Sábado, 19 de febrero de 2011
8:30
Suena la alarma del móvil de Pepe. A los pocos segundos, es el turno de la alarma de mi móvil. Pepe se levanta y acude al baño para ducharse mientras yo me quedo acostado en la cama apurando los últimos minutos de descanso. Corro la cortina de la ventana de la habitación, que está justamente en mi lado de la cama, y compruebo que la calle está mojada y los cristales de la ventana llenos de gotas. Mala señal. Las previsiones no se habían equivocado y el cielo, nublado y encapotado, no parecía por la labor de mejorar a lo largo de nuestra primera jornada en Londres. Tenía más que asumido que lluvia nos íbamos a encontrar sí o sí, por lo que me conformaba con que cayese mientras estuviésemos a cubierto (en un museo, en el metro, comiendo...), y, si lo hacía con nosotros en la calle, que no fuese copiosa. Pepe volvió del baño, así que yo cogí su testigo para asearme.
Volví a la habitación para ponerme las gafas y fui a la cocina, donde ya estaba Pepe desayunando sentado en uno de los dos taburetes y escuchando la radio (la BBC, concretamente). Le pregunté qué opciones había para desayunar y me dijo que tenía tostadas, tarta de chocolate, muffins, leche y zumo de naranja (¡de naranjas valencianas!); al final, me decanté por tres tostadas con mantequilla, un trozo de tarta y un vaso de leche con Nesquik. La leche no tenía nada que ver con la que nos tomamos en España, pues más bien parecía agua blanca, casi sin sabor; por otro lado, en Londres (y supongo que en todo el Reino Unido) la leche, en vez de en tetra bricks de un litro, viene en botellitas de 568 mililitros (lo que viene a ser una pinta inglesa). Y qué decir del Nesquik. Nada más abrirlo, comprobé que el chocolate en polvo presentaba un color bastante más oscuro que el de aquí, como si fuera café, y, luego de echarlo y removerlo con la leche, el sabor estaba a años luz del original. En fin, que menos mal que las tostadas y la tarta estaban buenas, que si no habría terminado de añorar del todo el mollete con aceite que me tomo todas las mañanas.
Cuando terminé de desayunar, fregué los platos y los vasos que habíamos utilizado mientras Pepe se estaba lavando los dientes y vistiéndose. El agua que salía del grifo estaba casi literalmente helada, y era imposible dejar las manos bajo el chorro más de cinco o seis segundos; a continuación, fui a la habitación a cambiarme de ropa. Me abrigué bastante, pero sin abusar: una camiseta interior de manga corta, un polo, y el chaquetón, en cuyos bolsillos guardé los guantes por si acaso hubiera que recurrir a ellos; al viaje, también me llevé una bufanda, pero yo no es que sea muy amigo de estos largos trozos de tela, puesto que me resultan un poco incómodos, así que la dejé en la maleta. Ya eran las nueve y cuarto pasadas, hora de partir. Tanto Pepe como yo cogimos nuestros respectivos paraguas y cámaras de fotos, además de la hoja de ruta que había preparado para el viaje. Salimos del piso y lo primero que hicimos fue abrir los paraguas, puesto que estaba lloviendo, aunque por suerte no demasiado, solamente un chispeo fuerte. Tiramos por Strutton Ground para luego girar a la izquierda por Victoria Street. Por el camino, además de ver varias cabinas telefónicas y autobuses de dos pisos típicos londinenses, nos topamos con el Westminster City Hall, que viene a ser el ayuntamiento de la zona de Westminster, y es que, según tengo entendido, cada barrio está regido por una asamblea independiente, aunque Londres en sí tiene un alcalde.
9:30
Llegamos a Westminster Cathedral justamente a la hora que habíamos acordado el día anterior (en realidad, el mismo día, porque les dejamos en el hostal casi a las dos de la madrugada) con Jose y Miguel, quienes no estaban allí todavía. Les concedimos los cinco minutos de rigor, pero no aparecían, así que cogí el móvil para llamarles. No respondían. Lo intentó Pepe con el suyo y por fin lo cogieron. Estaban por Grosvenor Gardens, a lo que Pepe les contestó que se habían equivocado de camino, que la catedral estaba en sentido contrario al que ellos estaban siguiendo, por lo que les dijo que preguntasen por Victoria Station o por Victoria Street para poder llegar hasta donde nos encontrábamos nosotros. La lluvia, aunque no era de consideración, no cesaba, así que nos resguardamos en la acera techada de una de las esquinas de la plaza en la que se encuentra la catedral, concretamente junto a un McDonald's.
Aproveché que estábamos a cubierto para sacar mi cámara y hacer algunas fotos a la catedral, cuya apariencia me sorprendió bastante, pues encontrar un edificio de arquitectura neobizantina no creo que sea muy común en territorio británico, y encima es un templo católico. Me llamaron mucho la atención la marcada tonalidad roja ladrillo de la fachada y, sobre todo, el campanario, que tiene una altura que supera los ochenta metros. No entramos en la catedral básicamente por dos razones: porque estaba lloviendo y por si acaso fueran a llegar Jose y Miguel mientras estuviésemos dentro. Mientras les esperábamos, se me acercó una pareja que me pidió que les fotografiara junto a la catedral; por el acento, me di cuenta de que eran italianos, y les pregunté si era así, a lo que me respondieron afirmativamente. ¿Quién me iba a decir que iba a practicar italiano en Londres aunque fuese durante apenas quince o veinte segundos?
Ya eran más de las diez y Jose y Miguel no daban señales de vida, por lo que Pepe les llamó para preguntarles cuánto les quedaba para llegar. Seguían perdidos sin saber cómo llegar al lugar en el que estábamos nosotros, así que les dijimos que volvieran a preguntar por Victoria Street o por la catedral, que no tenían pérdida alguna. No hacía un frío excesivo, pero entre la lluvia, la humedad y que llevaba cerca de tres cuartos de hora de pie sin moverme, no tuve más remedio que abrocharme el chaquetón entero para cubrirme el cuello y recurrir a los guantes para entrar en calor. A las diez y veinte, Jose me dio un toque al móvil, por lo que supuse que ya estarían cerca; en efecto, a los dos o tres minutos les avisté a lo lejos viniendo desde Victoria Station.
Ya reunidos los cuatro, reanudamos la marcha a paso casi marcial, que ya acumulábamos casi una hora de retraso con respecto al plan que tenía previsto y teníamos que recuperar tiempo como fuera. A las once menos veinticinco, llegamos a Westminster Abbey, inconfundible con su estilo gótico y con una silueta muy similar a la de la Catedral de Notre-Dame de París. Esta abadía es el lugar en el que suelen coronarse los monarcas ingleses, además de ser enterrados algunos de ellos; por cierto, que unos dos meses más tarde se casarían en este templo el príncipe Guillermo y Kate Middleton. Nos conformamos con hacernos unas fotos con la abadía detrás, y es que no teníamos previsto entrar porque costaba 16 libras hacerlo, así que tendré que volver a Londres en el futuro para visitar las tumbas de personajes tan conocidos como Charles Dickens, Händel, Ernest Rutherford, William Shakespeare o dos de los científicos más importantes de la historia: Isaac Newton y Charles Darwin.
Bordeamos Westminster Abbey por el lateral en el que se encuentra Saint Margaret's Church y seguimos por Parliament Square para cruzar hasta Westminster Palace, la sede del Parlamento del Reino Unido, aunque es universalmente conocido por su famosa Torre del Reloj, o Big Ben como se le suele denominar equivocadamente, pues este apelativo se refiere en realidad a la campana que tiene en su interior. La lluvia no cesaba y, además, había un poco de niebla, por lo que no merecía mucho la pena parar ahora a hacerse fotos con el Big Ben (de ahora en adelante, me referiré a la torre de esta forma, a pesar de que sea erróneo); de todas formas, a lo largo del viaje íbamos a pasar varias veces por aquí, así que tampoco pasaba nada. A continuación, subimos por Whitehall hasta llegar a la esquina con Downing Street, calle conocida porque en el número 10 vive el Primer Ministro. Yo creía que era una calle visitable, pero no, ya que estaba vallada y vigilada por varios policías que no dejaban pasar a nadie que no tuviera permiso para hacerlo. Continuamos andando hasta llegar a Trafalgar Square, presidida en el centro por la columna de Nelson y al fondo por la National Gallery.
Ya eran las once de la mañana y apenas estuvimos allí un minuto, puesto que en seguida nos metimos en una de las bocas de metro de Charing Cross para comprarnos cada uno la Travelcard off-peak para las zonas 1 y 2, que nos costó 6'60 libras y que nos permitiría tomar el metro y el autobús a lo largo del día todas las veces que quisiéramos, y también cogimos un tríptico con el plano de la red de metro de Londres para guiarnos más fácilmente. Teníamos varias combinaciones para llegar a nuestro siguiente destino, el mercadillo de Portobello Road. Primero nos subimos a la Northern Line para bajarnos en la siguiente parada, en Embankment, y hacer transbordo allí con la Circle Line. En cada parada que hacía esta línea, vimos en los andenes a numerosos aficionados del Chelsea que se disponían a ir al partido de la FA Cup Chelsea-Everton, que se disputaría a las 12:30; menos mal que tenían que coger la otra línea de metro que pasaba por esas paradas, porque si no estaríamos como sardinas en lata en el vagón.
11:35
Nos bajamos en Notting Hill Gate, nosotros y casi todos los que iban en esta línea, como era de esperar, por lo que salir al exterior fue poco menos que una odisea. Jose, Miguel y Pepe tenían que ir al baño, así que nos acercamos a un McDonald's de la calle principal, y, como estaba lloviendo, les esperé dentro del establecimiento. No tardé apenas unos segundos en darme cuenta de tres detalles: no eran ni las doce del mediodía y ya había gente almorzando; la mayoría de los clientes tenía su portátil sobre la mesa mientras se tomaban lo que fuera; y, por último, cada mesa tenía un pequeño jarrón con flores. Una escena totalmente diferente a la de cualquier McDonald's de España. Reunidos los cuatro de nuevo, subimos Pembridge Road y luego nos desviamos por Portobello Road, siempre rodeados de mucha gente, que, como nosotros, se dirigía al mercado callejero por el que es tan famosa esta vía. Me llamó mucho la atención las fachadas de las casas de esta calle, cada una pintada de un color diferente (azul, amarillo, rosa, rojo, verde, gris...), y todas ellas de una sola planta más la que está a ras de suelo, muy típico inglés. Al final del primer tramo de Portobello Road, vimos a un grupo de diez o doce chavales cantando al tiempo que los viandantes les daban una propinilla; la verdad es que no lo hacían nada mal, como podéis comprobar en este vídeo.
El verdadero bullicio del mercadillo lo encontramos después del cruce con la calle Chepstow Villas, pues casi no se podía ni andar, y menos todavía con los paraguas abiertos. En este tramo, vimos numerosas tiendas de antigüedades, además de algunos tenderetes, en los que se ponían a la venta objetos de todo tipo: instrumentos de música, vinilos, máquinas de coser, cámaras fotográficas, ropa, vajillas de porcelana, muebles, relojes, adornos, cuadros, botellas de cristal... Todo lo que te pudieras imaginar estaba allí. Entramos en una de estas tiendas a curiosear un poco; en ella, la mayoría de los objetos que se exponían en las estanterías y mesas eran en formato papel, es decir, libros, guías de viajes, láminas y postales principalmente. De estas últimas encontramos muchas de ciudades, monumentos y paisajes de España. Luego, Jose y Miguel, al ver el trasiego de clientes de una pastelería por la que pasamos, decidieron entrar y finalmente se compraron un dulce, más concretamente una especie de magdalena.
Más o menos a partir de allí, comenzaba un nuevo tramo del mercadillo. Ahora, en los puestos y tenderetes se vendía fruta, verdura, pan, bollería y hasta platos de comida para tomar al momento (guisos, potajes e incluso alguna paella creo que vimos). Cuando llegamos al cruce de Portobello Road con Westbourne Park Road ya eran casi las doce y media, un pelín tarde para lo que tenía previsto, así que dije de dar media vuelta, pero, en vez de hacerlo por el mercadillo, lo hicimos por la calle paralela, Kensington Park Road, para de esta forma evitar el bullicio. Estábamos ahora en el corazón del barrio de Notting Hill, y prueba de ello era que encontré la librería que regenta Hugh Grant en la película 'Notting Hill', 'The Travel Bookshop'. En cualquier caso, lo más destacable de esta zona de Londres es el lujo y la calidad de las casas que allí se levantan, todas casi idénticas: de dos plantas, fachadas de colores claros, con escalinata y columnas de mármol blanco en la entrada, verjas que las rodean, etc. Con razón muchos de los famosos que viven en Londres lo hacen por ese barrio.
Nos reincorporamos a Portobello Road justamente donde antes estaban los chavales cantando, aunque cuando llegamos nosotros ya no había ni rastro de ellos. A la una menos cuarto, ya en Notting Hill Gate, me di cuenta de que se había roto una de las varillas de mi paraguas, supongo que al haberse enganchado o chocado con otro mientras paseábamos por el mercadillo, así que lo recogí y lo guardé en su funda en seguida para que el estropicio fuese menor. Acto seguido, accedimos a la boca de metro de esta calle para coger la Central Line. El siguiente lugar que visitaríamos sería el British Museum, por lo que nos bajamos en la parada más cercana a este museo, en Holborn, pero previamente fuimos a buscar un sitio para almorzar, que ya era la una de la tarde y nos teníamos que habituar en la medida de lo posible al horario inglés.
Estuvimos unos minutos tanteando opciones por Kingsway y al final nos decidimos por entrar en un EAT, una cadena de restauración que no se parece a ninguna de las que conocemos en España, pues tú entras allí y, tras pillar una mesa, te acercas a una estantería frigorífica en la que encuentras comidas ya preparadas, tales como sandwiches, bocadillos, ensaladas y sopas, mientras que en otra están las bebidas. Una vez que has cogido lo que vas a tomar, te lo llevas al mostrador y lo pagas, aunque también te dan la opción de calentar la comida si no lo quieres frío. Pues así procedimos. Yo no soy de los que se arriesgan con la comida cuando como en la calle, y menos en una ciudad que no conozco, así que me decidí por lo más simple: una especie de chapata de jamón y queso que mandé calentar, y un botellín de agua para beber que en total me costó 4'73 libras. Jose y Pepe también se pidieron un bocadillo, eso sí, con más ingredientes que el mío, mientras que Miguel apostó por una sopa de verduras que acabó dejando a medias, y es que el recipiente podría contener fácilmente medio litro de sopa. Sobre las dos menos diez, reanudamos la marcha para dirigirnos al British Museum bajo un leve chispeo para el que no hizo falta abrir el paraguas.
14:00
A las dos en punto, llegamos a Great Russell Street, donde se encuentra el British Museum. Antes de entrar, nos hicimos unas cuantas fotos en la fachada principal del museo, de estilo neoclásico. El acceso al museo era totalmente gratuito, cosa de la que ya me había informado antes de ir a Londres, aunque en el hall se encontraba una gran urna circular en la que el que quisiera podía hacer un donativo. Para mi sorpresa, una parte importante de las personas que entraban y salían echaban algunas libras en dicha urna, y cuando digo algunas no me refiero a monedas de una o dos libras, sino a billetes de 5, 10 e incluso de 50 libras.
A continuación, pasamos al Gran Atrio de la Reina Isabel II, una especie de gran plaza interior a través de la cual se puede acceder a buena parte de las salas del museo, y que destaca principalmente por su techo, compuesto por acero y láminas triangulares de cristal. Comenzamos nuestro recorrido por la sala 1, que, a pesar de estar dedicado al Siglo de las Luces, tenía varios elementos que no pertenecen a esta época, como por ejemplo un astrolabio del año 1300, una estatua egipcia e incluso una copia de la Piedra de Rosetta que se podía tocar. La sala 2 contenía variados objetos, desde figuritas de los poblados andinos hasta el objeto más antiguo que se conserva en el British Museum, un chopper de Tanzania de hace unos dos millones de años.
Salimos al atrio para continuar por la sala 4, una de las más concurridas de todo el museo. Prueba de ello era que nada más entrar en ella nos encontramos la auténtica Piedra de Rosetta protegida por una mampara y rodeada de decenas de visitantes; me costó una barbaridad hacerle una foto medianamente decente sin que saliera nadie, con esto os lo digo todo. Esta sala, dedicada a la escultura egipcia, fue una de las que más me gustó, si no la que más, ya que la cultura egipcia me resulta muy atractiva y misteriosa. La lista de elementos que habría que destacar de la sala 4 sería interminable: la estatua de Amenhotep III sentado, la colosal cabeza de granito de este mismo faraón, el busto colosal de Ramsés II, la falsa puerta de Ptahshepses, etc. Estaba tan entusiasmado con lo que me rodeaba que llegó un momento en el que perdí de vista a mis amigos, aunque rápidamente encontré a Pepe.
Los dos continuamos por las salas dedicadas a Roma y a la Antigua Grecia. Estas salas también fueron de mis preferidas, y es que por algo disfruté como un niño las dos veces que he estado en la capital italiana, y el día que conozca Atenas supongo que experimentaré una sensación similar. Poco antes de las tres de la tarde, Jose me llamó al móvil para preguntarme dónde nos encontrábamos, y le dije que en la sala 17, adonde acudió junto con Miguel casi al momento. Ellos dos ya habían visto esta parte del museo, mientras que Pepe y yo apenas habíamos comenzado, así que, como nosotros dos llevaríamos un ritmo más tranquilo que ellos, les dijimos que cuando terminásemos ya les llamaríamos para reunirnos de nuevo. Como iba diciendo, en la sala 17 pudimos contemplar el Monumento de las Nereidas, un enorme edificio sepulcral compuesto por varias columnas, estatuas y frisos que adornan la fachada de dicho templo. Seguidamente, pasamos a la sala 18, en la que se exponen elementos que en su momento decoraban el exterior del Partenón; entre ellos, habría que destacar principalmente algunos frisos en los que se representan varias escenas de la época, además de esculturas como las de Dionisos, Iris o la cabeza de un caballo de Selene. A continuación, pasamos a una sala en la que, entre otros objetos, pudimos ver una maqueta a escala del Acrópolis de Atenas y otra del Partenón, ambas con todo lujo de detalles. Después, seguimos por las salas 19, 20 y 21, las últimas que nos quedaban de la Antigua Grecia; en éstas, al igual que en las anteriores, se exponían estatuas, como una cariátide del Erecteión o algunas procedentes del Mausoleo de Halicarnaso, y también cerámicas y vasijas.
Continuamos con las cinco salas dedicadas a la cultura asiria, donde lo más espectacular fue contemplar las dos enormes estatuas con forma de leones alados que hacían las veces de pared, por lo que imaginaos la envergadura de éstas. Tampoco habría que olvidarse de los paneles de piedra en cuyos relieves aparecen grabadas algunas escenas de la vida cotidiana de este imperio mesopotámico, como cacerías, cultos a las divinidades, batallas, etc. De aquí salimos al Gran Atrio para continuar por las salas 24, 26 y 27: la primera de ellas estaba presidida por un gigantesco moai original traído de la Isla de Pascua, mientras que en las otras dos salas se exponían vestiduras, abalorios y diversos objetos de los pueblos que habitaron los territorios de Norteamérica y México, respectivamente. Pasamos ahora a la sala 33, dedicada a la cultura asiática, pero especialmente a la china, que no es que apasione mucho la verdad, así que la vimos relativamente deprisa y sin detenernos en exceso.
Subimos a la tercera planta para seguir con nuestra visita al British Museum. Consultamos en uno de los paneles informativos cuál era la distribución de las salas en esta planta para decidir por dónde empezar, y lo hicimos por lo que teníamos más cerca, por las salas del Antiguo Egipto, que, por cierto, estaban muy concurridas. Esto era debido a que en ellas se encontraban elementos egipcios tan representativos como esfinges, momias, sarcófagos, ataúdes y otros elementos funerarios. En primer lugar, vimos un par de esqueletos bastante bien conservados, aunque lo que más me impresionaron fueron las momias, sobre todo una de ellas que estaba en posición fetal y cuya piel todavía daba la sensación de estar blanda a pesar del paso de los años; la otra momia que vimos allí yacía de forma estirada y presentaba un aspecto más demacrado y esquelético. Los visitantes estaban principalmente agolpados sobre las vitrinas en las que se conservan los sarcófagos y ataúdes, siendo algunos de los más importantes los de Cleopatra, Horus o Artemidorus.
Seguimos por las salas de esta tercera planta dedicadas a Roma y la Antigua Grecia, donde los objetos expuestos no tenían nada que ver con los de la planta baja, más orientados a estatuas y esculturas. Los objetos que aquí encontramos eran en su mayor parte monedas, figuritas de bronce, cascos de gladiadores, joyas, cerámica y ánforas, y entre los que destacaban una cabeza de bronce Augusto y la copa Warren, que tiene la particularidad de representar escenas homosexuales de la época romana en su relieve. Después de visitar estas salas, vimos unos bancos situados junto a unos balcones que dan al Gran Atrio y decidimos sentarnos en uno de ellos para descansar un rato, que las piernas estaban ya un poco pesadas de tanto andar. Tras unos diez minutos de reposo, nos pusimos en pie para continuar con las salas que nos quedaban por visitar del museo, pero antes aprovechamos para asomarnos a los balcones que dan al Gran Atrio para hacer algunas fotos.
Las siguientes salas que visitamos fueron las de Europa, en las cuales se hacía un repaso de la historia de este continente desde las primeras civilizaciones hasta nuestros días a través de objetos de todo tipo (herramientas, cerámicas, monedas, iconos, joyas, armaduras, bustos...). Por último, subimos a la quinta planta, donde se encuentran las tres salas dedicadas a Japón, una sección del museo que me gustó más de lo que me esperaba, pues, como he comentado anteriormente, la cultura asiática no es de mis preferidas, aunque he de reconocer que sí que me llama un poco la atención por las grandes diferencias que tiene con respecto a la nuestra. Esta exposición se centraba principalmente en la época de los samuráis y emperadores japoneses de hace siglos, aunque también se mostraban elementos más modernos. Lo más destacable de esta exposición era una fiel reconstrucción a tamaño real de una casa tradicional de té, aunque tampoco me podría olvidar de citar las espadas, katanas y armaduras de los samuráis o las vajillas de porcelana.
Ya eran las cinco de la tarde y, con esto, terminamos de visitar el British Museum. Bajamos las cinco plantas que habíamos subido a lo largo de las tres horas que estuvimos allí hasta regresar al Gran Atrio de la Reina Isabel II. Antes de salir, Pepe fue al servicio y mientras yo le esperé junto a la tienda del museo, donde había múltiples souvenirs para elegir (camisetas, tazas, libros, puzzles, réplicas de los objetos más relevantes...); estuve pensando si comprarme una camiseta, pero eran un poco caras y tampoco es que hubiera alguna que me gustase especialmente, por lo que al final no compré nada. Cuando salimos al exterior, Pepe llamó a Jose y Miguel para decirles que ya habíamos terminado de ver el British Museum y que les esperábamos en la zona ajardinada que hay fuera. El cielo seguía bastante encapotado y, de hecho, al poco de estar allí fuera esperando, empezó a chispear, aunque no con una intensidad como para abrir los paraguas.
17:30
De nuevo los cuatro juntos, seguimos con la ruta que había planeado para la jornada del sábado, pero a ellos tres les apetecía ir a un Starbucks para tomarse algo y, al mismo tiempo, aprovechar para descansar un poco, así que eso hicimos. Había uno justo enfrente del British Museum pero estaba hasta los topes, por lo que fuimos en busca de otro que nos pillase de camino hacia donde luego íbamos a continuar. Tiramos por Coptic Street, luego por New Oxford Street y finalmente giramos por Charing Cross Road, donde encontramos un Starbucks que tenía alguna mesa libre. Si la memoria no me falla, Pepe se pidió un café, y Jose y Miguel compartieron un frapuccino, mientras que yo no tomé nada. Tras cerca de media hora en la que repusimos fuerzas, reanudamos la marcha a eso de las seis y diez para seguir con nuestra ruta bajo un leve chispeo y ya prácticamente de noche. Por cierto, fue salir del Starbucks y toparnos con otro en la acera de enfrente en menos de un minuto; para que os hagáis una idea, en el que estuvimos era el 133 de Charing Cross Road y el otro, el 120. Durante el viaje, me di cuenta de que lo del Starbucks en Londres es una auténtica plaga, pues lo normal es encontrarte con uno cada cinco minutos.
A las seis y veinte, llegamos a Leicester Square (que yo pensaba que se pronunciaba 'leichester' y en realidad se dice 'lester'), una de las plazas más conocidas de Londres, puesto que en torno a ella se localizan los cines y teatros más importantes, como el Odeon, el Empire o el Vue; de hecho, es en estos cines donde se preestrenan las películas más taquilleras, como ocurre en la Gran Vía de Madrid. Otra de las características de esta plaza es que en el suelo se encuentran las huellas de las manos de muchas estrellas de cine, algo así como el Paseo de la Fama de Hollywood, pero no pudimos ver ninguna porque la plaza estaba en obras y una valla la rodeaba por completo, impidiendo de esta forma que se pudiera acceder a su interior.
Nuestra siguiente parada fue la cercana Piccadilly Circus, una plaza mundialmente famosa por los paneles publicitarios de neón y las pantallas que cubren la fachada de uno de los edificios de este cruce de calles, siendo especialmente conocidos los neones de las compañías japonesas TDK y SANYO. Se notaba que este punto era uno de los más concurridos de Londres, pues no había más que ver la cantidad de turistas y gente en general que se paraba al llegar a Piccadilly para hacerse unas fotos. Nosotros, obviamente, también nos hicimos unas cuantas, incluso le pedimos a un hombre que pasaba por allí que nos tomase una a los cuatro juntos. A continuación, bajamos por Regent Street, lugar en el que cogí el móvil para llamar a mis padres y contarles cómo me estaba yendo en mi primer día en Londres, los sitios que había visitado, el mal tiempo que hacía, etc.
Tras girar a la izquierda por Pall Mall, llegamos a Trafalgar Square, donde ya habíamos estado esa misma mañana, lo cual es un decir, ya que debido a la lluvia solamente estuvimos un minuto en la plaza. Ahora ya era noche cerrada, así que la National Gallery se nos mostraba iluminada en toda su fachada, y las fuentes de los laterales también lo estaban, así que no pude resistirme a hacer algunas fotos para lograr el efecto seda de los chorros de agua. Debido a la oscuridad, la estatua del almirante Nelson que corona la columna que lleva su nombre casi ni se distinguía, aunque los cuatro leones de bronce que se encuentran en su base sí que se apreciaban con relativa claridad. Jose se animó incluso a subirse a uno de ellos a pesar de que no era fácil conseguirlo.
Desde allí, continuamos por Northumberland Avenue hasta llegar a la ribera del río Támesis, donde giramos a la derecha para seguir por Victoria Embankment hasta que nos paramos a la altura del London Eye, que está en la otra orilla del río. El panorama que teníamos delante era espectacular, con la famosa noria y el County Hall a su derecha iluminados con unos colores muy llamativos que se reflejaban en las aguas del Támesis, por lo que de nuevo cogí mi cámara para hacernos varias fotos ante tan bella estampa. Luego, seguimos caminando por la ribera del río, donde nos topamos con una escultura conmemorativa que rinde tributo a los que participaron en la Batalla de Inglaterra de la Segunda Guerra Mundial.
Dos minutos después, a las siete y diez de la tarde (o noche, según se mire), estábamos junto al Westminster Palace, el edificio que alberga los salones de la Cámara de los Lores y la Cámara de los Comunes, las cuales conforman el Parlamento del Reino Unido. Después de que por la mañana no nos hubiésemos podido detener por culpa de la lluvia, ahora de noche que ya no llovía sí que pudimos admirar la construcción en todo su esplendor, aunque todas las miradas iban dirigidas al Big Ben, indiscutible icono de la capital inglesa, con el que nos hicimos algunas fotos tras avanzar unos metros por Westminster Bridge para que saliese toda la torre. Avanzando un poco más por el puente, ya se divisaban las otras dos torres del palacio, la Torre Central y la Torre Victoria, y toda la fachada que se erige al borde del río, que, como todo el edificio, presenta un más que reconocible estilo neogótico que gana una barbaridad en elegancia y vistosidad con una buena iluminación como la del Westminster Palace.
Terminamos de cruzar Westminster Bridge y luego continuamos por Belvedere Road, una calle desde donde pudimos ver más de cerca el London Eye puesto que está a la espalda de la popular noria, para luego pasar por debajo de unas vías de tren y plantarnos frente a la fachada principal de Waterloo Station. Una vez dentro, me quedé impresionado con lo enorme que era la estación, y es que por algo es una de las más grandes de Europa y la que más pasajeros recibe de todo el Reino Unido. Después de que Jose y Miguel fueran al servicio, nos dirigimos a la plataforma de la Northern Line, donde tomamos el metro para bajarnos en la parada de Leicester Square sobre las ocho de la tarde.
20:00
Por la hora que ya era, tocaba buscar un sitio para cenar. Nos encontrábamos a apenas unos metros de Chinatown, y, como era de esperar, mis tres amigos propusieron ir a un chino. Yo, que soy un poco delicado para el tema de las comidas, no soy muy amigo de la comida oriental, pero la democracia es la democracia, así que tuve que aceptar su propuesta con cierta resignación; de todas formas, Pepe me advirtió que el sitio al que iríamos ya lo conocía y que allí no tendría ningún problema para comer algo que me gustase. Pues bien, cogimos por Little Newport Street y Lisle Street, ya en pleno Chinatown, lo cual era indudable porque toda la calle estaba cubierta por los típicos farolillos chinos, así como por la iluminación con colores muy llamativos. Al final de Lisle Street, giramos a la derecha por Wardour Street, donde se encuentra el restaurante Wong Kei del que nos había hablado antes Pepe.
Cuando entramos, comprobamos que estaban todas las mesas ocupadas, así que bajamos a la planta inferior, donde uno de los camareros nos asignó una de las pocas mesas que quedaban libres. En seguida nos trajeron la carta y nos tomaron nota de lo que íbamos a beber, una Coca-Cola en mi caso. La carta era bastante extensa, aunque mis opciones se reducían básicamente a los platos de arroz, porque los de carne no me llamaban mucho la atención. Tras tantear entre tres o cuatro platos, al final me decanté por uno de arroz con pollo; por su parte, Pepe se pidió un plato de pollo con verduras acompañado de arroz cocido, mientras que Jose y Miguel compartieron un plato de arroz parecido al mío y otro de carne. A los diez o quince minutos, nos trajeron lo que habíamos pedido, y, al menos yo, me quedé muy sorprendido por la cantidad de comida que traía cada plato. El mío era una montaña de arroz bañada con una salsa amarillenta que al principio me hizo dudar de si se habían equivocado, pero no, los trozos de pollo también estaban ahí. Estaba bastante bueno, más de lo que me imaginaba, y al final acabé dejando el plato limpio, aunque he de puntualizar que me costó un poco terminarlo, mientras que mis tres amigos dejaron algo de comida porque no les cabía nada más en el estómago.
La cosa salió finalmente a unas seis o siete libras por cabeza, bastante barato teniendo en cuenta que estábamos en Londres. Pasadas las nueve de la noche, salimos a la calle para ir a un pub de la zona de cuyo nombre no logro acordarme a tomar algo. Yo no me pedí nada porque, como he comentado unas líneas más arriba, estaba lleno de comida a reventar, y más todavía con la lata de Coca-Cola que me tomé en la cena, que te llena todavía más; por su parte, Jose creo recordar que tampoco tomó nada, mientras que Miguel se pidió una Coca-Cola y Pepe una cerveza.
Tras pasar allí cerca de tres cuartos de hora, decidimos dar por finalizada la jornada del sábado, por lo que ahora tendríamos que pensar cómo volver a Victoria Station. Teníamos la opción del metro, pero nos decantamos por coger uno de esos autobuses rojos de dos pisos tan famosos de Londres, ya que la Travelcard que nos habíamos sacado para el metro también servía para la red de autobuses. El pub en el que habíamos estado se encontraba a muy pocos metros de Shaftesbury Avenue, adonde llegamos justamente cuando también lo hacía un autobús de la línea 38, que casualmente termina en Victoria Station, así que nos montamos en él y nos subimos al piso de arriba. Tras coger asiento en las cuatro plazas que están en la parte delantera del bus, Jose cogió su cámara y grabó el siguiente vídeo.
Como habéis podido ver en el vídeo, el autobús pasó al poco de reanudar la marcha por Piccadilly Circus, justo por el lado donde están los famosos neones, y luego por la larga Piccadilly Street, donde el vídeo se corta a la altura del Hotel Ritz, pero el autobús continuó su ruta por esta calle bordeando Green Park hasta llegar a la glorieta en el que se encuentra el Wellington Arch para a continuación desviarse por Grosvenor Place y acabar en la última parada de esta línea, en Victoria Station, a las diez y media de la noche. Una vez allí, entramos en el supermercado Marks & Spencer que está en la entrada principal de la estación, puesto que Jose y Miguel querían comprar algunas cosillas. Cuando llegó el momento de separarnos, acordamos vernos a la mañana siguiente a las nueve y media justamente en la boca de metro en la que nos encontrábamos en ese instante, al tiempo que les rogamos puntualidad para no ir tan apresurados de tiempo.
Pepe y yo volvimos a su piso por Victoria Street y Strutton Ground, exactamente el camino a la inversa que habíamos tomado esa misma mañana para reunirnos en Westminster Cathedral. Ya en el piso, Pepe encendió la tele de su cuarto y se puso con el portátil para ponerse al tanto de la actualidad del día, mientras que yo fui al baño para darme una ducha y lavarme los dientes. De vuelta en la habitación, Pepe me cedió su sitio para poder echarle un vistazo al correo, a los comentarios que me habían dejado en el blog, a las suscripciones que tengo el Reader y a los partidos de liga que se habían disputado el sábado. Después de unos minutos de navegar por Internet, cuando ya eran las doce de la noche, apagué el portátil y nos acostamos, que ya iba siendo hora y el cuerpo lo pedía después de todo lo que habíamos hecho durante el día, y el siguiente prometía ser igual de intenso, así que más razones todavía para descansar.
Cuando terminé de desayunar, fregué los platos y los vasos que habíamos utilizado mientras Pepe se estaba lavando los dientes y vistiéndose. El agua que salía del grifo estaba casi literalmente helada, y era imposible dejar las manos bajo el chorro más de cinco o seis segundos; a continuación, fui a la habitación a cambiarme de ropa. Me abrigué bastante, pero sin abusar: una camiseta interior de manga corta, un polo, y el chaquetón, en cuyos bolsillos guardé los guantes por si acaso hubiera que recurrir a ellos; al viaje, también me llevé una bufanda, pero yo no es que sea muy amigo de estos largos trozos de tela, puesto que me resultan un poco incómodos, así que la dejé en la maleta. Ya eran las nueve y cuarto pasadas, hora de partir. Tanto Pepe como yo cogimos nuestros respectivos paraguas y cámaras de fotos, además de la hoja de ruta que había preparado para el viaje. Salimos del piso y lo primero que hicimos fue abrir los paraguas, puesto que estaba lloviendo, aunque por suerte no demasiado, solamente un chispeo fuerte. Tiramos por Strutton Ground para luego girar a la izquierda por Victoria Street. Por el camino, además de ver varias cabinas telefónicas y autobuses de dos pisos típicos londinenses, nos topamos con el Westminster City Hall, que viene a ser el ayuntamiento de la zona de Westminster, y es que, según tengo entendido, cada barrio está regido por una asamblea independiente, aunque Londres en sí tiene un alcalde.
9:30
Llegamos a Westminster Cathedral justamente a la hora que habíamos acordado el día anterior (en realidad, el mismo día, porque les dejamos en el hostal casi a las dos de la madrugada) con Jose y Miguel, quienes no estaban allí todavía. Les concedimos los cinco minutos de rigor, pero no aparecían, así que cogí el móvil para llamarles. No respondían. Lo intentó Pepe con el suyo y por fin lo cogieron. Estaban por Grosvenor Gardens, a lo que Pepe les contestó que se habían equivocado de camino, que la catedral estaba en sentido contrario al que ellos estaban siguiendo, por lo que les dijo que preguntasen por Victoria Station o por Victoria Street para poder llegar hasta donde nos encontrábamos nosotros. La lluvia, aunque no era de consideración, no cesaba, así que nos resguardamos en la acera techada de una de las esquinas de la plaza en la que se encuentra la catedral, concretamente junto a un McDonald's.
Aproveché que estábamos a cubierto para sacar mi cámara y hacer algunas fotos a la catedral, cuya apariencia me sorprendió bastante, pues encontrar un edificio de arquitectura neobizantina no creo que sea muy común en territorio británico, y encima es un templo católico. Me llamaron mucho la atención la marcada tonalidad roja ladrillo de la fachada y, sobre todo, el campanario, que tiene una altura que supera los ochenta metros. No entramos en la catedral básicamente por dos razones: porque estaba lloviendo y por si acaso fueran a llegar Jose y Miguel mientras estuviésemos dentro. Mientras les esperábamos, se me acercó una pareja que me pidió que les fotografiara junto a la catedral; por el acento, me di cuenta de que eran italianos, y les pregunté si era así, a lo que me respondieron afirmativamente. ¿Quién me iba a decir que iba a practicar italiano en Londres aunque fuese durante apenas quince o veinte segundos?
Ya eran más de las diez y Jose y Miguel no daban señales de vida, por lo que Pepe les llamó para preguntarles cuánto les quedaba para llegar. Seguían perdidos sin saber cómo llegar al lugar en el que estábamos nosotros, así que les dijimos que volvieran a preguntar por Victoria Street o por la catedral, que no tenían pérdida alguna. No hacía un frío excesivo, pero entre la lluvia, la humedad y que llevaba cerca de tres cuartos de hora de pie sin moverme, no tuve más remedio que abrocharme el chaquetón entero para cubrirme el cuello y recurrir a los guantes para entrar en calor. A las diez y veinte, Jose me dio un toque al móvil, por lo que supuse que ya estarían cerca; en efecto, a los dos o tres minutos les avisté a lo lejos viniendo desde Victoria Station.
Ya reunidos los cuatro, reanudamos la marcha a paso casi marcial, que ya acumulábamos casi una hora de retraso con respecto al plan que tenía previsto y teníamos que recuperar tiempo como fuera. A las once menos veinticinco, llegamos a Westminster Abbey, inconfundible con su estilo gótico y con una silueta muy similar a la de la Catedral de Notre-Dame de París. Esta abadía es el lugar en el que suelen coronarse los monarcas ingleses, además de ser enterrados algunos de ellos; por cierto, que unos dos meses más tarde se casarían en este templo el príncipe Guillermo y Kate Middleton. Nos conformamos con hacernos unas fotos con la abadía detrás, y es que no teníamos previsto entrar porque costaba 16 libras hacerlo, así que tendré que volver a Londres en el futuro para visitar las tumbas de personajes tan conocidos como Charles Dickens, Händel, Ernest Rutherford, William Shakespeare o dos de los científicos más importantes de la historia: Isaac Newton y Charles Darwin.
Bordeamos Westminster Abbey por el lateral en el que se encuentra Saint Margaret's Church y seguimos por Parliament Square para cruzar hasta Westminster Palace, la sede del Parlamento del Reino Unido, aunque es universalmente conocido por su famosa Torre del Reloj, o Big Ben como se le suele denominar equivocadamente, pues este apelativo se refiere en realidad a la campana que tiene en su interior. La lluvia no cesaba y, además, había un poco de niebla, por lo que no merecía mucho la pena parar ahora a hacerse fotos con el Big Ben (de ahora en adelante, me referiré a la torre de esta forma, a pesar de que sea erróneo); de todas formas, a lo largo del viaje íbamos a pasar varias veces por aquí, así que tampoco pasaba nada. A continuación, subimos por Whitehall hasta llegar a la esquina con Downing Street, calle conocida porque en el número 10 vive el Primer Ministro. Yo creía que era una calle visitable, pero no, ya que estaba vallada y vigilada por varios policías que no dejaban pasar a nadie que no tuviera permiso para hacerlo. Continuamos andando hasta llegar a Trafalgar Square, presidida en el centro por la columna de Nelson y al fondo por la National Gallery.
Ya eran las once de la mañana y apenas estuvimos allí un minuto, puesto que en seguida nos metimos en una de las bocas de metro de Charing Cross para comprarnos cada uno la Travelcard off-peak para las zonas 1 y 2, que nos costó 6'60 libras y que nos permitiría tomar el metro y el autobús a lo largo del día todas las veces que quisiéramos, y también cogimos un tríptico con el plano de la red de metro de Londres para guiarnos más fácilmente. Teníamos varias combinaciones para llegar a nuestro siguiente destino, el mercadillo de Portobello Road. Primero nos subimos a la Northern Line para bajarnos en la siguiente parada, en Embankment, y hacer transbordo allí con la Circle Line. En cada parada que hacía esta línea, vimos en los andenes a numerosos aficionados del Chelsea que se disponían a ir al partido de la FA Cup Chelsea-Everton, que se disputaría a las 12:30; menos mal que tenían que coger la otra línea de metro que pasaba por esas paradas, porque si no estaríamos como sardinas en lata en el vagón.
11:35
Nos bajamos en Notting Hill Gate, nosotros y casi todos los que iban en esta línea, como era de esperar, por lo que salir al exterior fue poco menos que una odisea. Jose, Miguel y Pepe tenían que ir al baño, así que nos acercamos a un McDonald's de la calle principal, y, como estaba lloviendo, les esperé dentro del establecimiento. No tardé apenas unos segundos en darme cuenta de tres detalles: no eran ni las doce del mediodía y ya había gente almorzando; la mayoría de los clientes tenía su portátil sobre la mesa mientras se tomaban lo que fuera; y, por último, cada mesa tenía un pequeño jarrón con flores. Una escena totalmente diferente a la de cualquier McDonald's de España. Reunidos los cuatro de nuevo, subimos Pembridge Road y luego nos desviamos por Portobello Road, siempre rodeados de mucha gente, que, como nosotros, se dirigía al mercado callejero por el que es tan famosa esta vía. Me llamó mucho la atención las fachadas de las casas de esta calle, cada una pintada de un color diferente (azul, amarillo, rosa, rojo, verde, gris...), y todas ellas de una sola planta más la que está a ras de suelo, muy típico inglés. Al final del primer tramo de Portobello Road, vimos a un grupo de diez o doce chavales cantando al tiempo que los viandantes les daban una propinilla; la verdad es que no lo hacían nada mal, como podéis comprobar en este vídeo.
El verdadero bullicio del mercadillo lo encontramos después del cruce con la calle Chepstow Villas, pues casi no se podía ni andar, y menos todavía con los paraguas abiertos. En este tramo, vimos numerosas tiendas de antigüedades, además de algunos tenderetes, en los que se ponían a la venta objetos de todo tipo: instrumentos de música, vinilos, máquinas de coser, cámaras fotográficas, ropa, vajillas de porcelana, muebles, relojes, adornos, cuadros, botellas de cristal... Todo lo que te pudieras imaginar estaba allí. Entramos en una de estas tiendas a curiosear un poco; en ella, la mayoría de los objetos que se exponían en las estanterías y mesas eran en formato papel, es decir, libros, guías de viajes, láminas y postales principalmente. De estas últimas encontramos muchas de ciudades, monumentos y paisajes de España. Luego, Jose y Miguel, al ver el trasiego de clientes de una pastelería por la que pasamos, decidieron entrar y finalmente se compraron un dulce, más concretamente una especie de magdalena.
Más o menos a partir de allí, comenzaba un nuevo tramo del mercadillo. Ahora, en los puestos y tenderetes se vendía fruta, verdura, pan, bollería y hasta platos de comida para tomar al momento (guisos, potajes e incluso alguna paella creo que vimos). Cuando llegamos al cruce de Portobello Road con Westbourne Park Road ya eran casi las doce y media, un pelín tarde para lo que tenía previsto, así que dije de dar media vuelta, pero, en vez de hacerlo por el mercadillo, lo hicimos por la calle paralela, Kensington Park Road, para de esta forma evitar el bullicio. Estábamos ahora en el corazón del barrio de Notting Hill, y prueba de ello era que encontré la librería que regenta Hugh Grant en la película 'Notting Hill', 'The Travel Bookshop'. En cualquier caso, lo más destacable de esta zona de Londres es el lujo y la calidad de las casas que allí se levantan, todas casi idénticas: de dos plantas, fachadas de colores claros, con escalinata y columnas de mármol blanco en la entrada, verjas que las rodean, etc. Con razón muchos de los famosos que viven en Londres lo hacen por ese barrio.
Nos reincorporamos a Portobello Road justamente donde antes estaban los chavales cantando, aunque cuando llegamos nosotros ya no había ni rastro de ellos. A la una menos cuarto, ya en Notting Hill Gate, me di cuenta de que se había roto una de las varillas de mi paraguas, supongo que al haberse enganchado o chocado con otro mientras paseábamos por el mercadillo, así que lo recogí y lo guardé en su funda en seguida para que el estropicio fuese menor. Acto seguido, accedimos a la boca de metro de esta calle para coger la Central Line. El siguiente lugar que visitaríamos sería el British Museum, por lo que nos bajamos en la parada más cercana a este museo, en Holborn, pero previamente fuimos a buscar un sitio para almorzar, que ya era la una de la tarde y nos teníamos que habituar en la medida de lo posible al horario inglés.
Estuvimos unos minutos tanteando opciones por Kingsway y al final nos decidimos por entrar en un EAT, una cadena de restauración que no se parece a ninguna de las que conocemos en España, pues tú entras allí y, tras pillar una mesa, te acercas a una estantería frigorífica en la que encuentras comidas ya preparadas, tales como sandwiches, bocadillos, ensaladas y sopas, mientras que en otra están las bebidas. Una vez que has cogido lo que vas a tomar, te lo llevas al mostrador y lo pagas, aunque también te dan la opción de calentar la comida si no lo quieres frío. Pues así procedimos. Yo no soy de los que se arriesgan con la comida cuando como en la calle, y menos en una ciudad que no conozco, así que me decidí por lo más simple: una especie de chapata de jamón y queso que mandé calentar, y un botellín de agua para beber que en total me costó 4'73 libras. Jose y Pepe también se pidieron un bocadillo, eso sí, con más ingredientes que el mío, mientras que Miguel apostó por una sopa de verduras que acabó dejando a medias, y es que el recipiente podría contener fácilmente medio litro de sopa. Sobre las dos menos diez, reanudamos la marcha para dirigirnos al British Museum bajo un leve chispeo para el que no hizo falta abrir el paraguas.
14:00
A las dos en punto, llegamos a Great Russell Street, donde se encuentra el British Museum. Antes de entrar, nos hicimos unas cuantas fotos en la fachada principal del museo, de estilo neoclásico. El acceso al museo era totalmente gratuito, cosa de la que ya me había informado antes de ir a Londres, aunque en el hall se encontraba una gran urna circular en la que el que quisiera podía hacer un donativo. Para mi sorpresa, una parte importante de las personas que entraban y salían echaban algunas libras en dicha urna, y cuando digo algunas no me refiero a monedas de una o dos libras, sino a billetes de 5, 10 e incluso de 50 libras.
A continuación, pasamos al Gran Atrio de la Reina Isabel II, una especie de gran plaza interior a través de la cual se puede acceder a buena parte de las salas del museo, y que destaca principalmente por su techo, compuesto por acero y láminas triangulares de cristal. Comenzamos nuestro recorrido por la sala 1, que, a pesar de estar dedicado al Siglo de las Luces, tenía varios elementos que no pertenecen a esta época, como por ejemplo un astrolabio del año 1300, una estatua egipcia e incluso una copia de la Piedra de Rosetta que se podía tocar. La sala 2 contenía variados objetos, desde figuritas de los poblados andinos hasta el objeto más antiguo que se conserva en el British Museum, un chopper de Tanzania de hace unos dos millones de años.
Salimos al atrio para continuar por la sala 4, una de las más concurridas de todo el museo. Prueba de ello era que nada más entrar en ella nos encontramos la auténtica Piedra de Rosetta protegida por una mampara y rodeada de decenas de visitantes; me costó una barbaridad hacerle una foto medianamente decente sin que saliera nadie, con esto os lo digo todo. Esta sala, dedicada a la escultura egipcia, fue una de las que más me gustó, si no la que más, ya que la cultura egipcia me resulta muy atractiva y misteriosa. La lista de elementos que habría que destacar de la sala 4 sería interminable: la estatua de Amenhotep III sentado, la colosal cabeza de granito de este mismo faraón, el busto colosal de Ramsés II, la falsa puerta de Ptahshepses, etc. Estaba tan entusiasmado con lo que me rodeaba que llegó un momento en el que perdí de vista a mis amigos, aunque rápidamente encontré a Pepe.
Los dos continuamos por las salas dedicadas a Roma y a la Antigua Grecia. Estas salas también fueron de mis preferidas, y es que por algo disfruté como un niño las dos veces que he estado en la capital italiana, y el día que conozca Atenas supongo que experimentaré una sensación similar. Poco antes de las tres de la tarde, Jose me llamó al móvil para preguntarme dónde nos encontrábamos, y le dije que en la sala 17, adonde acudió junto con Miguel casi al momento. Ellos dos ya habían visto esta parte del museo, mientras que Pepe y yo apenas habíamos comenzado, así que, como nosotros dos llevaríamos un ritmo más tranquilo que ellos, les dijimos que cuando terminásemos ya les llamaríamos para reunirnos de nuevo. Como iba diciendo, en la sala 17 pudimos contemplar el Monumento de las Nereidas, un enorme edificio sepulcral compuesto por varias columnas, estatuas y frisos que adornan la fachada de dicho templo. Seguidamente, pasamos a la sala 18, en la que se exponen elementos que en su momento decoraban el exterior del Partenón; entre ellos, habría que destacar principalmente algunos frisos en los que se representan varias escenas de la época, además de esculturas como las de Dionisos, Iris o la cabeza de un caballo de Selene. A continuación, pasamos a una sala en la que, entre otros objetos, pudimos ver una maqueta a escala del Acrópolis de Atenas y otra del Partenón, ambas con todo lujo de detalles. Después, seguimos por las salas 19, 20 y 21, las últimas que nos quedaban de la Antigua Grecia; en éstas, al igual que en las anteriores, se exponían estatuas, como una cariátide del Erecteión o algunas procedentes del Mausoleo de Halicarnaso, y también cerámicas y vasijas.
Continuamos con las cinco salas dedicadas a la cultura asiria, donde lo más espectacular fue contemplar las dos enormes estatuas con forma de leones alados que hacían las veces de pared, por lo que imaginaos la envergadura de éstas. Tampoco habría que olvidarse de los paneles de piedra en cuyos relieves aparecen grabadas algunas escenas de la vida cotidiana de este imperio mesopotámico, como cacerías, cultos a las divinidades, batallas, etc. De aquí salimos al Gran Atrio para continuar por las salas 24, 26 y 27: la primera de ellas estaba presidida por un gigantesco moai original traído de la Isla de Pascua, mientras que en las otras dos salas se exponían vestiduras, abalorios y diversos objetos de los pueblos que habitaron los territorios de Norteamérica y México, respectivamente. Pasamos ahora a la sala 33, dedicada a la cultura asiática, pero especialmente a la china, que no es que apasione mucho la verdad, así que la vimos relativamente deprisa y sin detenernos en exceso.
Subimos a la tercera planta para seguir con nuestra visita al British Museum. Consultamos en uno de los paneles informativos cuál era la distribución de las salas en esta planta para decidir por dónde empezar, y lo hicimos por lo que teníamos más cerca, por las salas del Antiguo Egipto, que, por cierto, estaban muy concurridas. Esto era debido a que en ellas se encontraban elementos egipcios tan representativos como esfinges, momias, sarcófagos, ataúdes y otros elementos funerarios. En primer lugar, vimos un par de esqueletos bastante bien conservados, aunque lo que más me impresionaron fueron las momias, sobre todo una de ellas que estaba en posición fetal y cuya piel todavía daba la sensación de estar blanda a pesar del paso de los años; la otra momia que vimos allí yacía de forma estirada y presentaba un aspecto más demacrado y esquelético. Los visitantes estaban principalmente agolpados sobre las vitrinas en las que se conservan los sarcófagos y ataúdes, siendo algunos de los más importantes los de Cleopatra, Horus o Artemidorus.
Seguimos por las salas de esta tercera planta dedicadas a Roma y la Antigua Grecia, donde los objetos expuestos no tenían nada que ver con los de la planta baja, más orientados a estatuas y esculturas. Los objetos que aquí encontramos eran en su mayor parte monedas, figuritas de bronce, cascos de gladiadores, joyas, cerámica y ánforas, y entre los que destacaban una cabeza de bronce Augusto y la copa Warren, que tiene la particularidad de representar escenas homosexuales de la época romana en su relieve. Después de visitar estas salas, vimos unos bancos situados junto a unos balcones que dan al Gran Atrio y decidimos sentarnos en uno de ellos para descansar un rato, que las piernas estaban ya un poco pesadas de tanto andar. Tras unos diez minutos de reposo, nos pusimos en pie para continuar con las salas que nos quedaban por visitar del museo, pero antes aprovechamos para asomarnos a los balcones que dan al Gran Atrio para hacer algunas fotos.
Las siguientes salas que visitamos fueron las de Europa, en las cuales se hacía un repaso de la historia de este continente desde las primeras civilizaciones hasta nuestros días a través de objetos de todo tipo (herramientas, cerámicas, monedas, iconos, joyas, armaduras, bustos...). Por último, subimos a la quinta planta, donde se encuentran las tres salas dedicadas a Japón, una sección del museo que me gustó más de lo que me esperaba, pues, como he comentado anteriormente, la cultura asiática no es de mis preferidas, aunque he de reconocer que sí que me llama un poco la atención por las grandes diferencias que tiene con respecto a la nuestra. Esta exposición se centraba principalmente en la época de los samuráis y emperadores japoneses de hace siglos, aunque también se mostraban elementos más modernos. Lo más destacable de esta exposición era una fiel reconstrucción a tamaño real de una casa tradicional de té, aunque tampoco me podría olvidar de citar las espadas, katanas y armaduras de los samuráis o las vajillas de porcelana.
Ya eran las cinco de la tarde y, con esto, terminamos de visitar el British Museum. Bajamos las cinco plantas que habíamos subido a lo largo de las tres horas que estuvimos allí hasta regresar al Gran Atrio de la Reina Isabel II. Antes de salir, Pepe fue al servicio y mientras yo le esperé junto a la tienda del museo, donde había múltiples souvenirs para elegir (camisetas, tazas, libros, puzzles, réplicas de los objetos más relevantes...); estuve pensando si comprarme una camiseta, pero eran un poco caras y tampoco es que hubiera alguna que me gustase especialmente, por lo que al final no compré nada. Cuando salimos al exterior, Pepe llamó a Jose y Miguel para decirles que ya habíamos terminado de ver el British Museum y que les esperábamos en la zona ajardinada que hay fuera. El cielo seguía bastante encapotado y, de hecho, al poco de estar allí fuera esperando, empezó a chispear, aunque no con una intensidad como para abrir los paraguas.
17:30
De nuevo los cuatro juntos, seguimos con la ruta que había planeado para la jornada del sábado, pero a ellos tres les apetecía ir a un Starbucks para tomarse algo y, al mismo tiempo, aprovechar para descansar un poco, así que eso hicimos. Había uno justo enfrente del British Museum pero estaba hasta los topes, por lo que fuimos en busca de otro que nos pillase de camino hacia donde luego íbamos a continuar. Tiramos por Coptic Street, luego por New Oxford Street y finalmente giramos por Charing Cross Road, donde encontramos un Starbucks que tenía alguna mesa libre. Si la memoria no me falla, Pepe se pidió un café, y Jose y Miguel compartieron un frapuccino, mientras que yo no tomé nada. Tras cerca de media hora en la que repusimos fuerzas, reanudamos la marcha a eso de las seis y diez para seguir con nuestra ruta bajo un leve chispeo y ya prácticamente de noche. Por cierto, fue salir del Starbucks y toparnos con otro en la acera de enfrente en menos de un minuto; para que os hagáis una idea, en el que estuvimos era el 133 de Charing Cross Road y el otro, el 120. Durante el viaje, me di cuenta de que lo del Starbucks en Londres es una auténtica plaga, pues lo normal es encontrarte con uno cada cinco minutos.
A las seis y veinte, llegamos a Leicester Square (que yo pensaba que se pronunciaba 'leichester' y en realidad se dice 'lester'), una de las plazas más conocidas de Londres, puesto que en torno a ella se localizan los cines y teatros más importantes, como el Odeon, el Empire o el Vue; de hecho, es en estos cines donde se preestrenan las películas más taquilleras, como ocurre en la Gran Vía de Madrid. Otra de las características de esta plaza es que en el suelo se encuentran las huellas de las manos de muchas estrellas de cine, algo así como el Paseo de la Fama de Hollywood, pero no pudimos ver ninguna porque la plaza estaba en obras y una valla la rodeaba por completo, impidiendo de esta forma que se pudiera acceder a su interior.
Nuestra siguiente parada fue la cercana Piccadilly Circus, una plaza mundialmente famosa por los paneles publicitarios de neón y las pantallas que cubren la fachada de uno de los edificios de este cruce de calles, siendo especialmente conocidos los neones de las compañías japonesas TDK y SANYO. Se notaba que este punto era uno de los más concurridos de Londres, pues no había más que ver la cantidad de turistas y gente en general que se paraba al llegar a Piccadilly para hacerse unas fotos. Nosotros, obviamente, también nos hicimos unas cuantas, incluso le pedimos a un hombre que pasaba por allí que nos tomase una a los cuatro juntos. A continuación, bajamos por Regent Street, lugar en el que cogí el móvil para llamar a mis padres y contarles cómo me estaba yendo en mi primer día en Londres, los sitios que había visitado, el mal tiempo que hacía, etc.
Tras girar a la izquierda por Pall Mall, llegamos a Trafalgar Square, donde ya habíamos estado esa misma mañana, lo cual es un decir, ya que debido a la lluvia solamente estuvimos un minuto en la plaza. Ahora ya era noche cerrada, así que la National Gallery se nos mostraba iluminada en toda su fachada, y las fuentes de los laterales también lo estaban, así que no pude resistirme a hacer algunas fotos para lograr el efecto seda de los chorros de agua. Debido a la oscuridad, la estatua del almirante Nelson que corona la columna que lleva su nombre casi ni se distinguía, aunque los cuatro leones de bronce que se encuentran en su base sí que se apreciaban con relativa claridad. Jose se animó incluso a subirse a uno de ellos a pesar de que no era fácil conseguirlo.
Desde allí, continuamos por Northumberland Avenue hasta llegar a la ribera del río Támesis, donde giramos a la derecha para seguir por Victoria Embankment hasta que nos paramos a la altura del London Eye, que está en la otra orilla del río. El panorama que teníamos delante era espectacular, con la famosa noria y el County Hall a su derecha iluminados con unos colores muy llamativos que se reflejaban en las aguas del Támesis, por lo que de nuevo cogí mi cámara para hacernos varias fotos ante tan bella estampa. Luego, seguimos caminando por la ribera del río, donde nos topamos con una escultura conmemorativa que rinde tributo a los que participaron en la Batalla de Inglaterra de la Segunda Guerra Mundial.
Dos minutos después, a las siete y diez de la tarde (o noche, según se mire), estábamos junto al Westminster Palace, el edificio que alberga los salones de la Cámara de los Lores y la Cámara de los Comunes, las cuales conforman el Parlamento del Reino Unido. Después de que por la mañana no nos hubiésemos podido detener por culpa de la lluvia, ahora de noche que ya no llovía sí que pudimos admirar la construcción en todo su esplendor, aunque todas las miradas iban dirigidas al Big Ben, indiscutible icono de la capital inglesa, con el que nos hicimos algunas fotos tras avanzar unos metros por Westminster Bridge para que saliese toda la torre. Avanzando un poco más por el puente, ya se divisaban las otras dos torres del palacio, la Torre Central y la Torre Victoria, y toda la fachada que se erige al borde del río, que, como todo el edificio, presenta un más que reconocible estilo neogótico que gana una barbaridad en elegancia y vistosidad con una buena iluminación como la del Westminster Palace.
Terminamos de cruzar Westminster Bridge y luego continuamos por Belvedere Road, una calle desde donde pudimos ver más de cerca el London Eye puesto que está a la espalda de la popular noria, para luego pasar por debajo de unas vías de tren y plantarnos frente a la fachada principal de Waterloo Station. Una vez dentro, me quedé impresionado con lo enorme que era la estación, y es que por algo es una de las más grandes de Europa y la que más pasajeros recibe de todo el Reino Unido. Después de que Jose y Miguel fueran al servicio, nos dirigimos a la plataforma de la Northern Line, donde tomamos el metro para bajarnos en la parada de Leicester Square sobre las ocho de la tarde.
20:00
Por la hora que ya era, tocaba buscar un sitio para cenar. Nos encontrábamos a apenas unos metros de Chinatown, y, como era de esperar, mis tres amigos propusieron ir a un chino. Yo, que soy un poco delicado para el tema de las comidas, no soy muy amigo de la comida oriental, pero la democracia es la democracia, así que tuve que aceptar su propuesta con cierta resignación; de todas formas, Pepe me advirtió que el sitio al que iríamos ya lo conocía y que allí no tendría ningún problema para comer algo que me gustase. Pues bien, cogimos por Little Newport Street y Lisle Street, ya en pleno Chinatown, lo cual era indudable porque toda la calle estaba cubierta por los típicos farolillos chinos, así como por la iluminación con colores muy llamativos. Al final de Lisle Street, giramos a la derecha por Wardour Street, donde se encuentra el restaurante Wong Kei del que nos había hablado antes Pepe.
Cuando entramos, comprobamos que estaban todas las mesas ocupadas, así que bajamos a la planta inferior, donde uno de los camareros nos asignó una de las pocas mesas que quedaban libres. En seguida nos trajeron la carta y nos tomaron nota de lo que íbamos a beber, una Coca-Cola en mi caso. La carta era bastante extensa, aunque mis opciones se reducían básicamente a los platos de arroz, porque los de carne no me llamaban mucho la atención. Tras tantear entre tres o cuatro platos, al final me decanté por uno de arroz con pollo; por su parte, Pepe se pidió un plato de pollo con verduras acompañado de arroz cocido, mientras que Jose y Miguel compartieron un plato de arroz parecido al mío y otro de carne. A los diez o quince minutos, nos trajeron lo que habíamos pedido, y, al menos yo, me quedé muy sorprendido por la cantidad de comida que traía cada plato. El mío era una montaña de arroz bañada con una salsa amarillenta que al principio me hizo dudar de si se habían equivocado, pero no, los trozos de pollo también estaban ahí. Estaba bastante bueno, más de lo que me imaginaba, y al final acabé dejando el plato limpio, aunque he de puntualizar que me costó un poco terminarlo, mientras que mis tres amigos dejaron algo de comida porque no les cabía nada más en el estómago.
La cosa salió finalmente a unas seis o siete libras por cabeza, bastante barato teniendo en cuenta que estábamos en Londres. Pasadas las nueve de la noche, salimos a la calle para ir a un pub de la zona de cuyo nombre no logro acordarme a tomar algo. Yo no me pedí nada porque, como he comentado unas líneas más arriba, estaba lleno de comida a reventar, y más todavía con la lata de Coca-Cola que me tomé en la cena, que te llena todavía más; por su parte, Jose creo recordar que tampoco tomó nada, mientras que Miguel se pidió una Coca-Cola y Pepe una cerveza.
Tras pasar allí cerca de tres cuartos de hora, decidimos dar por finalizada la jornada del sábado, por lo que ahora tendríamos que pensar cómo volver a Victoria Station. Teníamos la opción del metro, pero nos decantamos por coger uno de esos autobuses rojos de dos pisos tan famosos de Londres, ya que la Travelcard que nos habíamos sacado para el metro también servía para la red de autobuses. El pub en el que habíamos estado se encontraba a muy pocos metros de Shaftesbury Avenue, adonde llegamos justamente cuando también lo hacía un autobús de la línea 38, que casualmente termina en Victoria Station, así que nos montamos en él y nos subimos al piso de arriba. Tras coger asiento en las cuatro plazas que están en la parte delantera del bus, Jose cogió su cámara y grabó el siguiente vídeo.
Como habéis podido ver en el vídeo, el autobús pasó al poco de reanudar la marcha por Piccadilly Circus, justo por el lado donde están los famosos neones, y luego por la larga Piccadilly Street, donde el vídeo se corta a la altura del Hotel Ritz, pero el autobús continuó su ruta por esta calle bordeando Green Park hasta llegar a la glorieta en el que se encuentra el Wellington Arch para a continuación desviarse por Grosvenor Place y acabar en la última parada de esta línea, en Victoria Station, a las diez y media de la noche. Una vez allí, entramos en el supermercado Marks & Spencer que está en la entrada principal de la estación, puesto que Jose y Miguel querían comprar algunas cosillas. Cuando llegó el momento de separarnos, acordamos vernos a la mañana siguiente a las nueve y media justamente en la boca de metro en la que nos encontrábamos en ese instante, al tiempo que les rogamos puntualidad para no ir tan apresurados de tiempo.
Pepe y yo volvimos a su piso por Victoria Street y Strutton Ground, exactamente el camino a la inversa que habíamos tomado esa misma mañana para reunirnos en Westminster Cathedral. Ya en el piso, Pepe encendió la tele de su cuarto y se puso con el portátil para ponerse al tanto de la actualidad del día, mientras que yo fui al baño para darme una ducha y lavarme los dientes. De vuelta en la habitación, Pepe me cedió su sitio para poder echarle un vistazo al correo, a los comentarios que me habían dejado en el blog, a las suscripciones que tengo el Reader y a los partidos de liga que se habían disputado el sábado. Después de unos minutos de navegar por Internet, cuando ya eran las doce de la noche, apagué el portátil y nos acostamos, que ya iba siendo hora y el cuerpo lo pedía después de todo lo que habíamos hecho durante el día, y el siguiente prometía ser igual de intenso, así que más razones todavía para descansar.