Martes, 8 de agosto de 2017
8:00
Nos pusimos en pie bien temprano porque íbamos a pasar casi toda la mañana en la carretera para ir a Santander. Tras ducharnos y asearnos, bajamos a la calle para desayunar en la churrería que vimos la mañana anterior en una de las esquinas de los Jardinillos de la Estación; en concreto, nos pedimos una docena de churros y dos chocolates calientes de la casa Valor, y nos los tomamos allí mismo de pie en el mostrador charlando con el churrero aprovechando que no tenía clientes, aunque conforme pasaron los minutos fueron llegando algunos. En total, el desayuno nos salió por 5 €, muy bien de precio y bastante bueno. Repetiré desayuno en esta churrería si vuelvo a Palencia en el futuro.
Volvimos al hotel para recoger las maletas y devolver las llaves de la habitación a la recepcionista, para a continuación ir hasta el coche y ponernos en carretera. Salimos a las 9:50 con destino a Santander, para lo cual cogimos por la A-67, aunque al poco de dejar la capital palentina paramos en Frómista, un pequeño pueblo situado a unos 30 kilómetros de Palencia que Julio y Pilar nos recomendaron visitar porque en él se encuentra uno de los templos románicos más importantes de Europa, la iglesia de San Martín de Tours. No nos costó mucho localizarla, ya que se halla nada más acceder al pueblo, así que aparcamos por allí cerca para visitarla.
Tras hacer unas fotos del exterior, del que cabría destacar las dos torres cilíndricas de su fachada principal y los canecillos de diversos motivos (vegetales, animales, humanas...) que decoran los aleros de los tejados, entramos en el templo (mi madre gratis por ser desempleada, y yo, 1'5 €). El interior está compuesto por una nave central y dos laterales, las tres con bóveda de cañón, y con paredes desnudas y algunas ventanas que aportan luminosidad al conjunto. Sí que son llamativos los capiteles que rematan las columnas, con temáticas similares a las de los canecillos, y el ábside central, que cuenta con las tres principales y casi únicas esculturas del templo: un San Martín del siglo XIV, un Cristo crucificado del siglo XIII y un Santiago del siglo XVI.
De nuevo en el coche, nos pusimos definitivamente rumbo a Santander. Transitamos por las llanuras castellanoleonesas durante casi una hora, pero fue adentrarnos en Cantabria y cambiar radicalmente el paisaje a otro totalmente verde y frondoso. También lo hizo el tiempo, pues pasamos de un cielo soleado a otro que poco a poco se fue nublando, tanto que cuando llegamos a la capital cántabra, a eso de la una menos cuarto, ya estaba chispeando, y esa llovizna se fue haciendo cada vez más fuerte conforme estábamos buscando aparcamiento hasta convertirse en un auténtico diluvio. Al final, a la una y cuarto decidimos meter el coche en el parking situado bajo el Mercado de la Esperanza, ya que no encontrábamos sitio por ninguna parte y además estábamos metidos en un buen atasco del que no sabíamos cómo salir.
Casualmente, nada más salir a la calle dejó de llover, pues apenas caía un tímido chispeo. En primer lugar, visitamos el Mercado de la Esperanza, que cuenta con dos plantas: la baja, con puestos de pescado y marisco; y la alta, para carne, frutas y verduras. Al salir, nos acercamos a la iglesia de San Francisco de Asís, pero estaba cerrada, por lo que continuamos nuestro camino hacia la Biblioteca de Menéndez Pelayo y el Museo de Arte Moderno y Contemporáneo de Santander y Cantabria, dos edificios que forman un conjunto muy vistoso con pináculos y escalinatas, dos de las cuales rodean la estatua del célebre escritor español.
Deshicimos nuestros pasos para ir ahora en busca del Ayuntamiento, muy elegante y en la línea arquitectónica de los edificios que habíamos visto por ahora. Unos metros más adelante, al tirar por la peatonal calle Juan de Herrera, nos encontramos con la iglesia de la Anunciación, cuya fachada recuerda a la del Gesù de Roma, pero nos quedamos con ganas de verla por dentro porque, al igual que la que vimos junto al mercado, tampoco estaba abierta. Así pues, seguimos con nuestro paseo por la ciudad bajando hasta la plaza de la Asunción, situada a los pies de la Catedral, la cual visitaríamos por la tarde, puesto que hasta las 16:00 no volvía a abrir, y además ya teníamos hambre.
14:10
Tras hacer unas fotos del exterior, del que cabría destacar las dos torres cilíndricas de su fachada principal y los canecillos de diversos motivos (vegetales, animales, humanas...) que decoran los aleros de los tejados, entramos en el templo (mi madre gratis por ser desempleada, y yo, 1'5 €). El interior está compuesto por una nave central y dos laterales, las tres con bóveda de cañón, y con paredes desnudas y algunas ventanas que aportan luminosidad al conjunto. Sí que son llamativos los capiteles que rematan las columnas, con temáticas similares a las de los canecillos, y el ábside central, que cuenta con las tres principales y casi únicas esculturas del templo: un San Martín del siglo XIV, un Cristo crucificado del siglo XIII y un Santiago del siglo XVI.
De nuevo en el coche, nos pusimos definitivamente rumbo a Santander. Transitamos por las llanuras castellanoleonesas durante casi una hora, pero fue adentrarnos en Cantabria y cambiar radicalmente el paisaje a otro totalmente verde y frondoso. También lo hizo el tiempo, pues pasamos de un cielo soleado a otro que poco a poco se fue nublando, tanto que cuando llegamos a la capital cántabra, a eso de la una menos cuarto, ya estaba chispeando, y esa llovizna se fue haciendo cada vez más fuerte conforme estábamos buscando aparcamiento hasta convertirse en un auténtico diluvio. Al final, a la una y cuarto decidimos meter el coche en el parking situado bajo el Mercado de la Esperanza, ya que no encontrábamos sitio por ninguna parte y además estábamos metidos en un buen atasco del que no sabíamos cómo salir.
Casualmente, nada más salir a la calle dejó de llover, pues apenas caía un tímido chispeo. En primer lugar, visitamos el Mercado de la Esperanza, que cuenta con dos plantas: la baja, con puestos de pescado y marisco; y la alta, para carne, frutas y verduras. Al salir, nos acercamos a la iglesia de San Francisco de Asís, pero estaba cerrada, por lo que continuamos nuestro camino hacia la Biblioteca de Menéndez Pelayo y el Museo de Arte Moderno y Contemporáneo de Santander y Cantabria, dos edificios que forman un conjunto muy vistoso con pináculos y escalinatas, dos de las cuales rodean la estatua del célebre escritor español.
Deshicimos nuestros pasos para ir ahora en busca del Ayuntamiento, muy elegante y en la línea arquitectónica de los edificios que habíamos visto por ahora. Unos metros más adelante, al tirar por la peatonal calle Juan de Herrera, nos encontramos con la iglesia de la Anunciación, cuya fachada recuerda a la del Gesù de Roma, pero nos quedamos con ganas de verla por dentro porque, al igual que la que vimos junto al mercado, tampoco estaba abierta. Así pues, seguimos con nuestro paseo por la ciudad bajando hasta la plaza de la Asunción, situada a los pies de la Catedral, la cual visitaríamos por la tarde, puesto que hasta las 16:00 no volvía a abrir, y además ya teníamos hambre.
14:10
Teníamos varias opciones para almorzar anotadas en mi lista de recomendaciones, y entre ellas estaba una taberna situada muy cerca de donde nos encontrábamos, La Gloria de Carriedo, y allí fuimos; a pesar de que todavía era relativamente temprano, ya estaba bastante concurrido, pero con suerte pillamos una pequeña mesa junto a la barra. Nos pedimos una ración de patatas a las tres salsas, una de rabas de calamar y otra de croquetas de jamón y bacalao, mientras que para beber mi madre se tomó una Coca-Cola Zero, y yo, un botellín de agua. Todo estaba muy rico, y además con un servicio bastante ágil a la hora de servir los platos. En total nos salió por 21'95 €, así que, al igual que la churrería de Palencia de esa misma mañana, otro sitio a tener en cuenta en futuros regresos a Santander.
Reanudamos nuestro paseo por la ciudad en los cercanos Jardines de Pereda, un parque situado a orillas de la extensa bahía de Santander cuyas zonas verdes están salpicadas de numerosas esculturas, entre ellas la del monumento a José María de Pereda, aunque lo que más llama la atención por su impacto visual es el modernista Centro Botín. También nos topamos con el tiovivo y el templete de los jardines, enfrente de los cuales se erige el edificio del Banco de Santander, el cual estaba fotografiando cuando, de golpe y porrazo, empezó a diluviar de forma racheada, lo que nos obligó a cobijarnos en una marquesina de autobuses, pero, teniendo en cuenta que estaba prácticamente lleno y que nos estábamos mojando a pesar de haber abierto ya el paraguas, nos vimos obligados a cruzar a la acera de enfrente para refugiarnos bajo el enorme arco del edificio Banco de Santander.
Pasaron unos quince minutos de intensa lluvia y, de repente, el cielo abrió y salió el sol. El día cambió por completo, pero más tardarían en secarse mis bermudas y mis zapatos, que estaban chorreando. Me quedaban por ver algunas cosas de los Jardines y del Paseo de Pereda, así que crucé de nuevo, no así mi madre, que prefirió no arriesgar y se quedó allí esperándome por si las moscas; en concreto, me acerqué a ver la elegante Fuente de Concha Espina, la Grúa de Piedra y el Palacete del Embarcadero. Nos reunimos de nuevo a pocos metros de la plaza de Pombo para volver al centro de la ciudad, pasando de camino por la plaza Porticada, llamada así por los soportales de los edificios que la rodean, aunque su verdadero nombre es el de plaza de Pedro Velarde, héroe cántabro de la Guerra de Independencia cuya estatua se encuentra en un pedestal a la entrada de la misma.
Eran las cuatro de la tarde cuando ya estábamos de vuelta en la plaza de la Asunción, donde nos sentamos para descansar unos minutos, precisamente junto al reloj que marcaba la cuenta atrás de los días que faltaban para que terminase el Año Jubilar Lebaniego 2017, el motivo central de nuestro viaje. Tras hacer algunas fotos a la estatua de la Asunción de la Virgen y a los exteriores de la Catedral de la Asunción de Nuestra Señora, subimos la escalinata de la plaza para unirnos a la cola que ya se había formado. No fue hasta las cuatro y media cuando pudimos acceder (1 € la entrada de cada uno), en concreto al claustro, de estilo gótico, como el de todo el conjunto.
Ya en el interior del templo propiamente dicho, advertí rápidamente que su tamaño es bastante más pequeño que el de otras catedrales que había visitado hasta entonces; aun así, desprendía esa belleza y elegancia que tanto me gusta del gótico, ahora bien, más simple que el que todos tenemos en mente. No hay mucho que se pueda destacar de la catedral, si acaso el interior del cimborrio, de planta octogonal y con cúpula estrellada, aunque su construcción forma parte de la ampliación a la que fue sometida la catedral el siglo pasado; por su parte, de las capillas que conforman las naves laterales, quizás la más llamativa de todas sea la que contiene el sepulcro de Menéndez Pelayo. Apenas diez minutos después ya estábamos de nuevo en el claustro, el cual rodeamos por completo para contemplar los restos allí expuestos.
La visita no terminó aquí, pues, al salir del claustro, bajamos a la iglesia del Santísimo Cristo, que se corresponde con la parte inferior de la catedral, ya que resulta que la de Santander está formada por dos iglesias superpuestas, y todavía nos quedaba ésta por ver, a mi parecer la mejor de las dos. Más oscura y de techos más bajos que parte superior, se asemeja a una cripta, de hecho también se le conoce así, y en ella se conservan los restos de San Emeterio y San Celedonio, patronos de la ciudad. De su interior también cabe destacar una Piedad esculpida en piedra, el Cristo crucificado que preside el altar y los restos de las antiguas termas romanas que se pueden ver en una de las naves laterales a través de un suelo de cristal.
Ahora sí, terminamos con la visita de la catedral, poco más de media hora desde que entramos, tras lo cual volvimos a sentarnos un momento en la plaza de la Asunción para planificar el resto de la tarde. Tocaba ir a la península de la Magdalena, por lo que, tras consultar en Google Maps la ruta por la que debía tirar para no perderme, fuimos hasta el parking para, previo pago de 6'60 €, coger el coche y emprender dicho camino, que realmente no tenía pérdida, ya que una vez que llegué al Ayuntamiento no tuve más que seguir por las avenidas que bordean la costa. Pasamos por los Jardines de Pereda y el Puerto deportivo, y luego por delante de una larga hilera de casas y mansiones que no parecían precisamente asequibles de precio.
17:45
Tuvimos mucha suerte en lo que a aparcar se refiere, puesto que, justo cuando íbamos a dar la vuelta para buscar sitio en una zona más alejada, encontramos uno a muy pocos metros de la entrada del Real Sitio de la Magdalena. Nada más entrar ya me quedé impresionado con lo que tenía delante, pero, conforme fui adentrándome en este gran parque, me fue gustando cada vez más, y eso que estábamos un tanto temerosos de que en cualquier momento se pusiese a llover de nuevo, cosa que afortunadamente no ocurrió. Siguiendo el camino trazado en esta pequeña península, pasamos en primer lugar por delante del Monumento en Memoria de las Víctimas del Terrorismo, y, unos metros después, por el que está dedicado a Félix Rodríguez de la Fuente, mientras que a nuestra derecha dejamos un parque infantil abarrotado de niños y padres aprovechando la ausencia de lluvia.
Luego, bordeamos las antiguas caballerizas reales, actualmente usadas como residencia de estudiantes de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo (UIMP), y situadas frente a las playas de la Magdalena y de los Bikinis, así como de las pequeñas islas de la Torre y de la Horadada; por cierto, que me acerqué un momento a la playa para tocar la arena, muchísimo mejor que la de Málaga. Continuamos por el sendero, cada vez un poco más empinado, al tiempo que sobre cuyos frondosos árboles se iba asomando el Palacio de la Magdalena. El que se asomó fui yo a los acantilados con los que nos topamos a continuación, frente por frente de la isla de Mouro y su faro, un paisaje al que no me pude resistir hacer varias fotos dignas de un postal.
Por fin llegamos al Palacio de la Magdalena, actual sede de los cursos de verano de la UIMP, aunque se construyó hace un siglo como regalo para el rey Alfonso XIII, que lo utilizó como palacio de veraneo. Majestuoso y de inconfundible arquitectura de influencia inglesa, del edificio llaman poderosamente la atención varios elementos, sobre todo las cubiertas de pizarra y de forma triangular, así como el torreón octogonal que sobresale del mismo. Tras hacernos unas cuantas fotos, retomamos el camino, aunque en ese momento nos dimos cuenta de que mi paraguas había desaparecido; inicialmente lo dimos por perdido, pero me dio por volver a los acantilados en los que estuvimos antes y resulta que mi madre se lo había dejado en el banco en el que me esperó sentada mientras yo hacía fotos.
Bajamos ahora hasta el Muelle de las Carabelas, en el que se exponen la balsa y las carabelas que el explorador local Vital Alsar usó en distintas expediciones marítimas, para luego continuar por el Parque Marino y el Minizoo, los cuales cuentan con varios recintos acuáticos en los que pingüinos, leones marinos y focas hacían las delicias de los más jóvenes del lugar, y los no tan jóvenes. Con esto acabó nuestra visita al Real Sitio de la Magdalena, sin duda lo mejor de Santander, por lo que seguidamente volvimos al coche para dirigirnos al barrio del Sardinero, que era ya lo único que nos quedaba por ver.
Aparcamos a mediación de la Segunda Playa del Sardinero, ya prácticamente despoblada de bañistas, puesto que estaba nublado y hacía un poco de fresco. La fuimos recorriendo por el paseo marítimo hasta toparnos con los Jardines de Piquío, un pequeño parque que se eleva entre la Primera y la Segunda Playa del Sardinero y desde cuyos miradores se tiene una vista espectacular tanto de ambas playas como de la península de la Magdalena. Más adelante, llegamos a la plaza de Italia, presidida por dos imponentes y elegantes construcciones, el Gran Casino Sardinero y el Gran Hotel Sardinero, ambas con fachadas blancas e impolutas.
Mi madre aprovechó para tomarse un helado justo allí enfrente, tras lo cual dimos media vuelta por el paseo marítimo para coger de nuevo el coche y poner rumbo a Torrelavega, para lo cual pasamos por delante de los Campos de Sport del Sardinero (el estadio del Racing de Santander) y el Palacio de Deportes antes de incorporarnos a la autovía. A las ocho y media de la tarde llegamos al hotel Marqués de Santillana, donde nos alojaríamos dos noches por 132 €, desayuno incluido. Nos asignaron la habitación 206, en la cual descansamos un rato, en mi caso viendo la final de la Supercopa de Europa que enfrentaba al Real Madrid y al Manchester United, antes de salir a cenar.
Cuando terminó la primera parte del partido, bajamos a la calle a tantear la zona y buscar un sitio para cenar. Callejeamos por los alrededores de la plaza de José María González Trevilla y por la de Baldomero Iglesias, especialmente esta última, donde se concentran varios bares y restaurantes, aunque casi todos estaban escasos de público. Entramos en uno de ellos, e incluso tomamos asiento, pero, entre que pasaban los minutos sin que ningún camarero viniese a tomarnos nota y que a mi madre no le convencía mucho la carta, nos fuimos de allí para finalmente ir al 100 Montaditos situado junto al Ayuntamiento y pedirnos una Coca-Cola Zero y tres montaditos para cada uno por 10'70 € en total.
Casualmente, en la televisión de esta cervecería estaban retransmitiendo la Supercopa de Europa, y coincidió que el partido estaba a punto de acabar; con un poco de sufrimiento, el Real Madrid terminó proclamándose campeón tras imponerse por 2-1 al equipo inglés. Ya cenados y habiéndose celebrado ya la entrega del trofeo, volvimos al hotel a descansar definitivamente después de un largo día de viaje por carretera y de patearnos Santander con la lluvia acechando y haciendo acto de presencia de manera puntual. A las doce de la madrugada ya estábamos acostados y con la alarma del móvil activa para que nos despertase a las siete y media, que el plan del día siguiente era visitar Santillana del Mar, Comillas y San Vicente de la Barquera, además de Torrelavega.
Reanudamos nuestro paseo por la ciudad en los cercanos Jardines de Pereda, un parque situado a orillas de la extensa bahía de Santander cuyas zonas verdes están salpicadas de numerosas esculturas, entre ellas la del monumento a José María de Pereda, aunque lo que más llama la atención por su impacto visual es el modernista Centro Botín. También nos topamos con el tiovivo y el templete de los jardines, enfrente de los cuales se erige el edificio del Banco de Santander, el cual estaba fotografiando cuando, de golpe y porrazo, empezó a diluviar de forma racheada, lo que nos obligó a cobijarnos en una marquesina de autobuses, pero, teniendo en cuenta que estaba prácticamente lleno y que nos estábamos mojando a pesar de haber abierto ya el paraguas, nos vimos obligados a cruzar a la acera de enfrente para refugiarnos bajo el enorme arco del edificio Banco de Santander.
Pasaron unos quince minutos de intensa lluvia y, de repente, el cielo abrió y salió el sol. El día cambió por completo, pero más tardarían en secarse mis bermudas y mis zapatos, que estaban chorreando. Me quedaban por ver algunas cosas de los Jardines y del Paseo de Pereda, así que crucé de nuevo, no así mi madre, que prefirió no arriesgar y se quedó allí esperándome por si las moscas; en concreto, me acerqué a ver la elegante Fuente de Concha Espina, la Grúa de Piedra y el Palacete del Embarcadero. Nos reunimos de nuevo a pocos metros de la plaza de Pombo para volver al centro de la ciudad, pasando de camino por la plaza Porticada, llamada así por los soportales de los edificios que la rodean, aunque su verdadero nombre es el de plaza de Pedro Velarde, héroe cántabro de la Guerra de Independencia cuya estatua se encuentra en un pedestal a la entrada de la misma.
Eran las cuatro de la tarde cuando ya estábamos de vuelta en la plaza de la Asunción, donde nos sentamos para descansar unos minutos, precisamente junto al reloj que marcaba la cuenta atrás de los días que faltaban para que terminase el Año Jubilar Lebaniego 2017, el motivo central de nuestro viaje. Tras hacer algunas fotos a la estatua de la Asunción de la Virgen y a los exteriores de la Catedral de la Asunción de Nuestra Señora, subimos la escalinata de la plaza para unirnos a la cola que ya se había formado. No fue hasta las cuatro y media cuando pudimos acceder (1 € la entrada de cada uno), en concreto al claustro, de estilo gótico, como el de todo el conjunto.
Ya en el interior del templo propiamente dicho, advertí rápidamente que su tamaño es bastante más pequeño que el de otras catedrales que había visitado hasta entonces; aun así, desprendía esa belleza y elegancia que tanto me gusta del gótico, ahora bien, más simple que el que todos tenemos en mente. No hay mucho que se pueda destacar de la catedral, si acaso el interior del cimborrio, de planta octogonal y con cúpula estrellada, aunque su construcción forma parte de la ampliación a la que fue sometida la catedral el siglo pasado; por su parte, de las capillas que conforman las naves laterales, quizás la más llamativa de todas sea la que contiene el sepulcro de Menéndez Pelayo. Apenas diez minutos después ya estábamos de nuevo en el claustro, el cual rodeamos por completo para contemplar los restos allí expuestos.
La visita no terminó aquí, pues, al salir del claustro, bajamos a la iglesia del Santísimo Cristo, que se corresponde con la parte inferior de la catedral, ya que resulta que la de Santander está formada por dos iglesias superpuestas, y todavía nos quedaba ésta por ver, a mi parecer la mejor de las dos. Más oscura y de techos más bajos que parte superior, se asemeja a una cripta, de hecho también se le conoce así, y en ella se conservan los restos de San Emeterio y San Celedonio, patronos de la ciudad. De su interior también cabe destacar una Piedad esculpida en piedra, el Cristo crucificado que preside el altar y los restos de las antiguas termas romanas que se pueden ver en una de las naves laterales a través de un suelo de cristal.
Ahora sí, terminamos con la visita de la catedral, poco más de media hora desde que entramos, tras lo cual volvimos a sentarnos un momento en la plaza de la Asunción para planificar el resto de la tarde. Tocaba ir a la península de la Magdalena, por lo que, tras consultar en Google Maps la ruta por la que debía tirar para no perderme, fuimos hasta el parking para, previo pago de 6'60 €, coger el coche y emprender dicho camino, que realmente no tenía pérdida, ya que una vez que llegué al Ayuntamiento no tuve más que seguir por las avenidas que bordean la costa. Pasamos por los Jardines de Pereda y el Puerto deportivo, y luego por delante de una larga hilera de casas y mansiones que no parecían precisamente asequibles de precio.
17:45
Tuvimos mucha suerte en lo que a aparcar se refiere, puesto que, justo cuando íbamos a dar la vuelta para buscar sitio en una zona más alejada, encontramos uno a muy pocos metros de la entrada del Real Sitio de la Magdalena. Nada más entrar ya me quedé impresionado con lo que tenía delante, pero, conforme fui adentrándome en este gran parque, me fue gustando cada vez más, y eso que estábamos un tanto temerosos de que en cualquier momento se pusiese a llover de nuevo, cosa que afortunadamente no ocurrió. Siguiendo el camino trazado en esta pequeña península, pasamos en primer lugar por delante del Monumento en Memoria de las Víctimas del Terrorismo, y, unos metros después, por el que está dedicado a Félix Rodríguez de la Fuente, mientras que a nuestra derecha dejamos un parque infantil abarrotado de niños y padres aprovechando la ausencia de lluvia.
Luego, bordeamos las antiguas caballerizas reales, actualmente usadas como residencia de estudiantes de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo (UIMP), y situadas frente a las playas de la Magdalena y de los Bikinis, así como de las pequeñas islas de la Torre y de la Horadada; por cierto, que me acerqué un momento a la playa para tocar la arena, muchísimo mejor que la de Málaga. Continuamos por el sendero, cada vez un poco más empinado, al tiempo que sobre cuyos frondosos árboles se iba asomando el Palacio de la Magdalena. El que se asomó fui yo a los acantilados con los que nos topamos a continuación, frente por frente de la isla de Mouro y su faro, un paisaje al que no me pude resistir hacer varias fotos dignas de un postal.
Por fin llegamos al Palacio de la Magdalena, actual sede de los cursos de verano de la UIMP, aunque se construyó hace un siglo como regalo para el rey Alfonso XIII, que lo utilizó como palacio de veraneo. Majestuoso y de inconfundible arquitectura de influencia inglesa, del edificio llaman poderosamente la atención varios elementos, sobre todo las cubiertas de pizarra y de forma triangular, así como el torreón octogonal que sobresale del mismo. Tras hacernos unas cuantas fotos, retomamos el camino, aunque en ese momento nos dimos cuenta de que mi paraguas había desaparecido; inicialmente lo dimos por perdido, pero me dio por volver a los acantilados en los que estuvimos antes y resulta que mi madre se lo había dejado en el banco en el que me esperó sentada mientras yo hacía fotos.
Bajamos ahora hasta el Muelle de las Carabelas, en el que se exponen la balsa y las carabelas que el explorador local Vital Alsar usó en distintas expediciones marítimas, para luego continuar por el Parque Marino y el Minizoo, los cuales cuentan con varios recintos acuáticos en los que pingüinos, leones marinos y focas hacían las delicias de los más jóvenes del lugar, y los no tan jóvenes. Con esto acabó nuestra visita al Real Sitio de la Magdalena, sin duda lo mejor de Santander, por lo que seguidamente volvimos al coche para dirigirnos al barrio del Sardinero, que era ya lo único que nos quedaba por ver.
Aparcamos a mediación de la Segunda Playa del Sardinero, ya prácticamente despoblada de bañistas, puesto que estaba nublado y hacía un poco de fresco. La fuimos recorriendo por el paseo marítimo hasta toparnos con los Jardines de Piquío, un pequeño parque que se eleva entre la Primera y la Segunda Playa del Sardinero y desde cuyos miradores se tiene una vista espectacular tanto de ambas playas como de la península de la Magdalena. Más adelante, llegamos a la plaza de Italia, presidida por dos imponentes y elegantes construcciones, el Gran Casino Sardinero y el Gran Hotel Sardinero, ambas con fachadas blancas e impolutas.
Mi madre aprovechó para tomarse un helado justo allí enfrente, tras lo cual dimos media vuelta por el paseo marítimo para coger de nuevo el coche y poner rumbo a Torrelavega, para lo cual pasamos por delante de los Campos de Sport del Sardinero (el estadio del Racing de Santander) y el Palacio de Deportes antes de incorporarnos a la autovía. A las ocho y media de la tarde llegamos al hotel Marqués de Santillana, donde nos alojaríamos dos noches por 132 €, desayuno incluido. Nos asignaron la habitación 206, en la cual descansamos un rato, en mi caso viendo la final de la Supercopa de Europa que enfrentaba al Real Madrid y al Manchester United, antes de salir a cenar.
Cuando terminó la primera parte del partido, bajamos a la calle a tantear la zona y buscar un sitio para cenar. Callejeamos por los alrededores de la plaza de José María González Trevilla y por la de Baldomero Iglesias, especialmente esta última, donde se concentran varios bares y restaurantes, aunque casi todos estaban escasos de público. Entramos en uno de ellos, e incluso tomamos asiento, pero, entre que pasaban los minutos sin que ningún camarero viniese a tomarnos nota y que a mi madre no le convencía mucho la carta, nos fuimos de allí para finalmente ir al 100 Montaditos situado junto al Ayuntamiento y pedirnos una Coca-Cola Zero y tres montaditos para cada uno por 10'70 € en total.
Casualmente, en la televisión de esta cervecería estaban retransmitiendo la Supercopa de Europa, y coincidió que el partido estaba a punto de acabar; con un poco de sufrimiento, el Real Madrid terminó proclamándose campeón tras imponerse por 2-1 al equipo inglés. Ya cenados y habiéndose celebrado ya la entrega del trofeo, volvimos al hotel a descansar definitivamente después de un largo día de viaje por carretera y de patearnos Santander con la lluvia acechando y haciendo acto de presencia de manera puntual. A las doce de la madrugada ya estábamos acostados y con la alarma del móvil activa para que nos despertase a las siete y media, que el plan del día siguiente era visitar Santillana del Mar, Comillas y San Vicente de la Barquera, además de Torrelavega.
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