años de experiencia; así pues, teniendo en cuenta que éramos 15 opositores peleando por 8 plazas, muy mala nota me tendrían que poner y muy buena nota tendrían que sacar los demás para que yo me quedase sin una de ellas.
La espera hasta el día de la publicación de las notas no se me hizo nada larga para mí, confiado en que todo iba a salir bien, todo lo contrario que a mi madre, a quien estas dos semanas se le hicieron eternas. Si mudo me quedé cuando me dijeron por teléfono las notas del primer examen, más de lo mismo me ocurrió cuando el 18 de julio consulté las del segundo en Internet: 9.4180 en la programación didáctica, 9.4560 en la unidad didáctica, 9.4446 la nota media de la prueba oral. Yo salí muy contento del examen, pero en absoluto me imaginaba que iba a sacar una calificación tan alta, más incluso que la del escrito. Una vez más, había obtenido la nota más alta de mi tribunal en esta segunda prueba, siendo el único con más de un 9 en cada parte, lo cual me dejaba en primer lugar en la fase de oposición con una nota de 9.3327, aproximadamente un punto más que el siguiente. A falta de confirmación oficial dos días más tarde, se podía decir que había conseguido ese objetivo tan deseado: una plaza de profesor de Matemáticas era mía. Jaén, ciudad que apenas mes y medio antes maldije varias veces cuando supe que tenía que examinarme allí, se había convertido para mí en una ciudad santa por todo lo que me había dado.
Al igual que hice cuando se publicaron las notas de la primera prueba, revisé las listas de los demás tribunales de mi especialidad para ver cómo habían sido las calificaciones, y la verdad es que bastante bien. Mi nota era la decimoséptima más alta de la segunda prueba, mientras que en lo que respecta a la nota de la fase de oposición era el tercero de toda Andalucía. El miércoles 20 de julio se ratificó lo que era todo un hecho, puesto que mi nombre aparecía en el listado oficial de opositores que habían sido seleccionados en el proceso de concurso-oposición del Cuerpo de Profesores de Secundaria por la especialidad de Matemáticas, concretamente en el puesto 20 con una nota global de 7.8743, resultado de ponderar con dos tercios la nota de la fase de oposición y con un tercio la del baremo de méritos. Por aportar otro dato representativo, decir que mi nota de méritos era la más baja de entre los 39 primeros de dicha lista, lo cual significa que si había quedado en una posición tan alta (el vigésimo de 200) era principalmente por la gran nota que había obtenido en los dos exámenes, fruto de tantas horas y meses de estudio, y sí, también por esa suerte que se antojaba imprescindible para conseguir una de esas plazas.
Con la plaza ya en mis manos, lo único que me quedaba por saber era dónde iba a trabajar este curso 2016/2017. El 27 de julio salieron los destinos provisionales, siendo el mío el IES Sierra Blanca de Marbella, bastante más lejos de lo que pensaba teniendo en cuenta que había quedado en las primeras posiciones y que uno de mis preparadores, que consiguió la plaza en la convocatoria de 2014, había trabajado sus dos primeros cursos en institutos de Málaga capital. No le di excesiva importancia a este destino porque a continuación se abría un período de reclamaciones que casi con toda seguridad iba a conllevar cambios, como finalmente así sucedió. El 10 de agosto se publicaron los destinos definitivos para este curso, de tal manera que se me asignó el IES Los Montecillos de Coín, con la particularidad de que las clases de Matemáticas van a ser bilingües en inglés. Un reto más que se cruza en mi camino teniendo en cuenta que hace ya unos siete u ocho años que tuve que dejar de estudiar este idioma, así como de practicarlo si exceptuamos las pocas veces que lo he tenido que usar cuando he viajado al extranjero, y que estoy un poco verde en lo que a vocabulario matemático en inglés se refiere. En cualquier caso, lo más importante de todo es que, más cerca o más lejos de mi casa, en español o en inglés, en unos días volveré a sentirme profesor de Matemáticas.
No quisiera terminar estas líneas sin dedicar la plaza que he conseguido a todas las personas que han creído en mí y que me han apoyado todos estos meses, pero sobre todo a mi padre, que esté donde esté estoy seguro que ha hecho todo lo posible para que mi sueño se hiciera realidad, y a los que han sido mis alumnos de Matemáticas en el Colegio de La Asunción, especialmente a los que tanto aprecio me mostraron en mi primer año de profesor, de quienes me he acordado cada día cuando me sentaba a estudiar.