sábado, 28 de julio de 2018

Viaje a Francia: día 6


Sábado, 22 de julio de 2017

9:00
Este último día del viaje nos levantamos un poco más tarde de lo habitual, aunque para variar el primero en ponerse en funcionamiento fui yo. Una vez que acudí al baño, desperté a mis amigos y a continuación me dispuse a hacer mi maleta para tenerla lista cuando viniese Oli, el casero. Ya en la cocina, me preparé el desayuno, muy similar al del día anterior, puesto que me tomé un trozo de la baguette que sobró con mantequilla, unas magdalenas y un vaso de leche fría con Nesquik. A las diez de la mañana ya estábamos con todo listo esperando al casero, con el que habíamos quedado media hora más tarde, pero no tuvimos que esperarle tanto porque llegó unos minutos antes de lo previsto.
Oli nos devolvió los 200 € de la fianza que tuvimos que pagarle el primer día sin tan siquiera revisar que todo estaba en orden, pues se fiaba de nosotros viendo que el apartamento estaba limpio y cuidado, al tiempo que nosotros le dimos los dos juegos de llaves y le recordamos que la botella de vino que nos regaló a la bienvenida ni la habíamos abierto y tampoco nos la podíamos llevar. Pasadas las diez y media, tras comentarle un poco lo que habíamos visto en la ciudad y darle las gracias por su amabilidad, nos despedimos, quedándose él en el apartamento para prepararlo con vistas a los nuevos huéspedes que recibiría ese mismo día.
Ya en la calle y con las maletas, nos acercamos a Il Meneghino, una cafetería italiana a la que mis amigos le habían echado el ojo para desayunar y que se encontraba en la Cours Victor Hugo, a apenas un par de minutos andando desde el apartamento. Ambos se pidieron un cappuccino y compartieron un cornetto cioccolato y un fagottino de pistacho, mientras que yo, como ya había desayunado antes, me pedí solamente un cornetto de cioccolato, que no es que estuviese especialmente esponjoso como se espera de un croissant, sino más bien un poco seco. En total pagamos 11'80 €, un euro y medio lo mío, y el resto a medias entre Jose y Miguel, quienes tampoco acabaron muy contentos con el café que se tomaron, aunque sí que les gustó el dulce de pistacho.
De allí, a eso de las once, nos fuimos andando al Miroir d'Eau, ya que no concebía irme de Bordeaux sin despedirme de este lugar tan mágico. Le pedimos a un turista que pasaba por allí que nos hiciese un par de fotos a los tres juntos, ya que no nos habíamos hecho ninguna en todo el viaje, tras lo cual le devolvimos el favor haciéndole a él unas cuantas con su cámara. Nuestra idea ahora era ir a la estación de tren para dejar nuestras maletas en la consigna y así poder movernos con mayor libertad el resto del día, ya que nuestro vuelo estaba previsto para las 22:10, por lo que nos acercamos a la Allée d'Orléans para coger el tranvía que nos llevase hasta allí. Compramos un bono de diez viajes que costaba 12'70 € y nos subimos en la línea C, la cual iba repleta de gente, tanto turistas como autóctonos.
El tranvía, que discurrió en paralelo al río, nos dejó en la Gare de Bordeaux Saint-Jean. Al entrar en la estación, fuimos en busca de la consigna, pero para nuestra sorpresa ya no quedaba ninguna libre, de ningún tamaño, así que no tuvimos más remedio que cargar con las maletas todo el día. Ante este repentino cambio de planes, decidimos volver al centro andando pasando por el camino por algunos de los sitios que teníamos pensado visitar, y ya luego veríamos dónde almorzaríamos. En primer lugar, cogimos por la rue de Tauzia para acercarnos a la église Sainte-Croix, la antigua iglesia abacial de un monasterio benedictino que destaca por su fachada de estilo románico de los siglos XI y XII, aunque se observan detalles del gótico que vendría más tarde en su interior, donde cabe resaltar un imponente órgano de un llamativo color verde, así como varias capillas, esculturas y cuadros de notable factura.
A continuación, cogimos por la rue du Port y luego giramos a la izquierda por la Quai Sainte-Croix hasta llegar a la Porte de la Monnaie, una de las antiguas puertas de entrada de la ciudad, muy parecida a la Porte Dijeaux que habíamos visitado apenas 24 horas antes, pero algo más pequeña y sencilla que ésta. Después, recorrimos la rue Carpenteyre hasta desembocar en la Basilique Saint-Michel y la Flèche Saint-Michel, su torre construida aparte, las cuales estaban rodeadas por el mercadillo que se suele celebrar los sábados en las plazas que las rodean. Nuestra intención era visitar el templo, pero acababa de cerrar hace apenas unos minutos, así que, como abriría más tarde, decidimos ir al centro a buscar un sitio para comer y ya luego volveríamos.

12:50
Avanzamos por la rue de la Fusterie, la rue de la Rousselle y la rue des Bahutiers hasta llegar a la zona de restauración por la que nos habíamos movido estos días; por cierto, que por el camino nos chispeó un rato, y es que el día había amanecido nublado, aunque por suerte con el paso de las horas se fue abriendo el cielo. Ahora tocaba buscar un restaurante para almorzar, para lo cual combinamos un poco de callejeo y de consultas en TripAdvisor para decantarnos finalmente por Le Rajwal, un indio en la rue des Faussets, muy cerca de la église Saint-Pierre, que presentaba una profusa decoración oriental por los cuatro costados. Yo, que no soy de comida exótica, tuve que pedir consejo a mis amigos, que me recomendaron pedir el poulet tikka massala, mientras que ellos se decantaron también por el pollo, pero en su caso el punjabi y el vindaloo, los tres platos acompañados con arroz basmati, y jarra de agua para beber, bastante fría por cierto.
Los platos no tardaron mucho en llegar, aunque para ser más exactos habría que decir que el pollo venía en unos pequeños cuencos que, por consiguiente, no traían mucha cantidad de carne para lo que costaba (unos 12 € cada uno de ellos); al menos estaba bueno, y el arroz también a pesar de su simpleza. Finalmente, el almuerzo nos salió por unos 14 € por cabeza, nada mal para ser Francia, aunque lo dicho, un poco caro teniendo en cuenta la cantidad de comida y comparándolo con las otras comidas que habíamos hecho en la ciudad. Una vez que terminamos de comer, cogimos por la rue de la Devise hasta desembocar en la concurrida rue Sainte-Catherine, casi al final de la cual paramos en La Toque Cuivrée para que Jose y Miguel comprasen canelés para sus familiares; seguidamente, cruzamos a la Cours de l'Intendance, en cuya esquina con la Place de la Comédie está la Maison Georges Larnicol, donde mis amigos también aprovecharon para comprar algunas cajas de macarons.
Nuestro siguiente destino era la Place de la Victoire, que nos pillaba un poco lejos como para ir andando después de todo el cansancio acumulado del viaje, así que aprovechamos que en la misma acera en la que nos encontrábamos podíamos coger la línea B del tranvía para llegar hasta allí en apenas seis minutos, además pasando por el camino por sitios que ya habíamos visitado, como por ejemplo la Cathédrale Saint-André. Ya en la plaza, comprobamos que allí también había mercadillo, lleno de tenderetes y de público, lo cual nos dificultó ver con tranquilidad el obelisco helicoidal de 16 metros de altura, las dos tortugas de bronce situadas a sus pies, y la Porte d'Aquitaine, la última de las seis puertas de Bordeaux que nos quedaba por visitar.
Para regresar a la Basilique Saint-Michel, nos adentramos unos metros en la rue Sainte-Catherine para luego desviarnos por la rue des Augustins, la rue du Mirail y la rue Saint-François, lo cual nos llevó unos diez minutos. En primer lugar, nos detuvimos a ver la Flèche Saint-Michel, el campanario que está separado de la basílica y que es el segundo más alto de toda Francia con 114 metros de altura, lo que permite que se vea desde casi cualquier punto de la ciudad. Teníamos la posibilidad de subir para disfrutar de las vistas que se tienen desde esta torre, pero, entre que estábamos cargando con las maletas y el cansancio que supone subir y bajar tantas escaleras, descartamos por completo esa posibilidad. Lo que sí hicimos fue entrar en el templo, de un evidente estilo gótico, aunque lo que más me llamó la atención del exterior fue el tono negruzco de parte de la fachada, al igual que de la torre, como si llevase años sin ser limpiada. Ya dentro, nos encontramos con tres naves separadas por esbeltas columnas y arcos ojivales, e iluminadas por la luz que atravesaba las numerosas vidrieras de la basílica; a destacar también varias capillas de gran valor artístico y un impresionante órgano.
Aprovechamos para descansar un buen rato en uno de los bancos del templo, ya que no teníamos planificado ver nada más, y aún nos quedaban algunas horas para que saliese nuestro vuelo. Cuando salimos de la basílica, pensamos en ir a alguna crepería para, entre otras cosas, hacer algo de tiempo, pero ello implicaría regresar al centro y, por consiguiente, alejarnos de la estación de la estación de tren, ya que por la zona en la que estábamos no tenía pinta de haber ninguna, así que lo que hicimos fue pasear tranquilamente por la ribera del río. Precisamente allí nos topamos con que había pequeños recintos para practicar diversos deportes (hockey, fútbol, voley playa, baloncesto...) en la parte ajardinada, y además estaban bastante concurridos, principalmente por jóvenes que estaban disputando pequeños campeonatos, y bien equipados con baños y fuentes para beber agua. Como no teníamos nada mejor que hacer, estuvimos allí unos quince o veinte minutos viendo los partidillos de fútbol que estaban jugando.
Cuando ya nos hartamos, cruzamos para continuar por la rue Peyronnet y la rue de Tauzia, casi al final de la cual advertí que en una de las calles que quedaban a la izquierda había un Carrefour Market, por lo que aproveché para acercarme y echar un vistazo para comprar algún producto típico de Francia. Miguel se quedó en la entrada con las maletas y Jose y yo entramos a ver qué había; al final, me decanté por un queso francés que me costó 3'05 € (no lo pude comprar muy grande porque apenas tenía sitio en la maleta y tampoco era plan de que llegase a Málaga destrozado), mientras que Jose se compró un botellín de agua para compartirlo con Miguel.

17:40
De allí nos fuimos directamente a la Gare de Bordeaux Saint-Jean. Entramos en la estación para verlo por dentro, destacando muy especialmente el enorme mural con el mapa de las líneas férreas operadas por la antigua compañía de ferrocarriles del Mediodía, y seguir haciendo tiempo en las tiendas de souvenirs por si finalmente encontraba la camiseta que estaba buscando, pero no hubo suerte, así que al final me tuve que conformar con la que me compré en Carcassonne. Nuestra idea era coger el autobús de la línea 1, el que nos llevaría al aeropuerto, sobre las siete y media u ocho menos cuarto, pero pasábamos de estar esperando allí cerca de dos horas porque no teníamos nada que hacer, por lo que decidimos subirnos al siguiente autobús que pasase, concretamente a las seis y cuarto, porque total, lo mismo íbamos a hacer en el aeropuerto que en la estación de tren.
Fuimos de los primeros en subir, así que nos pudimos sentar juntos y cerca del aire acondicionado, que ya estaba haciendo calor a pesar de que al mediodía estaba nublado. El trayecto hasta el aeropuerto no era demasiado largo, apenas unos 12 o 13 kilómetros, pero, al ser un autobús de línea, tenía muchas paradas, por lo que tardó 50 minutos en llegar al Aéroport de Bordeaux-Mérignac, poco después de las siete de la tarde. Lo primero que hicimos fue consultar un panel de información de vuelos para comprobar si decía alguno del nuestro, que estaba previsto que saliese a las 22:10, pero tal y como esperábamos todavía no aparecía nada. A continuación, nos dimos una vuelta por el aeropuerto para hacer tiempo en las tiendas, echar un ojo a los restaurantes por si alguno nos llamaba la atención para tomar algo antes de embarcar, ir al baño, etc.
Luego, buscamos un banco para sentarnos a descansar, e intentamos que estuviese cerca de algún enchufe porque mis amigos necesitaban cargar sus móviles, pero esta opción no fue posible. Pasado un rato, y tras ajustar las cuentas del día con Bizum, nos dirigimos al control de seguridad, donde tuve la mala suerte de que el arco de seguridad pitó cuando pasé por él, por lo que me tuvieron que cachear con un aparato alargado que, obviamente, no detecto nada raro; es curioso, pero casi siempre me pita en los aeropuertos extranjeros, y casi nunca en el de Málaga. Una vez ya en la terminal de embarques, comprobamos que a nuestro vuelo le habían asignado la puerta 10, así que, tras sondear un poco las tiendas de esta parte, nos fuimos a nuestra sala de espera a eso, a esperar, aunque al menos esta vez mis amigos si pudieron cargar sus móviles a unos enchufes que había libres.
Pasaban los minutos y el panel de información del vuelo seguía sin actualizarse, lo cual no era buena señal. Habíamos descartado la opción de cenar en el aeropuerto, por lo que, en vez de eso, lo que hicimos fue comprar algo para picar en una máquina expendedora; primero fueron mis amigos mientras yo me quedaba vigilando las maletas para comprarse un gofre, y luego yo me acerqué para comprar un paquete de galletas que me costó 2 €, bastante caro teniendo en cuenta que su tamaño era pequeño, pero es lo que pasa en los aeropuertos. Por fin, a las nueve y cinco salió un aviso en la pantalla de nuestra puerta de embarque y se informaba de que el vuelo se retrasaba hasta las 23:05, es decir, para una hora más tarde de lo previsto; así pues, nos tocaba esperar más tiempo todavía. Harto de estar sentado sin hacer nada, me dediqué a pasear sorteando a los pasajeros que estaban repartidos por toda la zona de embarque, además de acercarme de vez en cuando por los ventanales que daban a las pistas para ver cómo despegaban y aterrizaban los aviones; de hecho, probé a hacer algunas fotos, pero, entre los reflejos del cristal y que ya era de noche, no conseguí ninguna decente.
Pasadas las diez y media, me percaté de que un avión de Vueling se estaba aproximando a la zona en la que nos encontrábamos, lo cual quería decir que en breve empezaría el embarque, y así fue. Poco antes de las once se anunció en la pantalla de nuestra puerta, por lo que rápidamente nos pusimos en la cola para ser de los primeros en embarcar a pesar de que ya teníamos asignados los asientos (26A en la ventana para mí, 26B para Jose y 26C para Miguel), pero no me gusta quedarme muy atrás porque así me aseguro de guardar mi maleta en el compartimento situado sobre mi asiento y no en la otra punta del avión como alguna vez me ha pasado. Nos llamó la atención que junto a la mesa de embarque había dos niños que no tendrían más de 5 o 6 años, agarrados de la mano y con sus mochilitas colgadas en la espalda, y que sin duda viajaban solos, ya que una azafata estaba continuamente pendiente de ellos, pidiéndoles la documentación necesaria y dándoles instrucciones; como os podéis imaginar, todos los que estábamos allí no hacíamos otra cosa que mirarles, y la cosa es que se les veía muy tranquilos, como si no fuese la primera vez que se encontraban en esta tesitura.
Poco a poco fuimos embarcando y acomodándonos en nuestros asientos. Bueno, lo de cómodo es un decir, ya que yo precisamente cómodo no estaba, y si no fijaos en la foto que acompaña a estas líneas: las piernas abiertas todo lo posible porque rectar no me cabían y encajadas entre la pared del avión, los asientos delanteros y la pierna de Jose; movilidad nula con los pies cruzados y sin posibilidad de cambiar de postura; y de remate, a los pocos minutos el pasajero de delante echó su asiento hacia atrás (estaba en su derecho), pero claro, eso reducía todavía más el espacio entre mi asiento y el suyo, de tal manera que la distancia entre mi nariz y el asiento de delante era de apenas unos 30 centímetros. Así se suponía que tendría que aguantar un par de horas hasta llegar a Málaga, por lo que el vuelo se me iba a hacer más largo si cabe.
Por cierto, que antes de que el avión se pusiese en marcha, se nos acercó un pasajero que por sus pintas y rasgos físicos nos recordó al cantaor Diego el Cigala, y que, al vernos sentados a los tres juntos, nos dijo "creo que tenemos un problema". Nos dio a entender que uno de nosotros no estaba en su sitio, pero el que estaba equivocado era él, pues su asiento era en esa misma fila pero al otro lado del pasillo, con una pareja de españoles. A todo esto, el avión despegó finalmente a las 23:25, una hora y veinte más tarde de lo previsto, por lo que aterrizaríamos en Málaga siendo ya domingo, pero yo no estaba dispuesto a aguantar todo el trayecto en este plan. Me planteé seriamente llamar a una de las azafatas y hacerle ver lo vergonzoso de las condiciones en las que estaba viajando, que a todo esto no es la primera vez que me pasaba con Vueling. Por suerte, a la media hora de despegar, mis amigos me advirtieron que la fila de atrás estaba totalmente vacía (yo no podía verlo, así de encajonado estaba), por lo que para evitar cualquier discusión me cambié de sitio sin pedir permiso siquiera. No os podéis hacer una idea de la liberación que sentí en ese momento.
Solucionado este problema, el entretenimiento del vuelo se centró completamente en el pasajero que antes comenté. Desde que se sentó con la pareja, no paró de darles palique y de contarles historias que no venían mucho a cuento, especialmente a la chica, aunque tanto ella como el chico no sabían cómo quitárselo de encima. A todo esto, daba la impresión de que estaba un poco borracho, lo cual quedó patente cuando pasado un rato se levantó para ir al baño y al volver no era capaz de encontrar su sitio. Luego, cuando ya se le acabaron los temas de conversación, dejó a esta pareja tranquila y se cambió a la fila de atrás, la misma en la que yo estaba ahora, que casualmente también tenía los tres asientos libres, y se tumbó en ella, y ni corto ni perezoso se puso a escuchar música con su móvil a un volumen considerable, así como a canturrear un poco. Las azafatas no sabían que hacer ante este panorama, aunque pasado un rato una de ellas se atrevió a pedirle que no hiciese tanto ruido. Por último, la parte final del vuelo se la pasó durmiendo. Como podéis ver, el espectáculo fue mayúsculo.
Pues bien, entre que por suerte me pude cambiar de sitio para estar más cómodo y que tuvimos un pasajero que nos proporcionó cierta distracción, el vuelo se nos pasó relativamente rápido. El avión aterrizó en el aeropuerto de Málaga a las 0:55; unos minutos después, se enganchó al finger por el que fuimos saliendo para acceder a la terminal. A continuación, fuimos en busca de uno de los hermanos de Jose, que nos estaba esperando en su coche para recogernos y dejarnos en nuestras respectivas casas, primero a Miguel y luego a mí en la mía, a la que llegué a las dos menos diez de la madrugada, terminando de esta forma este viaje a Francia.

Nota: no es la primera vez que el relato de los viajes que hago se alarga en el tiempo más de lo normal. Sin ir más lejos, este último post de mi viaje a Francia se está publicando más de un año después de haberse terminado, y no ha sido por gusto, sino porque uno tiene cada vez más responsabilidades, y en especial el trabajo de profesor se lleva muchas horas. Resulta que me queda pendiente por contar un segundo viaje que hice en agosto del verano pasado, pero la cosa no queda aquí, ya que hace unos días volví de otro y el mes que viene tengo otro más. Esta acumulación de viajes por compartir en el blog me ha llevado a tomar una decisión que ya me había planteado con anterioridad y que ahora no tengo más remedio que aplicar: a partir de ahora, no me extenderé tanto en el relato de mis viajes. No tengo tiempo para ello, y es una pena porque es en los detalles donde reside buena parte de las anécdotas más importantes de un viaje, pero el tiempo es finito y hay que recortar por aquí. Estoy seguro de que entenderéis esta decisión, y sobre todo espero que sigáis disfrutando de los relatos de mis viajes aunque ya no vayan a estar tan desglosados como hasta ahora.

lunes, 23 de julio de 2018

Los perros de Riga

Hoy he terminado de leer el primero de los libros que pretendo devorar este verano, y en concreto ha sido 'Los perros de Riga', del escritor sueco Henning Mankell.
Dos cadáveres aparecen en un bote salvavidas arrastrado por la corriente en la costa de la localidad sueca de Ystad. El caso es asignado entre otros al inspector Kurt Wallander, quien tendrá que investigar el motivo que se esconde tras la muerte de estas dos personas, cuyos cuerpos han vagado varios días por el Mar Báltico procedentes de Letonia. Es por ello que tendrá que colaborar durante unos días con el mayor letón Karlis Liepa, para más tarde continuar con la investigación en la propia Letonia cuando se descubre que Liepa ha sido asesinado el día de su regreso de Suecia. En Riga conocerá no solamente a Baiba Liepa (la viuda del mayor) y a los coroneles Putnis y Murniers, sino también que este país báltico se halla inmerso en una delicada situación política y social como consecuencia de la disolución de la URSS, y donde la conspiración y la corrupción policial está a la orden del día.
Han pasado cuatro años desde que leí 'Asesinos sin rostro', el primero de los libros que componen la saga del inspector Kurt Wallander, y en cuanto a la valoración que hago de la lectura de este segundo título puedo decir más o menos lo mismo que de su predecesor. En líneas generales me ha gustado: la trama es atrayente a pesar del trasfondo soviético que la envuelve, que al final no me ha resultado tan árido como me esperaba; el autor no se centra exclusivamente en la parte policial, sino que vuelve a darle cierta importancia a la vida personal del inspector, cuya relación es nula con su ex mujer y escasa con su padre y con su hija; por último, el desenlace está bien hilado y no deja cabos sueltos. En cuanto a las pegas, también me repito bastante con el primero de la saga: la continua referencia a nombres y lugares suecos y letones dificulta un poco la lectura y el seguimiento del caso, aunque he de reconocer que no me ha costado tanto como la otra vez; el final de algunos capítulos te deja con ganas de seguir leyendo, pero el libro en conjunto no engancha del todo como para querer devorarlo en dos tardes, ya que algunas páginas se me han hecho un poco cansinas. A este respecto, las comparaciones con Arthur Conan Doyle y con Agatha Christie, los dos grandes del género, son inevitables y es justo reconocer que todavía pongo a Henning Mankell en un escalón por debajo. En cualquier caso, sí que podría concluir que este segundo título de la saga me ha gustado un poquito más que el primero, por lo que seguiré apostando por las aventuras de Kurt Wallander de aquí en adelante, pues a buen seguro me brindará buenas y todavía mejores lecturas.

lunes, 9 de julio de 2018

No es mío, pero es interesante (CXIV)

Aquí llega una nueva entrega de 'No es mío, pero es interesante', una sección en la que os recomiendo las entradas de otros blogs y webs que más me han interesado en las últimas semanas. Como siempre, hay algunos blogs que aportan más de un post, y en este caso Microsiervos casi monopoliza las recomendaciones de hoy con 20 entradas. Lo que tampoco falla es la variedad de contenidos: matemáticas, ciencia, astronomía, curiosidades, vídeos, etc.
Echémosle un vistazo a la entrega de hoy:
¿Os han gustado las recomendaciones de esta entrega? Espero que sí y que me lo hagáis saber a través de un comentario ;)