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miércoles, 7 de agosto de 2019

Viaje a España 2017: día 6

Jueves, 10 de agosto de 2017

8:00
Como a lo largo de todo el viaje, nos levantamos pronto para aprovechar la jornada al máximo, y este día con más razón, puesto que por la tarde visitaríamos el monasterio de Santo Toribio de Liébana por ser Año Jubilar Lebaniego, la principal causa por la que mi madre había planteado este viaje. Lo primero que hicimos fue ducharnos, y luego vestirnos para poder terminar de hacer la maleta, aunque la noche anterior ya la dejamos prácticamente listas, para seguidamente bajar a la cafetería del hotel a desayunar. Yo repetí la combinación del día anterior (un par de tostadas con mantequilla, un sobao pasiego, una napolitana de chocolate y un vaso de leche con Colacao), a la que le añadí un croissant de chocolate. Una vez desayunados, mi madre dijo de ir a comprar más cajas de polkas para algunos familiares, por lo que, en vez de irnos ya, nos dimos un pequeño paseo hasta el obrador de la confitería Santos para comprarlas.
De vuelta en el hotel, subimos a la habitación para recoger todo el equipaje, tras lo cual dejamos las llaves de la habitación en la recepción para, ahora sí, ir al coche pasadas ya las diez y media de la mañana. Nos incorporamos a la autovía A-8 para luego continuar por la nacional N-621 a la altura de Unquera, comenzando de esta forma una ruta de pequeñas localidades cántabras, y algunas asturianas, rodeadas de verdes paisajes y frondosos bosques: San Pedro de las Baheras, Buelles, Panes, etc. Llevábamos ya casi una hora en el coche cuando llegamos a un largo tramo de carretera en el que los dos carriles se hacían más estrechos, las curvas se sucedían una tras otra, y a ambos lados se levantaban enormes paredes y montañas de piedra siguiendo el curso del río Deva. Estábamos en el desfiladero de La Hermida, y, a pesar de lo peligroso que resultaba circular por allí, es sin duda alguna la carretera por la que más he disfrutado conduciendo.
Las condiciones de la carretera me obligaban a ir a no más de 20 o 30 km/h, de hecho en algunos momentos tuvimos que parar para que en las curvas pudieran pasar dos coches al mismo tiempo, o incluso en algunas rectas cuando venía un camión en sentido contrario. Esos momentos los aprovechaba para mirar por la ventanilla y coger el móvil para hacer algunas fotos de unos paisajes que me dejaron embelesado. Jamás me imaginé que iba a pasar por un camino tan bonito, que apenas sintiese miedo por conducir por una carretera tan estrecha en la que el coche casi rozaba con las rocas, o que no me importase parar cada dos por tres por culpa del tráfico. Pasado este bello tramo de más de 20 km, la carretera volvió a hacer más ancha, y apenas diez minutos después ya estábamos en Potes. La idea era asistir a la misa del peregrino que se celebraría en el monasterio a las 12:00, pero ya no nos iba a dar tiempo, así que decidimos no parar e ir directamente a Fuente Dé, adonde llegamos a la una menos cuarto.
Aparcamos el coche en un enorme descampado, a los pies de los Picos de Europa, un macizo montañoso inmenso que me dejó boquiabierto, al igual que lo estuve apenas una hora antes, pues el paisaje era bien parecido, aunque ahora no tenía que estar pendiente del tráfico y sí de no parar de hacer fotos con mi cámara para llevarme un recuerdo gráfico de ese espectáculo de la naturaleza que tenía ante mí. Si por algo es conocido Fuente Dé es por su teleférico, el cual cruzaba por encima de nuestras cabezas salvando un desnivel de unos 750 metros desde la estación base hasta la situada en una de las cimas que nos rodeaban, pero no nos subimos básicamente por dos razones: una, porque me daba un poco de miedo; y dos, porque tendríamos que esperar al menos un par de horas y no disponíamos de ese tiempo. Así pues, después de pasar allí más de media hora, volvimos al coche para ir definitivamente a Potes.

14:00
Aparcamos en una explanada detrás de la Iglesia de San Vicente y nos acercamos a la Hostería La Antigua, el alojamiento que habíamos reservado, aunque unos días después nos llamaron para decirnos que habían cometido un error en la reserva y que nos tendríamos que alojar en otra hostería cercana, y como compensación tendríamos que pagar solamente 50 € en vez de los 60 € de temporada alta y que además nos darían un obsequio. Cuando llegamos, nos atendió una mujer, y tras identificarnos, nos llevó a nuestro nuevo alojamiento, situado a muy pocos metros de allí. La habitación, la 203, era similar a la que habíamos reservado inicialmente, así que no pusimos pegas, y menos todavía cuando nos dijo que finalmente no tendríamos que pagar nada, que nos regalaban el alojamiento, así que eso que nos ahorrábamos.
Antes de volver a la calle, me quité la camiseta de manga larga que llevaba puesta para cambiármela por un polo de manga corta, y es que no hacía tanto frío como estaba previsto, sino más bien calor. Como ya iba siendo hora de almorzar, nos fuimos directamente a la primera opción que tenía anotada en mi lista de recomendaciones, Casa Favila, que resultaba que no tenía ninguna mesa libre, pero justo al lado de la entrada había una pareja a la que le quedaba poco para terminar, por lo que decidimos esperar, aunque mi madre fue la que se quedó allí mientras yo fui a dar una vuelta por las calles del pueblo. Casualidades de la vida, en una tienda me encontré con una antigua alumna de La Asunción, el colegio en el que trabajé durante tres cursos antes de conseguir una plaza en las Oposiciones; y luego, de vuelta en el restaurante, resulta que la mujer de esa pareja que estaba terminando de comer había trabajado en Sant Feliu de Guíxols en el hotel del tío de mi madre. Desde luego, el mundo es muy pequeño.
Ya sentados a la mesa poco después de las tres de la tarde, mi madre se pidió el menú especial, con fabada asturiana de primero y cachopo de ternera de segundo, mientras que yo me decanté por el menú normal, con una tabla de embutidos de primero y un cachopo de lomo de segundo, y ambos menús con el pan, el agua y el postre incluidos. Espectacular. Según mi madre, hacía mucho tiempo que no se comía una fabada tan buena, la tabla venía muy completa (cuatro lonchas de chorizo, salchichón, cecina y jamón), y los dos cachopos estaban muy sabrosos, se notaba que eran caseros. De postre pedimos sendas porciones de tarta, de queso la de mi madre y de chocolate la mía. En total, 29 € por el almuerzo (17 € el menú de mi madre, 12 € el mío), una relación calidad precio casi insuperable.
Nada más terminar de comer, fuimos en busca del coche para subir al monasterio, pero por el camino fuimos viendo el pueblo, cuyas calles empedradas estaban a rebosar de turistas. Atravesamos el Puente Nuevo, situado sobre el río Quiviesa, que desemboca unos metros más adelante en el río Deva, y desde el cual vimos la Torre del Infantado, actual sede del Ayuntamiento. A continuación, llegamos a una pequeña plaza en la que encuentra el monumento a Jesús de Monasterio, un violinista nacido en Potes, así como la antigua iglesia de San Vicente, que ahora es la Oficina de Turismo del pueblo, y la nueva iglesia de San Vicente, en cuyo interior habría que destacar el altar mayor y los pequeños retablos de sus capillas que dan cobijo a algunas tallas de santos, cristos y vírgenes.

16:25
Nos montamos en el coche, que estaba aparcado allí mismo, y subimos al monasterio de Santo Toribio de Liébana, que, como era de esperar, estaba bastante concurrido. Accedimos al templo por la Puerta del Perdón, que solamente se abre durante el Año Santo Jubilar, y ya dentro lo recorrimos tranquilamente a la espera de que a las cinco se expusiera el Lignum Crucis. La iglesia, bastante bien conservada, combina elementos del románico y del gótico, y no destaca por tener muchos elementos decorativos, más allá de un órgano, un altar muy sobrio y la tumba de Santo Toribio, aunque sí que llama la atención sobre el resto del conjunto la gran capilla en la que se venera el Lignum Crucis, el trozo más grande que se conserva de la cruz en la que se supone que murió Jesucristo.
A las cinco en punto, uno de los frailes franciscanos que cuidan el monasterio se acercó a dicha capilla para coger el Lignum Crucis y llevarlo al altar para proceder a la explicación, bendición y veneración del Lignum Crucis, tras lo cual los allí presentes formamos una cola para besar la reliquia. Después, salimos para visitar el claustro del monasterio, muy ajardinado, y ya luego mi madre fue a la tienda del monasterio para comprar algún recuerdo. A continuación, volvimos al coche para acercarnos a la ermita de San Miguel, situada al final de una carretera a apenas un kilómetro de distancia del monasterio de Santo Toribio de Liébana. Probablemente sea el templo más pequeño que he visitado, y a través de la reducida reja de la puerta, pues estaba cerrada, solamente pude distinguir una cruz y una pequeña talla de San Miguel en su interior.
Sin embargo, el principal motivo por el que quise subir hasta allí no era el templo en sí, que como he dicho no era gran cosa, sino poder disfrutar de la panorámica que se podía divisar desde la colina que corona la ermita: los Picos de Europa, el valle de Liébana y los pueblos desperdigados por entre las laderas. Allí pasamos unos diez minutos entre la inmensidad y la tranquilidad que nos rodeaba antes de volver a Potes, adonde volvimos poco antes de las seis y media. Nos acercamos a la Torre del Infantado, situado entre el Puente Nuevo y el Puente de la Cárcel, por el cual bajamos para continuar nuestro paseo siguiendo el curso del río Deva, de aguas cristalinas y salpicado de piedras y rocas, una composición que capturé en varias fotografías con mi cámara.
Al llegar al siguiente puente, volvimos a la calle principal del pueblo, cuyas numerosas tiendas fuimos recorriendo de una en una para ver qué recuerdos y qué productos típicos comprar. Yo me puse a buscar la típica camiseta que suelo comprarme cuando viajo; al final, después de mucho comparar y probarme varios modelos en varias tiendas, me decanté por una azul de 12 € en la que aparece la estela de Barros, uno de los símbolos de Cantabria, junto con otros dos glifos con forma de espiral que también había visto por la zona. Por su parte, mi madre compró varios quesos y paquetes de sobaos en un par de tiendas, una de ellas la de la hostería en la que habíamos reservado el alojamiento, y así al menos les agradecíamos el gesto de habernos pagado la habitación por el error que cometieron en la reserva.

20:30
Tras dejar lo que habíamos comprado en la habitación y descansar un poco, volvimos de nuevo al pueblo para seguir descubriendo sus encantos. Uno de ellos es el Puente de San Cayetano, otro de los puentes de piedra que surcan la villa de Potes, en este caso en los últimos metros de río Quiviesa, a uno de cuyos márgenes bajé por una de las escalinatas situadas junto al puente para hacer algunas fotos a los patos y gansos que nadaban en sus aguas. A continuación, nos incorporamos a la carretera que atraviesa el pueblo, concretamente a la altura de un pequeño parque en el está la estatua del Homenaje al médico rural; luego, continuamos por una de las muchas calles empedradas del pueblo, ésta paralela al río y surcada por varios arcos de piedra, y después por el Puente Nuevo para volver a la zona de las tiendas de recuerdos y comprarle a nuestra perra Lola un llavero con un cencerro para colgárselo en su collar.
Después, estuvimos dando un paseo por el pueblo buscando un sitio para cenar, aunque en realidad no teníamos mucha hambre, pues el almuerzo fue más que contundente. Al final nos decantamos por uno de los que llevaba recomendados en mi lista, El Refugio, donde nos tomamos una Coca-Cola cada uno y una ración de rabas de calamar; en total, 9'60 €. Fue allí precisamente, mientras esperábamos que nos sirvieran la cena, cuando me enteré de que el destino definitivo que me habían adjudicado para el siguiente curso era Cártama, en el IES Jarifa, lo cual me agradó porque me quedaba más cerca de casa y evitaba tener que alquilarme un piso como tuve que hacer ese curso en Coín; de hecho, ya han sido dos cursos los que he pasado en este instituto y puede que siga uno más.
Ya cenados y siendo noche cerrada, seguimos paseando por Potes para ver iluminado algunos de sus monumentos, como por ejemplo la Torre del Infantado. Nos acercamos también al Puente Nuevo y al Puente de San Cayetano, donde bajé al río para recorrerlo hasta el Puente de la Cárcel por uno de sus márgenes. Ya de vuelta con mi madre, regresamos a la habitación de nuestro alojamiento a eso de las once de la noche. Al igual que la noche anterior, como a la mañana siguiente nos tocaba irnos de nuevo y ponernos en carretera, dejamos las maletas preparadas para no perder mucho tiempo y salir lo más temprano posible. Pusimos las alarmas de nuestros móviles a las siete y media, y pasadas las doce de la madrugada ya estábamos acostados.

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