Jueves, 16 de julio de 2015
3:30
A esta hora sonó la primera de las cuatro alarmas de mi antiguo móvil (sí, todavía lo conservo para este uso) que me puse a intervalos de tres minutos; sin embargo, no fue hasta las cuatro menos diez cuando me levanté al escuchar el despertador de mi madre. Resulta que apagué conscientemente todas y cada una de ellas, pero me quedé dormido, y no era de extrañar, ya que, a pesar de que me acosté a las diez de la noche, apenas conseguí conciliar el sueño por culpa del calor que me hizo ir de mi habitación al salón varias veces en busca de un lugar más fresco que nunca encontré; de hecho, recuerdo haber estado despierto a las dos y media de la madrugada, así que os podéis hacer una idea de lo poco que dormí. No empezaba bien el viaje a Múnich con visita a Salzburgo entre medias, y no fue el único lunar como comprobaréis en el relato del mismo, aunque en líneas generales fue excelente.
Tras la pertinente visita al baño, volví a mi habitación a por las gafas y el móvil, y luego a la cocina para descongelar el mollete en el microondas y calentar el horno para hacer una pequeña barra de viena que luego utilizaría para prepararme un bocadillo de chorizo y comérmelo una vez que hubiésemos aterrizado en Múnich. Mientras tostaba el mollete, envié un mensaje al grupo de WhatsApp que tengo con los dos amigos con los que viajaría para saber si ya se habían levantado; solamente respondió Jose, lo cual me hizo dudar de si Miguel realmente estaría despierto o no, aunque seguramente el motivo sería que tendría su móvil apagado o en silencio. Pues bien, me tomé mi mollete tostadito con aceite y mi vaso de leche fría con Nesquik, y tras ello otra vez a mi habitación para cambiarme de ropa y ultimar la maleta que ya había dejado prácticamente hecha la tarde anterior a falta de meter las chanclas, la caja de las gafas, el móvil antiguo para utilizarlo como despertador y el bocadillo que acababa de preparar. La mochila de la cámara de fotos la llevaría aparte, aunque dejé en la maleta el hueco justo en caso de que fuese necesario guardarla en el aeropuerto a la hora de embarcar.
Con todo ya listo, todavía tenía unos minutos para descansar y esperar en el salón a que fuese la hora de marcharme. Llegado el momento, fui a mi cuarto a por la mochila de la cámara y la maleta, la cual tuve que coger a pulso, ya que si mi perra ve o escucha una maleta rodar por el suelo se pone a ladrar nerviosa y no eran horas. Me despedí de mi madre y, ya en el ascensor, Jose me avisó por WhatsApp de que ya me estaba esperando con su hermano al comienzo de calle Alcazabilla, pero surgió una nueva complicación: la puerta del portal no abría por más que le daba al pulsador y tiraba de ella. Las llaves no las llevaba, así que no me quedaba otra que subir y llamar a mi casa con los nudillos y rezar por que mi madre se enterase desde su habitación, puesto que si le diese al timbre la perra se pondría a ladrar. Por suerte, cuando llegué a mi planta mi madre estaba saliendo de casa al haber escuchado los tirones que le había dado al portal, por lo que me acompañó hasta abajo para abrirme.
Terminé sudando bastante entre el calor que hacía a las cinco menos diez de la madrugada y la medio carrera que di para llegar hasta el coche donde me esperaba Jose. Le conté lo que me acaba de pasar, y él que, al igual que yo, tampoco había dormido mucho, aunque en su caso por los nervios previos al viaje. En apenas cinco minutos ya estábamos frente a la casa de Miguel, aunque de él no había rastro, ni física ni electrónicamente. Dos minutos más tarde vimos encenderse la luz de su portal e inmediatamente a él bajando las escaleras; ya reunidos los tres, nos dirigimos al aeropuerto, al que llegamos pasadas las cinco y cuarto. Tras coger el equipaje del maletero y despedirnos del hermano de Jose, entramos directamente en Terminal 3, pero le recordé a mis amigos que habíamos previsto buscar el stand de Norwegian para preguntar si teníamos que hacer alguna otra gestión para los billetes de vuelta o era suficiente con lo que teníamos, así que fuimos a buscarlo a la Terminal 2, que es donde se encuentra según la web del aeropuerto, pero no resulto ser así, es más, tampoco lo vimos en la otra terminal.
Como no podíamos hacer nada al respecto, nos acercamos al control de seguridad no sin antes entregarle a cada uno su correspondiente billete. Pasamos por el arco de seguridad sin ningún tipo de problema, y a continuación entramos en la tienda de dutyfree para matar el tiempo y comprobar que eso de que los productos son más baratos en este tiempo de tiendas no es tan cierto como dicen. La tarde anterior miré en la web del aeropuerto que la puerta de embarque que se le había asignado a nuestro vuelo era la D44, por lo que nos dirigimos hacia ella, aunque en el camino nos detuvimos frente a una máquina expendedora de aparatos electrónicos (reproductores de música, tabletas, pendrives, tarjetas de memoria, cámara de fotos...), y es que uno ya no sabe qué van a inventar con tal de vender lo que sea en cualquier sitio. A pesar de que todavía no se había anunciado oficialmente por las pantallas, la de nuestra puerta de embarque ya indicaba que era la del vuelo a Múnich de la compañía Vueling, y de hecho ya había un grupo de pasajeros sentados alrededor, cosa que hicimos nosotros.
Aproveché la espera para desactivar la tarifa de datos y activar el modo avión de mi móvil. En esto que se estaba empezando a formar una fila para embarcar, a lo que le dije a mis amigos que nos uniésemos para ser de los primeros y poder colocar nuestras maletas en los compartimentos superiores de nuestros asientos y no en la otra punta del avión como nos ha ocurrido en otras ocasiones, lo cual es un rollo. Por una vez me hicieron caso, pero, ahora esperando en el puente de embarque, lo que no conseguí fue convencer a Miguel de que me cambiase su asiento de ventana por el mío de pasillo. Nos fuimos hasta casi la cola del avión para encontrar la fila 27 y los asientos A, B y C que nos había asignado aleatoriamente la web de Vueling a la hora de hacer la facturación online. Como era de esperar, no cabía en mi sitio, y es que mis rodillas se clavaban literalmente en el asiento delantero, y así tendría que aguantar unas tres horas...
6:35
Con todo ya listo, todavía tenía unos minutos para descansar y esperar en el salón a que fuese la hora de marcharme. Llegado el momento, fui a mi cuarto a por la mochila de la cámara y la maleta, la cual tuve que coger a pulso, ya que si mi perra ve o escucha una maleta rodar por el suelo se pone a ladrar nerviosa y no eran horas. Me despedí de mi madre y, ya en el ascensor, Jose me avisó por WhatsApp de que ya me estaba esperando con su hermano al comienzo de calle Alcazabilla, pero surgió una nueva complicación: la puerta del portal no abría por más que le daba al pulsador y tiraba de ella. Las llaves no las llevaba, así que no me quedaba otra que subir y llamar a mi casa con los nudillos y rezar por que mi madre se enterase desde su habitación, puesto que si le diese al timbre la perra se pondría a ladrar. Por suerte, cuando llegué a mi planta mi madre estaba saliendo de casa al haber escuchado los tirones que le había dado al portal, por lo que me acompañó hasta abajo para abrirme.
Terminé sudando bastante entre el calor que hacía a las cinco menos diez de la madrugada y la medio carrera que di para llegar hasta el coche donde me esperaba Jose. Le conté lo que me acaba de pasar, y él que, al igual que yo, tampoco había dormido mucho, aunque en su caso por los nervios previos al viaje. En apenas cinco minutos ya estábamos frente a la casa de Miguel, aunque de él no había rastro, ni física ni electrónicamente. Dos minutos más tarde vimos encenderse la luz de su portal e inmediatamente a él bajando las escaleras; ya reunidos los tres, nos dirigimos al aeropuerto, al que llegamos pasadas las cinco y cuarto. Tras coger el equipaje del maletero y despedirnos del hermano de Jose, entramos directamente en Terminal 3, pero le recordé a mis amigos que habíamos previsto buscar el stand de Norwegian para preguntar si teníamos que hacer alguna otra gestión para los billetes de vuelta o era suficiente con lo que teníamos, así que fuimos a buscarlo a la Terminal 2, que es donde se encuentra según la web del aeropuerto, pero no resulto ser así, es más, tampoco lo vimos en la otra terminal.
Como no podíamos hacer nada al respecto, nos acercamos al control de seguridad no sin antes entregarle a cada uno su correspondiente billete. Pasamos por el arco de seguridad sin ningún tipo de problema, y a continuación entramos en la tienda de dutyfree para matar el tiempo y comprobar que eso de que los productos son más baratos en este tiempo de tiendas no es tan cierto como dicen. La tarde anterior miré en la web del aeropuerto que la puerta de embarque que se le había asignado a nuestro vuelo era la D44, por lo que nos dirigimos hacia ella, aunque en el camino nos detuvimos frente a una máquina expendedora de aparatos electrónicos (reproductores de música, tabletas, pendrives, tarjetas de memoria, cámara de fotos...), y es que uno ya no sabe qué van a inventar con tal de vender lo que sea en cualquier sitio. A pesar de que todavía no se había anunciado oficialmente por las pantallas, la de nuestra puerta de embarque ya indicaba que era la del vuelo a Múnich de la compañía Vueling, y de hecho ya había un grupo de pasajeros sentados alrededor, cosa que hicimos nosotros.
Aproveché la espera para desactivar la tarifa de datos y activar el modo avión de mi móvil. En esto que se estaba empezando a formar una fila para embarcar, a lo que le dije a mis amigos que nos uniésemos para ser de los primeros y poder colocar nuestras maletas en los compartimentos superiores de nuestros asientos y no en la otra punta del avión como nos ha ocurrido en otras ocasiones, lo cual es un rollo. Por una vez me hicieron caso, pero, ahora esperando en el puente de embarque, lo que no conseguí fue convencer a Miguel de que me cambiase su asiento de ventana por el mío de pasillo. Nos fuimos hasta casi la cola del avión para encontrar la fila 27 y los asientos A, B y C que nos había asignado aleatoriamente la web de Vueling a la hora de hacer la facturación online. Como era de esperar, no cabía en mi sitio, y es que mis rodillas se clavaban literalmente en el asiento delantero, y así tendría que aguantar unas tres horas...
6:35
El avión se puso en marcha cinco minutos más tarde de lo previsto, aunque realmente eso no afectaría luego a la hora de llegada. Mientras daba marcha atrás y buscaba pista, las azafatas explicaban y gesticulaban las ya tradicionales medidas de seguridad en caso de emergencia o accidente, y a los pocos minutos aceleró para despegar y poner rumbo a Múnich. Para intentar olvidarme de lo incómodo que estaba, no se me ocurría otra cosa que echarle una ojeada a la revista de la compañía a ver si encontraba algún artículo interesante, y apenas uno me llamó la atención, precisamente el que hablaba de uno de los aspectos más curiosos de Edimburgo, la última ciudad a la que había ido de viaje; en concreto, explicaba el porqué de que los bancos repartidos por la capital de Escocia, especialmente en el centro histórico, tuviesen una placa con el nombre y la fecha de nacimiento y defunción de algunos de sus habitantes.
Uno de los motivos por los que siempre quiero sentarme junto a la ventana del avión es que me encanta mirar por ella y ver los paisajes y lugares que vamos sobrevolando, y si encima tengo una cámara de fotos a mano, pues con más razón. A pesar de estar sentado junto al pasillo, no pude resistirme y saqué mi cámara para fotografiar al menos el ala del avión, aunque mis amigos al final se ofrecieron a hacerla por mí, puesto que desde mi posición apenas veía media ventana. Jose me dijo que, ya que tenía la cámara fuera, podría hacerle una foto a mis piernas para demostrar lo incómodo que siempre voy cuando vuelo y no me puedo sentar en los asientos de emergencia, que son bastante más anchos, y eso hice. Quede como prueba de lo que digo la foto que acompaña a este párrafo, y obsérvese que mi rodilla izquierda esta en permanente contacto con el reposabrazos del asiento de delante y que mi pierna derecha está inclinada hacia abajo y con el pie girado hacia el pasillo para tener algo más de holgura, aunque cada dos por tres me cambiaba de postura como buenamente podía porque me cansaba de estar siempre igual.
Por la ventana ya se veía que había amanecido, pero pasadas las siete el avión hizo un giro que provocó que desde el lado derecho entrase de repente un fogonazo de luz que a muchos pilló desprevenido. Las azafatas sacaron a pasear el carrito del desayuno, así que no tuve más remedio que aguantar con las piernas encogidas unos minutos para no cortarles el paso con mi pie; a todo esto, mis amigos aprovecharon para pedirse cada uno un cappuccino que les costó 2'5 €. Sin otra distracción que mirar por la ventana desde la distancia del asiento de pasillo las nubes y algún que otro avión que a lo lejos parece ir mucho más rápido que el nuestro, y teniendo en cuenta que por la noche prácticamente no había dormido nada, no tuve más opción que echarme una pequeña siesta, y así al menos dejaba de ser consciente de lo incómodo que estaba. Mis amigos también durmieron un rato, aunque también mataron el tiempo con algunos juegos de sus móviles.
Solamente estuve durmiendo media hora, lo suficiente como para estar un poco más recuperado de tan mala noche que había pasado; de hecho, Jose me hizo saber que durante un buen rato estuve inclinado hacia su lado y que casi no se podía mover para evitar despertarme. Varios indicios me hicieron deducir que ya estábamos próximos a aterrizar. El primero, que las azafatas empezaron a pasar con una bolsa de basura para recoger los restos de los desayunos de los pasajeros (servilletas, latas, vasos...), y el segundo, que Jose, al mirar por la ventana y ver montañas nevadas, me preguntó si eran los Alpes, y yo, viendo que eran ya más de las ocho y media, le confirmé que sí, puesto que los Pirineos ya los tendríamos que haber dejado atrás hace un rato. En efecto, a las nueve menos cuarto habló el comandante por la megafonía para decir que tomaríamos tierra en unos quince minutos, por lo que recordaba a los pasajeros que se abrochasen el cinturón, cosa que yo no tuve que hacer porque siempre lo llevo abrochado.
Mientras el avión iba descendiendo gradualmente, observamos por la ventana que todo eran vastas y verdes extensiones de campo y pradera salpicadas por algunas casas hasta que de repente aterrizamos en el aeropuerto de Múnich a eso de las nueve de la mañana, veinte minutos antes de la hora programada; al contrario de lo que estoy acostumbrado, ya que suelo volar con Ryanair, aquí solamente hubo unos tímidos aplausos para celebrar que habíamos llegado sin problemas. Cuando ya nos detuvimos por completo, vimos a nuestra izquierda un avión de la aerolínea Etihad Airways bastante más grande que el nuestro, y yo pensando que uno de ésos sí que iría yo cómodo. Tras recoger nuestras maletas de los compartimentos de equipaje, nos dirigimos a la cabeza del avión para salir por el puente y acceder a la terminal en busca de las máquinas para sacarnos el billete del cercanías que nos llevaría al centro de Múnich.
9:25
Tuvimos que andar un buen trecho, aunque por suerte pudimos enlazar varios pasillos mecánicos bastante largos hasta llegar a ellas. Las cuatro o cinco que había estaban ocupadas, como era de esperar, pero en seguida se quedó una libre. Para no llevarnos a confusión, seleccionamos el idioma español en la pantalla táctil y a continuación escogimos el Airport-City-Day-Ticket, un billete que cuesta 22'30 € y que nos permitiría a los tres utilizar cualquier tipo de transporte (cercanías, metro, autobús y tranvía) durante todo el día las veces que quisiéramos, lo cual estaba bastante bien sobre todo si tenemos en cuenta que el billete sencillo vale 2'70 €. Fue Miguel el que pagó con su tarjeta de crédito, y ya ajustaríamos cuentas a lo largo del viaje conforme comprásemos más billetes de transporte.
De allí nos fuimos hasta una panadería-cafetería para que mis amigos se comprasen su desayuno. Mientras ellos iban mirando lo que se iban a pedir, yo aproveché para quitar el modo avión de mi móvil y echarle un vistazo a la tienda del Bayern de Múnich que había al lado pared con pared. Finalmente cada uno se compró un cappuccino y un panini schinken (de jamón) por 6'20 €, un tanto caro, lo cual ya nos daba una pista de lo que nos iba a costar comer en el viaje. Nos acercamos a unos bancos que había libres para desayunar sentados, en mi caso el bocadillo de chorizo que había preparado esa misma mañana en mi casa, y a continuación bajamos a los andenes para coger el cercanías. Teníamos dos posibles líneas para ir hasta el centro, la S1 y la S8, y fue esta última la primera que llegó, apenas dos minutos antes de las diez, así que nos montamos en el tren y nos sentamos en un par de parejas de asientos que van enfrentados para ir juntos. Nos sorprendió un poco que no se llenase siendo una línea que supuestamente tiene mucho público, aunque quizás el motivo fuese que no era hora punta; eso sí, lo que nos chocó, y mucho, fue el absoluto silencio que reinaba en el interior del vagón, y es que de haber sido en España seguro que habría un notable ruido de fondo.
A los pocos minutos de ponerse en marcha el tren, se nos acercó un joven que resultó ser el revisor, aunque de primeras no nos lo pareció porque no vestía uniforme ni llevaba identificación alguna; en fin, le entregué el billete para que verificase que estaba en regla y, acto seguido, lo selló. Con media hora de trayecto todavía por delante, me dediqué a doblar los folios en los que teníamos impresos el plan del viaje y los diferentes mapas de transporte de Múnich para llevarlos más cómodamente, aunque también los tenía descargados en mi smartphone por si se nos olvidase cogerlos algun día. También aprovechamos para discutir acerca de dónde dejaríamos nuestras maletas, y es que teníamos dos opciones. Una de ellas era la consigna de la estación de tren, donde tendríamos que pagar 5 € entre los tres, mientras que la otra era en el hotel, donde nos saldría gratis, pero en Internet habíamos leído que se dejaban junto a la recepción a la vista de todo el mundo y no guardadas en una habitación para ello, lo cual no nos terminaba de convencer. Finalmente acabaríamos decantándonos por la primera opción.
Llegamos a la Hauptbahnhof Central Station sobre las once menos cuarto, y, cargados con nuestras maletas, nos dispusimos a subir hasta planta principal para buscar la consigna. De camino hasta allí, pasamos por delante de una oficina de información en la que se vendían mapas de toda la red de transportes de la ciudad por 1'5 €; de haber sido gratuito lo hubiésemos cogido por eso de que está a color, pero nosotros ya lo llevábamos impreso como comenté antes, y además se distinguían bastante bien las distintas líneas y estaciones, así que algo que ya nos ahorramos. Nada más subir a la planta donde están todos los andenes, hasta 32, encontramos la consigna a mano izquierda. La palabra que mejor definiría a esa enorme habitación repleta de un sinfín de casilleros en la que entramos era búnker, ya que más que calor se podría decir que faltaba aire, y por otra parte todo era gris y sin apenas ventanas. Los casilleros más pequeños, que costaban 4 €, no nos servían porque solamente cabían dos de nuestras maletas, por lo que tuvimos que coger uno del siguiente tamaño por 6 €, un euro más de lo que había leído en la web, pero al menos sería más fácil de pagar entre los tres. Introdujimos las maletas e insertamos las monedas, de tal manera que se quedó completamente cerrada, tras lo cual sacamos la llave, que custodiaría yo, para luego poder recuperar el equipaje.
Por dentro, la estación se parece bastante a la del resto de grandes ciudades, con un vestíbulo con numerosas tiendas y cafeterías y un aspecto muy cuidado y un tanto moderno, pero por fuera era otra cosa, mucho más sobrio y simplón; de hecho, cuando salimos al exterior no estábamos muy seguros de si lo habíamos hecho por la entrada principal o por alguno de los laterales, pues la calle estaba parcialmente en obras y con varias vallas y accesos cortados. Tras unos minutos de indecisión en los que nos costó un poco orientarnos, cruzamos la calle para iniciar nuestro paseo matutino por Schützenstraße (en alemán, la letra 'ß' es equivalente a la grafía 'ss', que es la que utilizaré de aquí en adelante por comodidad), una calle semipeatonal en la que, entre otros muchos comercios, destaca Karstadt, unos grandes almacenes cuya estética nos recordó bastante a la de El Corte Inglés. Por la última bocacalle a la izquierda avistamos el Justizpalast, el Palacio de Justicia de Múnich, un majestuoso edificio de estilo neobarroco adornado con varias estatuas y coronado por una gran cúpula de acero y cristal.
Nos disponíamos a cruzar de Prielmayerstrasse a Karlsplatz, y fue aquí cuando nos llamó la atención otro aspecto de la cultura alemana de la que ya sabíamos de oídas: solamente cruzan cuando está en verde para los peatones. Es increíble la rectitud de los alemanes en este sentido y en otros muchos, y eso que los semáforos no otorgan mucho tiempo para cruzar como ocurría en esta plaza; por cierto, que una de las cosas de las que me había informado a la hora de preparar el viaje es que nos podían llegar a multar con 10 € en caso de saltarnos un semáforo, aunque como comprenderéis incumpliríamos esta norma decenas de veces en los cinco días que estuvimos en Múnich. Llegamos pues a Karlsplatz, conocida popularmente como Stachus, una plaza semicircular que cuenta en su centro con una fuente un tanto peculiar, pues el agua brota directamente desde el suelo y desde tres medallones situados en el interior de la misma, pero lo más destacable de la plaza es Karlstor, una de las puertas de la antigua muralla medieval de la ciudad que todavía se conservan y que da acceso al Altstadt, el centro histórico muniqués; sin embargo, para nuestra decepción estaba semioculta tras unos andamios, y no sería el único monumento que encontraríamos en este estado.
Seguimos por la Neuhauser Strasse, una de las vías peatonales más concurridas debido a la gran cantidad de tiendas y restaurantes que hay en ella, así como algunos puntos de interés. En primer lugar, el Brunnenbuberl, una pequeña fuente adosada a la esquina de un edificio sobre la cual estaba posada una paloma completamente empapada, seguramente para refrescarse del intenso calor que nos obligó a buscar continuamente la sombra; a continuación, dos iglesias, la Bürgersaalkirche y la Michaelskirche, en las que no entramos porque teníamos previsto hacerlo al día siguiente; y por último, en la esquina con Augustinerstrasse, una estatua de bronce del Porcellino, el famoso jabalí cuyo original se encuentra en Florencia. Precisamente nos desviamos por esa calle, donde nos topamos con una especie de estanque rodeado de escalones de piedra en la que había algunos niños jugando, y justo enfrente con la Frauenkirche, la Catedral de Nuestra Señora de Múnich, la cual tenía una de sus dos torres cubierta casi por completo por andamios para su restauración, así que ya veis, dos monumentos en obras en menos de media hora.
No pudimos acceder a ella por la puerta principal porque una valla nos lo impedía, pero había un cartel que indicaba que se entraba por el lateral izquierdo; de camino hasta allí, nos topamos con una maqueta de bronce que reproducía a escala parte del centro histórico de la ciudad y en la que pudimos distinguir la propia Frauenkirche, Marienplatz y la Residenz, por poner algunos ejemplos. Ya dentro de la catedral, pudimos percibir que era bastante simple para lo que suelen ser estos templos, aunque por lo visto es debido a los numerosos destrozos que sufrió durante la Segunda Guerra Mundial. La principal atracción del templo estaba rodeada de numerosos turistas, y es que todo el mundo quiere hacerle una foto a la Teufelsritt, la Huella del Diablo, pues cuenta la leyenda que, creyendo que no tenía ventanas tal y como había acordado con el constructor, se enfadó y pisó con fuerza al comprobar que realmente estaban ocultas detrás de las columnas desde donde estaba situado.
Jose y Miguel, que no son mucho de visitar iglesias, se sentaron en uno de los bancos, mientras que yo me dediqué a recorrer las tres naves de la catedral, de estilo gótico tardío, de ahí que cuente con bóvedas de crucería y varias vidrieras a lo largo de toda la fachada. Tras el altar mayor se encuentra la sillería del coro, y suspendido sobre él un gigantesco crucificado; al rodear el altar, comprobé que había unas escaleras que permitían acceder a la cripta, también bastante sencilla, y en la que están las tumbas de arzobispos y miembros de la dinastía Wittelsbach. Por último, destacar también el enorme órgano situado a la entrada y el mausoleo de bronce del emperador Luis IV de Baviera junto a la puerta lateral sur, por la que salimos. Fuera pudimos apreciar mejor el característico color rojizo del ladrillo con el que está construida la catedral y también un reloj de sol adosado a la fachada, pero sin duda lo más característico son sus dos torres de casi cien metros de altura con sus llamativas cúpulas verdes; por cierto, que según una norma municipal está prohibido levantar edificios más altos que dichas torres en el centro de la ciudad.
11:45
Continuamos por Liebfrauenstrasse y luego por Kaufingerstrasse, que viene a ser la continuación de Neuhauser Strasse, puesto que también es peatonal y está repleta de comercios de todo tipo, hasta desembocar en Marienplatz, el centro neurálgico de Múnich. Si por algo destaca esta plaza es por el imponente y recargado edificio neogótico del Neues Rathaus, el Nuevo Ayuntamiento, y en especial por su torre de 85 metros de altura rematada por el Münchner Kindl, símbolo del escudo de armas de la ciudad, y también por el Glockenspiel, el famoso carrillón que se pone en funcionamiento cada día a las 11:00, a las 12:00 y a las 17:00 para deleite de todos los visitantes. Todavía quedaban unos minutos para el del mediodía, así que, mientras mis amigos cogían sitio para verlo justo de frente, yo me dispuse a ver el resto de la plaza.
Empecé por la Mariensäule, la Columna de María, que es la que le da nombre a Marienplatz. Se trata de una estatua dorada de la Virgen en lo alto de una columna que, ubicada en el centro de la plaza, cuenta en su base con cuatro ángeles que representan la victoria sobre otras tantas amenazas que tuvo Múnich a comienzos del siglo XVII: la herejía, la enfermedad, el hambre y la guerra. Al este avisté el Altes Rathaus, el Antiguo Ayuntamiento, un impoluto edificio de estilo gótico que a primera vista se parece más a un pequeño castillo medieval que a lo que fue la casa consistorial hasta la construcción del Neues Rathaus, y que actualmente alberga el Spielzeugmuseum, el Museo de los Juguetes. Desde donde me encontraba también pude contemplar la torre de la Peterskirche, a cuyo mirador subiríamos al día siguiente, pues las vistas que se tienen de la ciudad desde allí arriba son impresionantes.
Justo antes de las doce volví con mis amigos para ver el Glockenspiel, nosotros y todo el mundo que pasaba por allí y que ya estaba con sus cámaras alzadas para grabar este carrillón compuesto por 43 campanas y 32 figuras autómatas a tamaño real. A la hora estipulada, comenzó a sonar una melodía introductoria de un par de minutos que dio paso a la primera de las representaciones en el nivel superior del carrillón, en la que se escenifica un torneo con motivo del enlace entre el duque Wilhelm V y Renata de Lorena; seguidamente, los toneleros de la parte inferior bailan la Danza de Cooper para conmemorar el fin de la epidemia de peste que asoló Alemania al final de la Edad Media. Mi amigo Jose lo grabó parcialmente con su móvil, mientras que yo hice varias fotos con mi cámara, y también una con el móvil para enviársela a mi hermana por WhatsApp aprovechando que había un red Wi-Fi libre en el sitio en el que nos hallábamos.
Al término de este espectáculo, le enseñé a mis amigos el resto de la plaza y que yo ya había visitado antes, aunque hubo una cosa que se me pasó, el Fischbrunnen, es decir, la Fuente del Pez, llamada así por el pez globo que está situado en la parte más alta de la misma. Lo siguiente que íbamos a ver estaba bastante alejado como para ir a pie, así que bajamos por una de las bocas de metro de Marienplatz para coger la línea U6 y bajarnos en la parada de Goetheplatz; por cierto, nos extrañó mucho que ni para acceder ni para salir de las estaciones de metro hubiera tornos que controlasen que todo el mundo lo utiliza habiendo comprado su billete, lo cual significa que hay bastante confianza en los usuarios del transporte público (en España sería otro cantar), y además así se agiliza el tránsito y no se forman aglomeraciones. Salimos por Lindwurmstrasse, donde me costó un poco ubicarme, pero me fie de mi intuición y, tras girar a la derecha por Herzog-Heinrich-Strasse y luego a la izquierda por Mozartstrasse, llegamos a nuestro destino.
Teníamos ante nosotros la enorme explanada de Theresienwiese donde se celebra la Oktoberfest, y precisamente en ese momento ya había varios operarios montando las carpas donde miles de muniqueses y turistas beben litros y litros de cerveza entre finales de septiembre y principios de octubre. De nuevo, las obras se interponían en nuestro camino, ya que pretendíamos ver de cerca el conjunto compuesto por la Bavaria Statue, una colosal estatua de bronce que que representa a Baviera, y el Ruhmeshalle o Salón de la Fama, un edificio de corte neoclásico en el que se exponen bustos de ilustres personajes alemanes, pero una valla y un cartel que colgaba en ella dejaban bien claro que no se podía avanzar. La verdad es que no entendíamos por qué estaba cortado el sendero que llevaba directamente a dichos monumentos si a ambos lados también había vallas que impedían el paso de vehículos que pudieran poner en peligro a los viandantes, así que nada, nos tuvimos que conformar con verlos a lo lejos.
En uno de los extremos de la explanada se podía divisar la Paulskirche, una iglesia neogótica que en un principio tenía pensado visitar pero que descarté porque quedaba un poco lejos, y con más motivo cuando vi que sus dos torres estaban cubiertas por andamios (sí, más obras). Permanecimos un momento a la sombra de los árboles que rodean la explanada para recuperarnos un poco del calor que hacía y para ver a dos jóvenes que manejaban un dron por allí cerca, y a continuación deshicimos el camino que habíamos recorrido antes para volver a coger el metro y bajarnos esta vez en la estación de Sendlinger Tor, que recibe su nombre de la puerta de la antigua muralla situada junto a dicha parada. Al atravesarla pasamos a la Sendlinger Strasse, una calle con múltiples tiendas de ropa dirigida al público joven pero que cuenta con una de las pequeñas joyas de Múnich.
Esa joya es Asamkirche, nombre popular con el que se conoce a la iglesia de San Juan Nepomuceno. Paseando por la calle puede pasar un tanto desapercibida porque la única parte visible del exterior es su estrecha fachada delantera, pues está encajonada entre dos edificios, pero su interior te deja más que asombrado a pesar de sus reducidas dimensiones (22 metros de largo y 8 de ancho). De un indiscutible estilo rococó, esta iglesia está recargada de numerosos elementos ornamentales de todo tipo por todos sitios, pues no le queda ni un solo recoveco donde poder colocar otra escultura ni un trozo de pared o techo sin pintar. Te quedas embobado preguntándote cómo es posible que quepan tantas cosas en tan poco espacio. Volvimos al exterior para continuar con nuestro paseo por Sendlinger Strasse y luego por Rindermarkt, en uno de cuyos extremos se encuentra la Rindermarktbrunnen, una fuente con forma de piscina escalonada en la que se hallan tres vacas de bronce y un pastor de piedra observándolas.
Hicimos un pequeño alto en el camino en una librería situada frente a Peterskirche en la que también vendían souvenirs, y tras ello nos adentramos en el Viktualienmarkt, un colorido mercado al aire libre con decenas de puestos donde poder comprar fruta, verdura, carne, pescado, queso, flores, etc., pero no solamente esto, ya que también cuenta con un biergarten, que viene a ser una terraza repleta de mesas y bancos en los que la gente puede comer y beber lo que ha comprado en esos puestos o en los que venden platos de comida, especialmente salchichas, codillos y, cómo no, siempre acompañados de una buena jarra de cerveza, y es que la traducción de biergarten es jardín de la cerveza. Entre que no había ningún hueco libre y que no estábamos muy seguros de cómo manejarnos en un sitio como éste, decidimos irnos de allí y buscar un restaurante en el que poder almorzar.
Nosotros solemos ser bastante indecisos en este tipo de situaciones, así que propuse no complicarnos la vida e ir a un alemán que tenía apuntado en la lista que había elaborado durante la preparación del viaje y que se encontraba a pocos minutos de allí, lo cual le pareció bien a mis amigos. Tiramos por un callejón que, dejando el Altes Rathaus a la derecha, desembocaba en la Marienplatz, que seguía bastante concurrida a pesar de que a esa hora no había carrillón. Seguimos por Weinstrasse para buscar el número 7, que es donde se halla el Andechser am Dom, el restaurante en el que pretendíamos almorzar, pero recorrimos la calle de punta a punta y no lo encontramos. Nos fijamos en la numeración de los locales y advertimos que dichos números incluían también a los comercios de las bocacalles, y precisamente el restaurante que buscábamos estaba en una de ellas, en Filserbräugasse.
13:35
El Andechser am Dom se ajustaba a los criterios que queríamos para comer por primera vez en el viaje, es decir, un restaurante alemán en el que además los camareros iban vestidos con los trajes típicos, al igual que ocurría con la decoración. Solamente por sentarnos y descansar ya merecía la pena estar allí, aunque la verdad es que hacía un pelín de calor. Uno de los camareros se acercó para traernos la carta, pero rápidamente se dio cuenta de que no hablábamos alemán, por lo que la trajo en inglés. Estuvimos varios minutos echándole un vistazo porque era bastante extensa y porque tampoco es que tuviésemos muy claro lo que pedir; de hecho, tuvimos que preguntarle al camarero qué eran ciertos platos. Finalmente, con respecto a las bebidas, mis amigos se pidieron sendas cervezas, y yo, Coca-Cola; en cuanto a la comida, Miguel eligió cerdo asado al horno con salsa de cerveza negra, bola de masa de patata y ensalada de col, Jose se pidió carne a la parrilla con un huevo frito y puré de patatas, mientras que yo me tomaría seis salchichas asadas con chucrut.
La bebida llegó en seguida, y bien que nos vino para refrescarnos después de una calurosa mañana, y unos quince minutos más tarde fue el turno de nuestros platos. Primero trajeron los de mis amigos, y a continuación el mío, pero no se correspondía con el que había pedido, ya que era un filete y no había ni rastro de salchichas, así que le dije a la camarera que se lo llevase y le recordé el plato que su compañero había anotado antes. Jose, al ver su plato, tampoco estaba muy seguro de si era el suyo o no, más que nada porque echaba en falta el huevo frito que se especificaba en la carta y porque la carne no estaba hecha a la parrilla, sino que más bien parecía un filete con textura de salchicha, aunque él no se complicó y comenzó a comérselo, al igual que hizo Miguel, con quien a priori no se habían equivocado. A los cinco minutos vino a nuestra mesa otra camarera con mi plato, que de nuevo era un filete con guarnición, por lo que se lo devolví y le especifiqué lo que había pedido.
Este segundo fallo ya comenzó a inquietarme bastante, aunque el remate fue que una tercera camarera me trajo el mismo plato que antes, que por supuesto rechacé, y a todo esto mis amigos ya habían terminado de comer. No sabía qué hacer, y es que incluso señalamos en la carta los platos que queríamos además de decírselos en inglés cuando nos tomó nota el camarero que nos atendió al comienzo. Fue él el que por fin me trajo lo que había pedido pidiendo perdón por los fallos que habían cometido, y por culpa de toda esta confusión hasta se me olvidó hacerle una foto al plato, que es algo que suelo hacer. Las salchichas, más pequeñas de lo que me esperaba, estaban bastante buenas, con un ligero toque picante, y debajo de ellas estaba una densa capa de chucrut que no me hizo mucha gracia ni por su sabor ni por su textura, así que allí lo dejé.
Cuando nos trajeron la cuenta, comprobamos que el plato de Jose no era el que en realidad había pedido, ya que el precio no era el mismo que aparecía en la carta, y que habían incluido 4 € de propina por toda la cara; en total pagué 12'5 € con bastante desgana, y no era para menos. Salimos del restaurante sobre las tres menos cuarto en dirección a la estación de trenes; para ello, bordeamos la parte trasera de la catedral, que estaba justo enfrente de donde habíamos almorzado, y a continuación cogimos por las calles Löwengrube y Maxburgstrasse, eso sí, siempre por el lado de la sombra, que el sol pegaba fuerte. Ya en Karlsplatz, continuamos por el camino que habíamos seguido por la mañana pero en sentido inverso hasta llegar a la Hauptbahnhof Central Station para recoger nuestras maletas de la consigna.
Ahora tocaba ir al hotel, que a pie quedaba a unos diez o doce minutos. Fue suficiente cruzar Bayerstrasse y adentrarnos en Schillerstrasse para que a mis amigos se les cambiase la cara por el tipo de barrio en el que estábamos en ese momento: locutorios, tiendas de compro oro, sex-shops, clubes de alterne, etc. Al llegar al cruce con Schwanthalerstrasse, nos acercamos al supermercado Lidl que vimos en esta calle porque ellos querían comprarse una bebida, pero al entrar y ver la larga cola que había y que la gente era un poco rara prefirieron no hacerlo. Bajo mi punto de vista tampoco era para tanto, aunque también es cierto que no se parecía a lo que habíamos visitado de la ciudad. Seguimos por dicha calle para luego girar por Sonnenstrasse, cuyo aspecto ya era mejor, y cruzar a Josephspitalstrasse hasta la altura de una gasolinera y continuar por Herzog-Wilhelm-Strasse, la calle de nuestro hotel.
Llegamos al Hotel Herzog Wilhelm & Der Tannenbaum a las tres y cuarto. Fui yo el que de primeras se dirigió a la recepcionista para hacer el check-in al ser el que mejor domina el inglés de los tres, aunque le pregunté si prefería que hablásemos en inglés o en español, ya que en la web en la que hicimos la reserva se especificaba que entendían nuestro idioma. No era su caso, así que nada, en la lengua de Shakespeare. Le comenté que teníamos reservada una habitación triple hasta el próximo lunes; tras comprobarlo, preguntó quién de nosotros era Miguel García para que firmase el registro de entrada, y a continuación nos entregó la tarjeta de nuestra habitación, la 315. Resulta que no estaba en ese edificio, sino en uno situado a la vuelta de la esquina, algo de lo que ya estábamos advertidos porque lo habíamos leído en los comentarios de anteriores huéspedes, por lo que para que no nos perdiésemos nos entregó una pequeña fotocopia con un plano de la calle y con el camino que teníamos que seguir marcado con rotulador, así como un mapa de la ciudad. Por último, le pregunté a qué hora se servía el desayuno, y me dijo que de 6:30 a 10:30 en la primera planta del edificio en el que nos hospedaríamos.
En efecto, bastó con doblar la primera esquina hacia la izquierda a la calle Kreuzstrasse para encontrar el portal al que teníamos que entrar. Nos montamos en el ascensor, en el que casi ni cabíamos de lo reducido que era, para subir a la tercera planta, donde nada más salir nos topamos con la puerta de la habitación 315. Era bastante amplia y con tres camas individuales, lo cual nos sorprendió porque estábamos acostumbrados a que las habitaciones triples fuesen con literas, mientras que el baño, como suele ocurrir, era un poco pequeño. Abrimos las ventanas para que se airease y comprobamos que daba al parque situado en la calle de la entrada principal del hotel, así que las vistas eran más que aceptables. Miguel se adueñó de la cama que estaba sola, mientras que Jose se pidió la que estaba más cerca de la puerta de las dos que estaban juntas; así pues, yo me quedé con la situada en el lado de la ventana.
En ese momento, Jose lamentó no haberse adelantado a Miguel a la hora de elegir cama, pues cayó en la cuenta de que yo suelo roncar cuando duermo; a pesar de intentarlo, no pudo convencer a Miguel con la excusa de que él al menos se había traído tapones, por lo que quedé amenazado con patadas nocturnas si mis ronquidos no le dejaban dormir. No teníamos previsto seguir visitando Múnich hasta las cuatro y media, así que me quité el polo que llevaba puesto para estar más fresquito y me tumbé en la cama, que era muy cómoda, así como la almohada cuando conseguí amoldarla a mi gusto, y mientras tanto estuve hablando por WhatsApp con mi hermana aprovechando que estaba conectado a una red Wi-Fi libre que conseguí pillar, aunque mis amigos no tuvieron tanta suerte, no sabemos por qué. A todo esto, no sé por qué pero me dio por abrir el cajón de mi mesita de noche por si había algo guardado, y para mi sorpresa encontré algo que nunca me hubiera imaginado: un Nuevo Testamento, en alemán por supuesto.
A las cuatro en punto, tal y como había acordado con ella, me llamó mi madre. Me preguntó qué tal había ido el vuelo, si me estaba gustando la ciudad y lo más importante de todo, si había comido, porque si no no sería una madre; tras responderle a todas estas preguntas, le dije que ya me llamase el sábado por la tarde sobre las siete o las ocho, que a esa hora ya habríamos terminado de visitar Salzburgo. Seguí descansando hasta que a las cuatro y veinte me puse de nuevo en pie para ir al baño y refrescarme la cabeza, que estaba un poco sudorosa, y fue entonces cuando comprobé que, conforme más tiempo dejaba correr el agua del grifo del lavabo, más fría salía, casi helada; como os podéis imaginar, cayeron unos cuantos vasos de agua para saciar mi sed. Mis amigos seguían acostados, así que les metí un poco de prisa para que no remoloneasen tanto y se arreglasen para continuar con el viaje, que lo que teníamos que visitar esa tarde estaba bastante lejos y no debíamos perder el tiempo.
Salimos del hotel a las cinco menos cuarto, siendo Jose el que se haría cargo de la tarjeta de la habitación. Fuimos en dirección a la Sendlinger-Tor-Platz para coger allí mismo la línea 17 del tranvía, y casualmente cuando estábamos esperando para cruzar a la parada vimos que había uno, pero no nos dimos prisa para subirnos en él porque estaba en el carril del sentido contrario al que íbamos nosotros. Misterios de la vida, resulta que ese carril era el que nos correspondía, por lo que tendríamos que haberlo cogido. Mientras esperábamos al siguiente, que según el panel informativo pasaría en unos diez minutos, me acerqué a una parte de la plaza en la que había una fuente de la que brotaba agua directamente del suelo con unos chorros de cuatro o cinco metros de altura para hacer algunas fotos. Ya montados en el tranvía, se podría decir que más bien entramos en una sauna. Jose y Miguel se sentaron en dos asientos que había junto a una ventana en la que daba el sol de pleno, y yo justo delante en uno individual. No había aire acondicionado y las ventanas no se podían abrir, por lo que el calor que pasamos allí dentro fue brutal, con los chorreones de sudor corriendo por nuestras espaldas y abanicándonos con los folios que llevábamos encima, y poco me podía quejar yo porque en mi asiento apenas daba el sol. Las catorce paradas y los más de veinte minutos que tuvimos que soportar hasta llegar a nuestro destino se nos hicieron interminables.
17:25
Nos bajamos en el puente Ludwig-Ferdinand-Brücke y a continuación tiramos por Nördliche Auffahrtsallee, un sendero arbolado situado en la orilla de un canal y al final del cual pudimos contemplar el Schloss Nymphenburg, el imponente palacio real que fue utilizado como residencia de verano por la familia Wittelsbach, los antiguos gobernantes del Reino de Baviera. Jamás había visto un palacio como éste, tan alargado que, a pesar de que estábamos a unos cuatrocientos metros de distancia, no cabía entero en las fotos que le hice. La pena era que el sol estaba justamente encima del edificio, por lo que las fotos no me salieron tan bien como quería, y es que me hubieran quedado mejor de haber ido alguna mañana y así tener el cielo en un tono más azulón, pero, al estar lejos y ser obligatorio utilizar el transporte público para llegar hasta allí, lo que más nos convenía era ir esa tarde.
Este majestuoso palacio, de estilo barroco, así como el extenso parque de 800.000 metros cuadrados que tiene detrás, se puede visitar, de hecho es una de las principales atracciones turísticas de la ciudad, pero se precisa de medio día para ello y nosotros decidimos a la hora de planificar el viaje dedicar el tiempo a otros puntos de interés. Nos conformamos con pasear un rato por el camino trazado sobre el Schlossgartenkanal viendo los numerosos cisnes, patos y demás aves acuáticas que poblaban el canal y el jardín situado delante del palacio, al cual nos acercamos un poco más de donde estábamos antes. Salimos del complejo por el Südliche Auffahrtsallee y luego giramos a Notburgastrasse para que mis amigos se comprasen en un pequeño establecimiento regentado por un japonés una botella de Coca-Cola y otra de agua para mitigar el calor que hacía, y tras ello cruzamos a la parada de la acera de enfrente para coger el autobús de la línea 51, que pasó a eso de las seis.
Por suerte, en el autobús no pasamos tanto calor como en el tranvía, gracias a que esta vez sí que había aire acondicionado. No tuvimos que estar pendiente de en qué parada nos debíamos bajar porque lo haríamos al final del trayecto, en Moosach; al llegar allí, entramos en la estación de metro para subirnos a la línea U3, de la cual es cabecera. Nos llamó la atención que en todas las paradas se subió bastante gente vestida con ropa de deporte y que precisamente se apearon con nosotros en la estación de Olympiazentrum, pero al salir al exterior todo se clarificó. Había miles de deportistas con dorsales numerados en el pecho y vallas por todos lados, lo cual daba a entender que en breve daría comienzo una carrera, aunque en ese momento desconocíamos el motivo de la misma. Lo único que estaba claro es que nosotros sobrábamos allí, puesto que prácticamente éramos los únicos que íbamos vestidos con ropa de calle.
Concretamente, nos encontrábamos frente al BMW Welt, un edificio modernista con un diseño bastante particular que sirve de expositor de los últimos modelos del conocido fabricante de vehículos alemán, y también cuenta con varias salas donde se imparten conferencias y se celebran eventos de la marca. Al otro lado de la carretera que teníamos a nuestra izquierda, escondido tras unas naves debido a su baja altura, sabía que estaba el BMW Museum, que como su propio nombre indica alberga un museo que repasa la evolución histórica de los automóviles y motocicletas de esta marca, aunque lo que sí que se veía era la BMW-Vierzylinder, una torre que se eleva a más de cien metros y que se compone de cuatro cilindros, de ahí el nombre, que simulan ser los del motor de un coche.
El resto de la tarde lo dedicaríamos a recorrer el Olympiapark, el Parque Olímpico que se construyó con motivo de los Juegos Olímpicos de 1972, por lo que para decidir por dónde ir consultamos un gran mapa de la zona que teníamos delante de nosotros. Tiramos por el sendero que se abría hacia nuestra derecha, precisamente en la dirección en la que iban todos los corredores, y fue entonces cuando por encima de los árboles vimos asomarse la estructura superior del Olympiaturm, una torre de telecomunicaciones de 291 metros de altura que, entre otras cosas, cuenta con un mirador desde el que se puede contemplar a vista de pájaro el Parque Olímpico y la ciudad a lo lejos, y también con un restaurante giratorio, ambos situados unos cien metros por debajo de la punta de la torre. Estábamos ya al comienzo de uno de los dos puentes que cruzan por encima de la autovía cuando nos percatamos de que por ahí había cada vez más corredores y que nos íbamos a meter en un callejón sin salida, así que dimos media vuelta y, tras hacernos una foto con la torre, cogimos por el otro, donde también nos fotografiamos con los edificios de la BMW.
Miguel comenzó a quejarse de su hernia por todo lo que habíamos andado durante el día, pero le dije que no se preocupara y que él marcase el ritmo porque ya no había prisa alguna por llegar a ningún sitio, pues después de esto la idea era volver a hotel y cenar. Al otro lado de la autovía vimos que el camino por el que íbamos nosotros también estaba vallado para una carrera posterior, por lo que nos quitamos de en medio y nos salimos en dirección a la zona donde se encuentran las principales instalaciones de este enorme complejo deportivo. Dejamos a nuestra izquierda el Olympiasee, un extenso lago que precisamente en el tramo de orilla en el que nos hallábamos estaba bordeado por una especie de paseo de la fama formado por losas cuadradas con las huellas de las manos de varios famosos, como por ejemplo Plácido Domingo, Aerosmith, Franz Beckenbauer y Boris Becker, mientras que a la derecha teníamos el Olympiaturm, que tan cerca imponía mucho más que antes.
A continuación pasamos a la zona del complejo que se encuentra parcialmente bajo una cubierta de cristal transparente sujeta por gruesos cables de acero que parecía una gran tela de araña, aunque según el arquitecto que lo construyó simula el perfil montañoso de los Alpes, y entramos en la Olympia-Schwimmhalle, la piscina olímpica en la que el nadador estadounidense Mark Spitz se colgó siete medallas de oro, batiendo incluso el récord mundial en cada una de las pruebas que ganó. Había mucha gente donde nos encontrábamos, pero más por el escenario de donde provenía la música y la voz del speaker que se escuchaba por todo el parque, así que para no meternos en la multitud seguimos bordeando el lago, en cuyas verdes orillas no había solamente corredores preparándose para la carrera, sino también familias, parejas y grupos de amigos tumbados en el césped o de picnic aprovechando el buen día que hacía.
A nuestro lado teníamos ya el Olympiastadium, el estadio que tras los Juegos Olímpicos de 1972 sirvió para que los dos equipos de fútbol de la ciudad, el Bayern de Múnich y el TSV 1860 Múnich, jugasen allí sus partidos como local hasta la construcción del Allianz Arena. En nuestras pretensiones estaba acceder a las gradas, pero nos encontramos con que la entrada estaba restringida a los participantes de las diferentes carreras que estaban disputando; así pues, nos tuvimos que conformar con divisar parte del graderío y de la cubierta acristalada a través de las rejas que impedían el paso. Lo que sí que pudimos ver y comprobar fue que los muniqueses son amantes de la bicicleta, y es que no sabría decir cuántas había aparcadas por todo el complejo, me atrevería a afirmar que miles, especialmente alrededor del estadio; en realidad, esto es algo que ya habíamos percibido por la mañana en el centro debido a la gran cantidad de personas que utiliza la acondicionada red de carriles bici que recorre la ciudad.
Continuamos nuestro paseo por los senderos que surcan el Parque Olímpico, del que hay que reconocer que está muy bien aprovechado, especialmente porque se le está dando uso años después de los Juegos Olímpicos para los que fue construido, cosa que no ocurre en buena parte de las ciudades que han organizado este evento, y porque representa un pulmón verde para Múnich por la extensa vegetación que contiene. Detrás del estadio vimos la pista de atletismo que sería usada para entrenar por los atletas participantes, y tras ello hicimos un alto en el camino al ver un banco en la sombra situado en una pequeña colina que se elevaba sobre varias pistas de tenis de tierra batida, todas ellas ocupadas por cierto; allí estuvimos un cuarto de hora descansando, que falta hacía, y presenciando los partidos que se estaban disputando en las dos canchas más cercanas a nosotros.
Decidimos que ya era hora de regresar al hotel y buscar un sitio para cenar, por lo que terminamos de rodear el complejo por las citadas pistas de tenis, dejando a mano izquierda la zona de aparcamientos. Al final de ésta, subimos por unas escaleras hacia el Olympiastadium para incorporarnos a la parte que está cubierta de cristal, pero una valla nos impedía avanzar, así que bajamos de nuevo y continuamos por debajo bordeando el Olympiahalle, un pabellón que acogió las pruebas de gimnasia y balonmano y que ahora se utiliza sobre todo para conciertos, hasta llegar a una empinada rampa que desemboca en uno de los extremos del puente en el que decidimos retroceder cuando empezamos nuestro paseo por el Parque Olímpico. Mientras lo cruzábamos, nos fijamos que la carrera estaba teniendo lugar en el otro puente, lo cual significaba que nos encontraríamos cortado el camino para poder llegar a la estación de metro. En efecto, una cinta nos cortaba el paso, por lo que la única opción que teníamos era la que llevamos a la práctica: pasar por debajo de las cintas y atravesar la carrera aprovechando un pequeño corte que se generó entre los corredores.
Bajamos al andén de la estación para coger la línea U3, cuyo tren llegó en seguida. Como teníamos nueve paradas por delante y además estábamos bastante cansados, nos sentamos en tres asientos juntos que había libres; durante el trayecto, nos percatamos de que entre los pasajeros se encontraban algunos de los corredores que habían participado en las carreras del Olympiapark, algunos incluso llevaban una medalla colgada al cuello. Quince minutos después nos bajamos en Sendlinger Tor, que ya se estaba convirtiendo en nuestra parada por ser la más próxima a nuestro alojamiento. Habíamos decidido cenar en el restaurante italiano de la esquina situada entre las dos entradas del hotel, puesto que habíamos leído en los comentarios de anteriores huéspedes que se comía bastante bien y a un precio asequible, pero en ese momento estaba lleno, así que nos decantamos por subir a la habitación y hacer un poco de tiempo.
20:35
Lo primero que hice fue quitarme el polo y tumbarme en la cama. A pesar de que a lo largo del día habíamos usado el transporte público de Múnich siempre que pudimos y en todas sus variantes (cercanías, metro, tranvía y autobús) para andar lo menos posible, el intenso calor que pasamos hizo mella en nosotros y descansar era la mejor y única medicina que teníamos. Al igual que ocurrió por la tarde cuando llegamos al hotel, me conecté a la red Wi-Fi libre que se pillaba desde la habitación para hablar con mi hermana a través de WhatsApp; mis amigos, de nuevo y sin motivo aparente que lo explicara, no pudieron conectarse a dicha red. A las nueve, una vez que nos refrescamos en el baño con unos cuantos vasos de agua bien fresquita, bajamos al restaurante Tarullo's, donde estuvimos atentos para juntar dos mesas de la terraza que se habían quedado desocupadas nada más llegar allí.
Nos atendió el que parecía ser el dueño del restaurante, el típico italiano de unos cincuenta o sesenta años de aspecto bonachón que toma nota en todas las mesas siempre con buena cara pero al mismo tiempo con un poquito de esa chulería simpática propia de los transalpinos. Nos trajo una carta a cada uno para que eligiésemos lo que íbamos a cenar. Las bebidas estaban claras (cerveza para mis amigos y Pepsi para mí), mientras que la comida estuvo un poco más dudosa. La pasta la descarté al ver que los platos que habían pedido algunos clientes no era muy abundantes bajo mi punto de vista, y yo tenía hambre; por su parte, las pizzas tenían un tamaño considerable, por lo que la decisión ya estaba un poco más cercana. Coincidencia o no, los tres nos decantamos por una pizza: Miguel creo recordar que se pidió la Capricciosa, con alcachofas, jamón y aceitunas; Jose, la Reginella, con jamón, champiñones y pimiento; y yo, la Salami.
Las bebidas las trajeron al momento, pero para las pizzas tuvimos que esperar un poco más. Ya estaba anocheciendo y, al estar la terraza del restaurante cubierta por sombrillas y árboles, la visibilidad iba siendo cada vez menor, y es que ni la farola situada en medio ni las luces de las calles colindantes se habían encendido todavía; de hecho, por unos minutos la única iluminación existente era la que procedía del interior del restaurante, y en ciertas mesas la oscuridad era más que notable. Todavía sin luz, llegaron las pizzas, bastante grandes como comenté antes. Nos costó un poco cortarlas en trozos, especialmente a la altura de los bordes, lo cual no quiere decir que la masa estuviese dura, sino que era bastante consistente; en cuanto al sabor, la mía estaba bastante buena, si bien las he comido mucho mejores, opinión que compartieron mis amigos con sus respectivas pizzas, aunque a ellos no les gustó tanto como a mí.
Las luces de la farola y de la calle por fin se encendieron cuando ya nos habíamos comido casi la mitad de nuestras pizzas, las cuales se nos hicieron un tanto eternas al quedarnos más que saciados con un par de trozos todavía en el plato. Mis amigos dejaron algunos bordes, pero yo, que siempre que puedo procuro comérmelo todo, no dejé ni rastro. Dejamos pasar unos minutos antes de avisar al que parecía ser dueño del restaurante para que nos trajese la cuenta, no sin antes preguntarnos si queríamos algún postre o un café, pero le dijimos que estábamos más que satisfechos. La cena salió por algo más de 34 euros; como las bebidas y las pizzas costaban prácticamente lo mismo, pagamos a escote 12 € cada uno y así ya incluíamos la propina, mucho más merecida que la que nos impusieron al mediodía.
Del restaurante nos fuimos directamente a nuestra habitación, adonde llegamos sobre las diez y media, para ducharnos, que ya iba siendo hora. Yo dejé caer que quería ser el último para poder hacer la digestión, así que Miguel y Jose, en ese orden, fueron los primeros en pasar por la ducha. Durante la espera, aproveché para poner a cargar mi antiguo móvil, para colgar la ropa que me había puesto ese día en las perchas del armario y también para hablar de nuevo con mi hermana por WhatsApp. A todo esto, Jose, que durante el día había llevado puesto un reloj que cuenta los pasos que da y los kilómetros recorridos, me confirmó que habíamos caminado 21 kilómetros, lo cual me sorprendió bastante teniendo en cuenta todo los transportes que habíamos cogido, pero en fin, ahí estaba el dato.
Cuando llegó mi turno, le tuve que pedir a Jose su bote de desodorante porque yo no tenía en casa ninguno de un tamaño permitido para viajar, por lo que me lo dejó en la mesa de la habitación para cogerlo luego, pues ahora lo iba a utilizar él. Me lavé los dientes y a continuación me duché, no sin cierta incomodidad, y es que, tal y como me ocurre con los asientos de los aviones, los platos de ducha de los hoteles también suelen ser bastante reducidos. Éste es el precio que hay que pagar por ser alto y corpulento. Cuando salí del baño, mis amigos ya se habían acostado, así que hice el menor ruido posible por si acaso ya estuviesen durmiendo. Como antes habíamos acordado que al día siguiente nos levantaríamos a las ocho menos cuarto, activé cuatro alarmas en mi móvil antiguo a partir de dicha hora; tras ello, siendo las doce menos veinte de la noche, me metí en la cama. Anteriormente comenté que tanto la almohada como el colchón eran bastante cómodos; sin embargo, me costó mucho dormirme, no sé si porque tenía un poco de calor, y eso a pesar de que estaba sin camiseta, o porque me puse a darle vueltas a todo lo que habíamos visitado ese día y a lo que veríamos en el siguiente, pero eso os lo contaré más adelante.
Uno de los motivos por los que siempre quiero sentarme junto a la ventana del avión es que me encanta mirar por ella y ver los paisajes y lugares que vamos sobrevolando, y si encima tengo una cámara de fotos a mano, pues con más razón. A pesar de estar sentado junto al pasillo, no pude resistirme y saqué mi cámara para fotografiar al menos el ala del avión, aunque mis amigos al final se ofrecieron a hacerla por mí, puesto que desde mi posición apenas veía media ventana. Jose me dijo que, ya que tenía la cámara fuera, podría hacerle una foto a mis piernas para demostrar lo incómodo que siempre voy cuando vuelo y no me puedo sentar en los asientos de emergencia, que son bastante más anchos, y eso hice. Quede como prueba de lo que digo la foto que acompaña a este párrafo, y obsérvese que mi rodilla izquierda esta en permanente contacto con el reposabrazos del asiento de delante y que mi pierna derecha está inclinada hacia abajo y con el pie girado hacia el pasillo para tener algo más de holgura, aunque cada dos por tres me cambiaba de postura como buenamente podía porque me cansaba de estar siempre igual.
Por la ventana ya se veía que había amanecido, pero pasadas las siete el avión hizo un giro que provocó que desde el lado derecho entrase de repente un fogonazo de luz que a muchos pilló desprevenido. Las azafatas sacaron a pasear el carrito del desayuno, así que no tuve más remedio que aguantar con las piernas encogidas unos minutos para no cortarles el paso con mi pie; a todo esto, mis amigos aprovecharon para pedirse cada uno un cappuccino que les costó 2'5 €. Sin otra distracción que mirar por la ventana desde la distancia del asiento de pasillo las nubes y algún que otro avión que a lo lejos parece ir mucho más rápido que el nuestro, y teniendo en cuenta que por la noche prácticamente no había dormido nada, no tuve más opción que echarme una pequeña siesta, y así al menos dejaba de ser consciente de lo incómodo que estaba. Mis amigos también durmieron un rato, aunque también mataron el tiempo con algunos juegos de sus móviles.
Solamente estuve durmiendo media hora, lo suficiente como para estar un poco más recuperado de tan mala noche que había pasado; de hecho, Jose me hizo saber que durante un buen rato estuve inclinado hacia su lado y que casi no se podía mover para evitar despertarme. Varios indicios me hicieron deducir que ya estábamos próximos a aterrizar. El primero, que las azafatas empezaron a pasar con una bolsa de basura para recoger los restos de los desayunos de los pasajeros (servilletas, latas, vasos...), y el segundo, que Jose, al mirar por la ventana y ver montañas nevadas, me preguntó si eran los Alpes, y yo, viendo que eran ya más de las ocho y media, le confirmé que sí, puesto que los Pirineos ya los tendríamos que haber dejado atrás hace un rato. En efecto, a las nueve menos cuarto habló el comandante por la megafonía para decir que tomaríamos tierra en unos quince minutos, por lo que recordaba a los pasajeros que se abrochasen el cinturón, cosa que yo no tuve que hacer porque siempre lo llevo abrochado.
Mientras el avión iba descendiendo gradualmente, observamos por la ventana que todo eran vastas y verdes extensiones de campo y pradera salpicadas por algunas casas hasta que de repente aterrizamos en el aeropuerto de Múnich a eso de las nueve de la mañana, veinte minutos antes de la hora programada; al contrario de lo que estoy acostumbrado, ya que suelo volar con Ryanair, aquí solamente hubo unos tímidos aplausos para celebrar que habíamos llegado sin problemas. Cuando ya nos detuvimos por completo, vimos a nuestra izquierda un avión de la aerolínea Etihad Airways bastante más grande que el nuestro, y yo pensando que uno de ésos sí que iría yo cómodo. Tras recoger nuestras maletas de los compartimentos de equipaje, nos dirigimos a la cabeza del avión para salir por el puente y acceder a la terminal en busca de las máquinas para sacarnos el billete del cercanías que nos llevaría al centro de Múnich.
9:25
Tuvimos que andar un buen trecho, aunque por suerte pudimos enlazar varios pasillos mecánicos bastante largos hasta llegar a ellas. Las cuatro o cinco que había estaban ocupadas, como era de esperar, pero en seguida se quedó una libre. Para no llevarnos a confusión, seleccionamos el idioma español en la pantalla táctil y a continuación escogimos el Airport-City-Day-Ticket, un billete que cuesta 22'30 € y que nos permitiría a los tres utilizar cualquier tipo de transporte (cercanías, metro, autobús y tranvía) durante todo el día las veces que quisiéramos, lo cual estaba bastante bien sobre todo si tenemos en cuenta que el billete sencillo vale 2'70 €. Fue Miguel el que pagó con su tarjeta de crédito, y ya ajustaríamos cuentas a lo largo del viaje conforme comprásemos más billetes de transporte.
De allí nos fuimos hasta una panadería-cafetería para que mis amigos se comprasen su desayuno. Mientras ellos iban mirando lo que se iban a pedir, yo aproveché para quitar el modo avión de mi móvil y echarle un vistazo a la tienda del Bayern de Múnich que había al lado pared con pared. Finalmente cada uno se compró un cappuccino y un panini schinken (de jamón) por 6'20 €, un tanto caro, lo cual ya nos daba una pista de lo que nos iba a costar comer en el viaje. Nos acercamos a unos bancos que había libres para desayunar sentados, en mi caso el bocadillo de chorizo que había preparado esa misma mañana en mi casa, y a continuación bajamos a los andenes para coger el cercanías. Teníamos dos posibles líneas para ir hasta el centro, la S1 y la S8, y fue esta última la primera que llegó, apenas dos minutos antes de las diez, así que nos montamos en el tren y nos sentamos en un par de parejas de asientos que van enfrentados para ir juntos. Nos sorprendió un poco que no se llenase siendo una línea que supuestamente tiene mucho público, aunque quizás el motivo fuese que no era hora punta; eso sí, lo que nos chocó, y mucho, fue el absoluto silencio que reinaba en el interior del vagón, y es que de haber sido en España seguro que habría un notable ruido de fondo.
A los pocos minutos de ponerse en marcha el tren, se nos acercó un joven que resultó ser el revisor, aunque de primeras no nos lo pareció porque no vestía uniforme ni llevaba identificación alguna; en fin, le entregué el billete para que verificase que estaba en regla y, acto seguido, lo selló. Con media hora de trayecto todavía por delante, me dediqué a doblar los folios en los que teníamos impresos el plan del viaje y los diferentes mapas de transporte de Múnich para llevarlos más cómodamente, aunque también los tenía descargados en mi smartphone por si se nos olvidase cogerlos algun día. También aprovechamos para discutir acerca de dónde dejaríamos nuestras maletas, y es que teníamos dos opciones. Una de ellas era la consigna de la estación de tren, donde tendríamos que pagar 5 € entre los tres, mientras que la otra era en el hotel, donde nos saldría gratis, pero en Internet habíamos leído que se dejaban junto a la recepción a la vista de todo el mundo y no guardadas en una habitación para ello, lo cual no nos terminaba de convencer. Finalmente acabaríamos decantándonos por la primera opción.
Llegamos a la Hauptbahnhof Central Station sobre las once menos cuarto, y, cargados con nuestras maletas, nos dispusimos a subir hasta planta principal para buscar la consigna. De camino hasta allí, pasamos por delante de una oficina de información en la que se vendían mapas de toda la red de transportes de la ciudad por 1'5 €; de haber sido gratuito lo hubiésemos cogido por eso de que está a color, pero nosotros ya lo llevábamos impreso como comenté antes, y además se distinguían bastante bien las distintas líneas y estaciones, así que algo que ya nos ahorramos. Nada más subir a la planta donde están todos los andenes, hasta 32, encontramos la consigna a mano izquierda. La palabra que mejor definiría a esa enorme habitación repleta de un sinfín de casilleros en la que entramos era búnker, ya que más que calor se podría decir que faltaba aire, y por otra parte todo era gris y sin apenas ventanas. Los casilleros más pequeños, que costaban 4 €, no nos servían porque solamente cabían dos de nuestras maletas, por lo que tuvimos que coger uno del siguiente tamaño por 6 €, un euro más de lo que había leído en la web, pero al menos sería más fácil de pagar entre los tres. Introdujimos las maletas e insertamos las monedas, de tal manera que se quedó completamente cerrada, tras lo cual sacamos la llave, que custodiaría yo, para luego poder recuperar el equipaje.
Por dentro, la estación se parece bastante a la del resto de grandes ciudades, con un vestíbulo con numerosas tiendas y cafeterías y un aspecto muy cuidado y un tanto moderno, pero por fuera era otra cosa, mucho más sobrio y simplón; de hecho, cuando salimos al exterior no estábamos muy seguros de si lo habíamos hecho por la entrada principal o por alguno de los laterales, pues la calle estaba parcialmente en obras y con varias vallas y accesos cortados. Tras unos minutos de indecisión en los que nos costó un poco orientarnos, cruzamos la calle para iniciar nuestro paseo matutino por Schützenstraße (en alemán, la letra 'ß' es equivalente a la grafía 'ss', que es la que utilizaré de aquí en adelante por comodidad), una calle semipeatonal en la que, entre otros muchos comercios, destaca Karstadt, unos grandes almacenes cuya estética nos recordó bastante a la de El Corte Inglés. Por la última bocacalle a la izquierda avistamos el Justizpalast, el Palacio de Justicia de Múnich, un majestuoso edificio de estilo neobarroco adornado con varias estatuas y coronado por una gran cúpula de acero y cristal.
Nos disponíamos a cruzar de Prielmayerstrasse a Karlsplatz, y fue aquí cuando nos llamó la atención otro aspecto de la cultura alemana de la que ya sabíamos de oídas: solamente cruzan cuando está en verde para los peatones. Es increíble la rectitud de los alemanes en este sentido y en otros muchos, y eso que los semáforos no otorgan mucho tiempo para cruzar como ocurría en esta plaza; por cierto, que una de las cosas de las que me había informado a la hora de preparar el viaje es que nos podían llegar a multar con 10 € en caso de saltarnos un semáforo, aunque como comprenderéis incumpliríamos esta norma decenas de veces en los cinco días que estuvimos en Múnich. Llegamos pues a Karlsplatz, conocida popularmente como Stachus, una plaza semicircular que cuenta en su centro con una fuente un tanto peculiar, pues el agua brota directamente desde el suelo y desde tres medallones situados en el interior de la misma, pero lo más destacable de la plaza es Karlstor, una de las puertas de la antigua muralla medieval de la ciudad que todavía se conservan y que da acceso al Altstadt, el centro histórico muniqués; sin embargo, para nuestra decepción estaba semioculta tras unos andamios, y no sería el único monumento que encontraríamos en este estado.
Seguimos por la Neuhauser Strasse, una de las vías peatonales más concurridas debido a la gran cantidad de tiendas y restaurantes que hay en ella, así como algunos puntos de interés. En primer lugar, el Brunnenbuberl, una pequeña fuente adosada a la esquina de un edificio sobre la cual estaba posada una paloma completamente empapada, seguramente para refrescarse del intenso calor que nos obligó a buscar continuamente la sombra; a continuación, dos iglesias, la Bürgersaalkirche y la Michaelskirche, en las que no entramos porque teníamos previsto hacerlo al día siguiente; y por último, en la esquina con Augustinerstrasse, una estatua de bronce del Porcellino, el famoso jabalí cuyo original se encuentra en Florencia. Precisamente nos desviamos por esa calle, donde nos topamos con una especie de estanque rodeado de escalones de piedra en la que había algunos niños jugando, y justo enfrente con la Frauenkirche, la Catedral de Nuestra Señora de Múnich, la cual tenía una de sus dos torres cubierta casi por completo por andamios para su restauración, así que ya veis, dos monumentos en obras en menos de media hora.
No pudimos acceder a ella por la puerta principal porque una valla nos lo impedía, pero había un cartel que indicaba que se entraba por el lateral izquierdo; de camino hasta allí, nos topamos con una maqueta de bronce que reproducía a escala parte del centro histórico de la ciudad y en la que pudimos distinguir la propia Frauenkirche, Marienplatz y la Residenz, por poner algunos ejemplos. Ya dentro de la catedral, pudimos percibir que era bastante simple para lo que suelen ser estos templos, aunque por lo visto es debido a los numerosos destrozos que sufrió durante la Segunda Guerra Mundial. La principal atracción del templo estaba rodeada de numerosos turistas, y es que todo el mundo quiere hacerle una foto a la Teufelsritt, la Huella del Diablo, pues cuenta la leyenda que, creyendo que no tenía ventanas tal y como había acordado con el constructor, se enfadó y pisó con fuerza al comprobar que realmente estaban ocultas detrás de las columnas desde donde estaba situado.
Jose y Miguel, que no son mucho de visitar iglesias, se sentaron en uno de los bancos, mientras que yo me dediqué a recorrer las tres naves de la catedral, de estilo gótico tardío, de ahí que cuente con bóvedas de crucería y varias vidrieras a lo largo de toda la fachada. Tras el altar mayor se encuentra la sillería del coro, y suspendido sobre él un gigantesco crucificado; al rodear el altar, comprobé que había unas escaleras que permitían acceder a la cripta, también bastante sencilla, y en la que están las tumbas de arzobispos y miembros de la dinastía Wittelsbach. Por último, destacar también el enorme órgano situado a la entrada y el mausoleo de bronce del emperador Luis IV de Baviera junto a la puerta lateral sur, por la que salimos. Fuera pudimos apreciar mejor el característico color rojizo del ladrillo con el que está construida la catedral y también un reloj de sol adosado a la fachada, pero sin duda lo más característico son sus dos torres de casi cien metros de altura con sus llamativas cúpulas verdes; por cierto, que según una norma municipal está prohibido levantar edificios más altos que dichas torres en el centro de la ciudad.
11:45
Continuamos por Liebfrauenstrasse y luego por Kaufingerstrasse, que viene a ser la continuación de Neuhauser Strasse, puesto que también es peatonal y está repleta de comercios de todo tipo, hasta desembocar en Marienplatz, el centro neurálgico de Múnich. Si por algo destaca esta plaza es por el imponente y recargado edificio neogótico del Neues Rathaus, el Nuevo Ayuntamiento, y en especial por su torre de 85 metros de altura rematada por el Münchner Kindl, símbolo del escudo de armas de la ciudad, y también por el Glockenspiel, el famoso carrillón que se pone en funcionamiento cada día a las 11:00, a las 12:00 y a las 17:00 para deleite de todos los visitantes. Todavía quedaban unos minutos para el del mediodía, así que, mientras mis amigos cogían sitio para verlo justo de frente, yo me dispuse a ver el resto de la plaza.
Empecé por la Mariensäule, la Columna de María, que es la que le da nombre a Marienplatz. Se trata de una estatua dorada de la Virgen en lo alto de una columna que, ubicada en el centro de la plaza, cuenta en su base con cuatro ángeles que representan la victoria sobre otras tantas amenazas que tuvo Múnich a comienzos del siglo XVII: la herejía, la enfermedad, el hambre y la guerra. Al este avisté el Altes Rathaus, el Antiguo Ayuntamiento, un impoluto edificio de estilo gótico que a primera vista se parece más a un pequeño castillo medieval que a lo que fue la casa consistorial hasta la construcción del Neues Rathaus, y que actualmente alberga el Spielzeugmuseum, el Museo de los Juguetes. Desde donde me encontraba también pude contemplar la torre de la Peterskirche, a cuyo mirador subiríamos al día siguiente, pues las vistas que se tienen de la ciudad desde allí arriba son impresionantes.
Justo antes de las doce volví con mis amigos para ver el Glockenspiel, nosotros y todo el mundo que pasaba por allí y que ya estaba con sus cámaras alzadas para grabar este carrillón compuesto por 43 campanas y 32 figuras autómatas a tamaño real. A la hora estipulada, comenzó a sonar una melodía introductoria de un par de minutos que dio paso a la primera de las representaciones en el nivel superior del carrillón, en la que se escenifica un torneo con motivo del enlace entre el duque Wilhelm V y Renata de Lorena; seguidamente, los toneleros de la parte inferior bailan la Danza de Cooper para conmemorar el fin de la epidemia de peste que asoló Alemania al final de la Edad Media. Mi amigo Jose lo grabó parcialmente con su móvil, mientras que yo hice varias fotos con mi cámara, y también una con el móvil para enviársela a mi hermana por WhatsApp aprovechando que había un red Wi-Fi libre en el sitio en el que nos hallábamos.
Teníamos ante nosotros la enorme explanada de Theresienwiese donde se celebra la Oktoberfest, y precisamente en ese momento ya había varios operarios montando las carpas donde miles de muniqueses y turistas beben litros y litros de cerveza entre finales de septiembre y principios de octubre. De nuevo, las obras se interponían en nuestro camino, ya que pretendíamos ver de cerca el conjunto compuesto por la Bavaria Statue, una colosal estatua de bronce que que representa a Baviera, y el Ruhmeshalle o Salón de la Fama, un edificio de corte neoclásico en el que se exponen bustos de ilustres personajes alemanes, pero una valla y un cartel que colgaba en ella dejaban bien claro que no se podía avanzar. La verdad es que no entendíamos por qué estaba cortado el sendero que llevaba directamente a dichos monumentos si a ambos lados también había vallas que impedían el paso de vehículos que pudieran poner en peligro a los viandantes, así que nada, nos tuvimos que conformar con verlos a lo lejos.
En uno de los extremos de la explanada se podía divisar la Paulskirche, una iglesia neogótica que en un principio tenía pensado visitar pero que descarté porque quedaba un poco lejos, y con más motivo cuando vi que sus dos torres estaban cubiertas por andamios (sí, más obras). Permanecimos un momento a la sombra de los árboles que rodean la explanada para recuperarnos un poco del calor que hacía y para ver a dos jóvenes que manejaban un dron por allí cerca, y a continuación deshicimos el camino que habíamos recorrido antes para volver a coger el metro y bajarnos esta vez en la estación de Sendlinger Tor, que recibe su nombre de la puerta de la antigua muralla situada junto a dicha parada. Al atravesarla pasamos a la Sendlinger Strasse, una calle con múltiples tiendas de ropa dirigida al público joven pero que cuenta con una de las pequeñas joyas de Múnich.
Esa joya es Asamkirche, nombre popular con el que se conoce a la iglesia de San Juan Nepomuceno. Paseando por la calle puede pasar un tanto desapercibida porque la única parte visible del exterior es su estrecha fachada delantera, pues está encajonada entre dos edificios, pero su interior te deja más que asombrado a pesar de sus reducidas dimensiones (22 metros de largo y 8 de ancho). De un indiscutible estilo rococó, esta iglesia está recargada de numerosos elementos ornamentales de todo tipo por todos sitios, pues no le queda ni un solo recoveco donde poder colocar otra escultura ni un trozo de pared o techo sin pintar. Te quedas embobado preguntándote cómo es posible que quepan tantas cosas en tan poco espacio. Volvimos al exterior para continuar con nuestro paseo por Sendlinger Strasse y luego por Rindermarkt, en uno de cuyos extremos se encuentra la Rindermarktbrunnen, una fuente con forma de piscina escalonada en la que se hallan tres vacas de bronce y un pastor de piedra observándolas.
Hicimos un pequeño alto en el camino en una librería situada frente a Peterskirche en la que también vendían souvenirs, y tras ello nos adentramos en el Viktualienmarkt, un colorido mercado al aire libre con decenas de puestos donde poder comprar fruta, verdura, carne, pescado, queso, flores, etc., pero no solamente esto, ya que también cuenta con un biergarten, que viene a ser una terraza repleta de mesas y bancos en los que la gente puede comer y beber lo que ha comprado en esos puestos o en los que venden platos de comida, especialmente salchichas, codillos y, cómo no, siempre acompañados de una buena jarra de cerveza, y es que la traducción de biergarten es jardín de la cerveza. Entre que no había ningún hueco libre y que no estábamos muy seguros de cómo manejarnos en un sitio como éste, decidimos irnos de allí y buscar un restaurante en el que poder almorzar.
Nosotros solemos ser bastante indecisos en este tipo de situaciones, así que propuse no complicarnos la vida e ir a un alemán que tenía apuntado en la lista que había elaborado durante la preparación del viaje y que se encontraba a pocos minutos de allí, lo cual le pareció bien a mis amigos. Tiramos por un callejón que, dejando el Altes Rathaus a la derecha, desembocaba en la Marienplatz, que seguía bastante concurrida a pesar de que a esa hora no había carrillón. Seguimos por Weinstrasse para buscar el número 7, que es donde se halla el Andechser am Dom, el restaurante en el que pretendíamos almorzar, pero recorrimos la calle de punta a punta y no lo encontramos. Nos fijamos en la numeración de los locales y advertimos que dichos números incluían también a los comercios de las bocacalles, y precisamente el restaurante que buscábamos estaba en una de ellas, en Filserbräugasse.
13:35
El Andechser am Dom se ajustaba a los criterios que queríamos para comer por primera vez en el viaje, es decir, un restaurante alemán en el que además los camareros iban vestidos con los trajes típicos, al igual que ocurría con la decoración. Solamente por sentarnos y descansar ya merecía la pena estar allí, aunque la verdad es que hacía un pelín de calor. Uno de los camareros se acercó para traernos la carta, pero rápidamente se dio cuenta de que no hablábamos alemán, por lo que la trajo en inglés. Estuvimos varios minutos echándole un vistazo porque era bastante extensa y porque tampoco es que tuviésemos muy claro lo que pedir; de hecho, tuvimos que preguntarle al camarero qué eran ciertos platos. Finalmente, con respecto a las bebidas, mis amigos se pidieron sendas cervezas, y yo, Coca-Cola; en cuanto a la comida, Miguel eligió cerdo asado al horno con salsa de cerveza negra, bola de masa de patata y ensalada de col, Jose se pidió carne a la parrilla con un huevo frito y puré de patatas, mientras que yo me tomaría seis salchichas asadas con chucrut.
La bebida llegó en seguida, y bien que nos vino para refrescarnos después de una calurosa mañana, y unos quince minutos más tarde fue el turno de nuestros platos. Primero trajeron los de mis amigos, y a continuación el mío, pero no se correspondía con el que había pedido, ya que era un filete y no había ni rastro de salchichas, así que le dije a la camarera que se lo llevase y le recordé el plato que su compañero había anotado antes. Jose, al ver su plato, tampoco estaba muy seguro de si era el suyo o no, más que nada porque echaba en falta el huevo frito que se especificaba en la carta y porque la carne no estaba hecha a la parrilla, sino que más bien parecía un filete con textura de salchicha, aunque él no se complicó y comenzó a comérselo, al igual que hizo Miguel, con quien a priori no se habían equivocado. A los cinco minutos vino a nuestra mesa otra camarera con mi plato, que de nuevo era un filete con guarnición, por lo que se lo devolví y le especifiqué lo que había pedido.
Este segundo fallo ya comenzó a inquietarme bastante, aunque el remate fue que una tercera camarera me trajo el mismo plato que antes, que por supuesto rechacé, y a todo esto mis amigos ya habían terminado de comer. No sabía qué hacer, y es que incluso señalamos en la carta los platos que queríamos además de decírselos en inglés cuando nos tomó nota el camarero que nos atendió al comienzo. Fue él el que por fin me trajo lo que había pedido pidiendo perdón por los fallos que habían cometido, y por culpa de toda esta confusión hasta se me olvidó hacerle una foto al plato, que es algo que suelo hacer. Las salchichas, más pequeñas de lo que me esperaba, estaban bastante buenas, con un ligero toque picante, y debajo de ellas estaba una densa capa de chucrut que no me hizo mucha gracia ni por su sabor ni por su textura, así que allí lo dejé.
Cuando nos trajeron la cuenta, comprobamos que el plato de Jose no era el que en realidad había pedido, ya que el precio no era el mismo que aparecía en la carta, y que habían incluido 4 € de propina por toda la cara; en total pagué 12'5 € con bastante desgana, y no era para menos. Salimos del restaurante sobre las tres menos cuarto en dirección a la estación de trenes; para ello, bordeamos la parte trasera de la catedral, que estaba justo enfrente de donde habíamos almorzado, y a continuación cogimos por las calles Löwengrube y Maxburgstrasse, eso sí, siempre por el lado de la sombra, que el sol pegaba fuerte. Ya en Karlsplatz, continuamos por el camino que habíamos seguido por la mañana pero en sentido inverso hasta llegar a la Hauptbahnhof Central Station para recoger nuestras maletas de la consigna.
Ahora tocaba ir al hotel, que a pie quedaba a unos diez o doce minutos. Fue suficiente cruzar Bayerstrasse y adentrarnos en Schillerstrasse para que a mis amigos se les cambiase la cara por el tipo de barrio en el que estábamos en ese momento: locutorios, tiendas de compro oro, sex-shops, clubes de alterne, etc. Al llegar al cruce con Schwanthalerstrasse, nos acercamos al supermercado Lidl que vimos en esta calle porque ellos querían comprarse una bebida, pero al entrar y ver la larga cola que había y que la gente era un poco rara prefirieron no hacerlo. Bajo mi punto de vista tampoco era para tanto, aunque también es cierto que no se parecía a lo que habíamos visitado de la ciudad. Seguimos por dicha calle para luego girar por Sonnenstrasse, cuyo aspecto ya era mejor, y cruzar a Josephspitalstrasse hasta la altura de una gasolinera y continuar por Herzog-Wilhelm-Strasse, la calle de nuestro hotel.
Llegamos al Hotel Herzog Wilhelm & Der Tannenbaum a las tres y cuarto. Fui yo el que de primeras se dirigió a la recepcionista para hacer el check-in al ser el que mejor domina el inglés de los tres, aunque le pregunté si prefería que hablásemos en inglés o en español, ya que en la web en la que hicimos la reserva se especificaba que entendían nuestro idioma. No era su caso, así que nada, en la lengua de Shakespeare. Le comenté que teníamos reservada una habitación triple hasta el próximo lunes; tras comprobarlo, preguntó quién de nosotros era Miguel García para que firmase el registro de entrada, y a continuación nos entregó la tarjeta de nuestra habitación, la 315. Resulta que no estaba en ese edificio, sino en uno situado a la vuelta de la esquina, algo de lo que ya estábamos advertidos porque lo habíamos leído en los comentarios de anteriores huéspedes, por lo que para que no nos perdiésemos nos entregó una pequeña fotocopia con un plano de la calle y con el camino que teníamos que seguir marcado con rotulador, así como un mapa de la ciudad. Por último, le pregunté a qué hora se servía el desayuno, y me dijo que de 6:30 a 10:30 en la primera planta del edificio en el que nos hospedaríamos.
En efecto, bastó con doblar la primera esquina hacia la izquierda a la calle Kreuzstrasse para encontrar el portal al que teníamos que entrar. Nos montamos en el ascensor, en el que casi ni cabíamos de lo reducido que era, para subir a la tercera planta, donde nada más salir nos topamos con la puerta de la habitación 315. Era bastante amplia y con tres camas individuales, lo cual nos sorprendió porque estábamos acostumbrados a que las habitaciones triples fuesen con literas, mientras que el baño, como suele ocurrir, era un poco pequeño. Abrimos las ventanas para que se airease y comprobamos que daba al parque situado en la calle de la entrada principal del hotel, así que las vistas eran más que aceptables. Miguel se adueñó de la cama que estaba sola, mientras que Jose se pidió la que estaba más cerca de la puerta de las dos que estaban juntas; así pues, yo me quedé con la situada en el lado de la ventana.
En ese momento, Jose lamentó no haberse adelantado a Miguel a la hora de elegir cama, pues cayó en la cuenta de que yo suelo roncar cuando duermo; a pesar de intentarlo, no pudo convencer a Miguel con la excusa de que él al menos se había traído tapones, por lo que quedé amenazado con patadas nocturnas si mis ronquidos no le dejaban dormir. No teníamos previsto seguir visitando Múnich hasta las cuatro y media, así que me quité el polo que llevaba puesto para estar más fresquito y me tumbé en la cama, que era muy cómoda, así como la almohada cuando conseguí amoldarla a mi gusto, y mientras tanto estuve hablando por WhatsApp con mi hermana aprovechando que estaba conectado a una red Wi-Fi libre que conseguí pillar, aunque mis amigos no tuvieron tanta suerte, no sabemos por qué. A todo esto, no sé por qué pero me dio por abrir el cajón de mi mesita de noche por si había algo guardado, y para mi sorpresa encontré algo que nunca me hubiera imaginado: un Nuevo Testamento, en alemán por supuesto.
A las cuatro en punto, tal y como había acordado con ella, me llamó mi madre. Me preguntó qué tal había ido el vuelo, si me estaba gustando la ciudad y lo más importante de todo, si había comido, porque si no no sería una madre; tras responderle a todas estas preguntas, le dije que ya me llamase el sábado por la tarde sobre las siete o las ocho, que a esa hora ya habríamos terminado de visitar Salzburgo. Seguí descansando hasta que a las cuatro y veinte me puse de nuevo en pie para ir al baño y refrescarme la cabeza, que estaba un poco sudorosa, y fue entonces cuando comprobé que, conforme más tiempo dejaba correr el agua del grifo del lavabo, más fría salía, casi helada; como os podéis imaginar, cayeron unos cuantos vasos de agua para saciar mi sed. Mis amigos seguían acostados, así que les metí un poco de prisa para que no remoloneasen tanto y se arreglasen para continuar con el viaje, que lo que teníamos que visitar esa tarde estaba bastante lejos y no debíamos perder el tiempo.
Salimos del hotel a las cinco menos cuarto, siendo Jose el que se haría cargo de la tarjeta de la habitación. Fuimos en dirección a la Sendlinger-Tor-Platz para coger allí mismo la línea 17 del tranvía, y casualmente cuando estábamos esperando para cruzar a la parada vimos que había uno, pero no nos dimos prisa para subirnos en él porque estaba en el carril del sentido contrario al que íbamos nosotros. Misterios de la vida, resulta que ese carril era el que nos correspondía, por lo que tendríamos que haberlo cogido. Mientras esperábamos al siguiente, que según el panel informativo pasaría en unos diez minutos, me acerqué a una parte de la plaza en la que había una fuente de la que brotaba agua directamente del suelo con unos chorros de cuatro o cinco metros de altura para hacer algunas fotos. Ya montados en el tranvía, se podría decir que más bien entramos en una sauna. Jose y Miguel se sentaron en dos asientos que había junto a una ventana en la que daba el sol de pleno, y yo justo delante en uno individual. No había aire acondicionado y las ventanas no se podían abrir, por lo que el calor que pasamos allí dentro fue brutal, con los chorreones de sudor corriendo por nuestras espaldas y abanicándonos con los folios que llevábamos encima, y poco me podía quejar yo porque en mi asiento apenas daba el sol. Las catorce paradas y los más de veinte minutos que tuvimos que soportar hasta llegar a nuestro destino se nos hicieron interminables.
17:25
Nos bajamos en el puente Ludwig-Ferdinand-Brücke y a continuación tiramos por Nördliche Auffahrtsallee, un sendero arbolado situado en la orilla de un canal y al final del cual pudimos contemplar el Schloss Nymphenburg, el imponente palacio real que fue utilizado como residencia de verano por la familia Wittelsbach, los antiguos gobernantes del Reino de Baviera. Jamás había visto un palacio como éste, tan alargado que, a pesar de que estábamos a unos cuatrocientos metros de distancia, no cabía entero en las fotos que le hice. La pena era que el sol estaba justamente encima del edificio, por lo que las fotos no me salieron tan bien como quería, y es que me hubieran quedado mejor de haber ido alguna mañana y así tener el cielo en un tono más azulón, pero, al estar lejos y ser obligatorio utilizar el transporte público para llegar hasta allí, lo que más nos convenía era ir esa tarde.
Este majestuoso palacio, de estilo barroco, así como el extenso parque de 800.000 metros cuadrados que tiene detrás, se puede visitar, de hecho es una de las principales atracciones turísticas de la ciudad, pero se precisa de medio día para ello y nosotros decidimos a la hora de planificar el viaje dedicar el tiempo a otros puntos de interés. Nos conformamos con pasear un rato por el camino trazado sobre el Schlossgartenkanal viendo los numerosos cisnes, patos y demás aves acuáticas que poblaban el canal y el jardín situado delante del palacio, al cual nos acercamos un poco más de donde estábamos antes. Salimos del complejo por el Südliche Auffahrtsallee y luego giramos a Notburgastrasse para que mis amigos se comprasen en un pequeño establecimiento regentado por un japonés una botella de Coca-Cola y otra de agua para mitigar el calor que hacía, y tras ello cruzamos a la parada de la acera de enfrente para coger el autobús de la línea 51, que pasó a eso de las seis.
Por suerte, en el autobús no pasamos tanto calor como en el tranvía, gracias a que esta vez sí que había aire acondicionado. No tuvimos que estar pendiente de en qué parada nos debíamos bajar porque lo haríamos al final del trayecto, en Moosach; al llegar allí, entramos en la estación de metro para subirnos a la línea U3, de la cual es cabecera. Nos llamó la atención que en todas las paradas se subió bastante gente vestida con ropa de deporte y que precisamente se apearon con nosotros en la estación de Olympiazentrum, pero al salir al exterior todo se clarificó. Había miles de deportistas con dorsales numerados en el pecho y vallas por todos lados, lo cual daba a entender que en breve daría comienzo una carrera, aunque en ese momento desconocíamos el motivo de la misma. Lo único que estaba claro es que nosotros sobrábamos allí, puesto que prácticamente éramos los únicos que íbamos vestidos con ropa de calle.
Concretamente, nos encontrábamos frente al BMW Welt, un edificio modernista con un diseño bastante particular que sirve de expositor de los últimos modelos del conocido fabricante de vehículos alemán, y también cuenta con varias salas donde se imparten conferencias y se celebran eventos de la marca. Al otro lado de la carretera que teníamos a nuestra izquierda, escondido tras unas naves debido a su baja altura, sabía que estaba el BMW Museum, que como su propio nombre indica alberga un museo que repasa la evolución histórica de los automóviles y motocicletas de esta marca, aunque lo que sí que se veía era la BMW-Vierzylinder, una torre que se eleva a más de cien metros y que se compone de cuatro cilindros, de ahí el nombre, que simulan ser los del motor de un coche.
El resto de la tarde lo dedicaríamos a recorrer el Olympiapark, el Parque Olímpico que se construyó con motivo de los Juegos Olímpicos de 1972, por lo que para decidir por dónde ir consultamos un gran mapa de la zona que teníamos delante de nosotros. Tiramos por el sendero que se abría hacia nuestra derecha, precisamente en la dirección en la que iban todos los corredores, y fue entonces cuando por encima de los árboles vimos asomarse la estructura superior del Olympiaturm, una torre de telecomunicaciones de 291 metros de altura que, entre otras cosas, cuenta con un mirador desde el que se puede contemplar a vista de pájaro el Parque Olímpico y la ciudad a lo lejos, y también con un restaurante giratorio, ambos situados unos cien metros por debajo de la punta de la torre. Estábamos ya al comienzo de uno de los dos puentes que cruzan por encima de la autovía cuando nos percatamos de que por ahí había cada vez más corredores y que nos íbamos a meter en un callejón sin salida, así que dimos media vuelta y, tras hacernos una foto con la torre, cogimos por el otro, donde también nos fotografiamos con los edificios de la BMW.
Miguel comenzó a quejarse de su hernia por todo lo que habíamos andado durante el día, pero le dije que no se preocupara y que él marcase el ritmo porque ya no había prisa alguna por llegar a ningún sitio, pues después de esto la idea era volver a hotel y cenar. Al otro lado de la autovía vimos que el camino por el que íbamos nosotros también estaba vallado para una carrera posterior, por lo que nos quitamos de en medio y nos salimos en dirección a la zona donde se encuentran las principales instalaciones de este enorme complejo deportivo. Dejamos a nuestra izquierda el Olympiasee, un extenso lago que precisamente en el tramo de orilla en el que nos hallábamos estaba bordeado por una especie de paseo de la fama formado por losas cuadradas con las huellas de las manos de varios famosos, como por ejemplo Plácido Domingo, Aerosmith, Franz Beckenbauer y Boris Becker, mientras que a la derecha teníamos el Olympiaturm, que tan cerca imponía mucho más que antes.
A continuación pasamos a la zona del complejo que se encuentra parcialmente bajo una cubierta de cristal transparente sujeta por gruesos cables de acero que parecía una gran tela de araña, aunque según el arquitecto que lo construyó simula el perfil montañoso de los Alpes, y entramos en la Olympia-Schwimmhalle, la piscina olímpica en la que el nadador estadounidense Mark Spitz se colgó siete medallas de oro, batiendo incluso el récord mundial en cada una de las pruebas que ganó. Había mucha gente donde nos encontrábamos, pero más por el escenario de donde provenía la música y la voz del speaker que se escuchaba por todo el parque, así que para no meternos en la multitud seguimos bordeando el lago, en cuyas verdes orillas no había solamente corredores preparándose para la carrera, sino también familias, parejas y grupos de amigos tumbados en el césped o de picnic aprovechando el buen día que hacía.
A nuestro lado teníamos ya el Olympiastadium, el estadio que tras los Juegos Olímpicos de 1972 sirvió para que los dos equipos de fútbol de la ciudad, el Bayern de Múnich y el TSV 1860 Múnich, jugasen allí sus partidos como local hasta la construcción del Allianz Arena. En nuestras pretensiones estaba acceder a las gradas, pero nos encontramos con que la entrada estaba restringida a los participantes de las diferentes carreras que estaban disputando; así pues, nos tuvimos que conformar con divisar parte del graderío y de la cubierta acristalada a través de las rejas que impedían el paso. Lo que sí que pudimos ver y comprobar fue que los muniqueses son amantes de la bicicleta, y es que no sabría decir cuántas había aparcadas por todo el complejo, me atrevería a afirmar que miles, especialmente alrededor del estadio; en realidad, esto es algo que ya habíamos percibido por la mañana en el centro debido a la gran cantidad de personas que utiliza la acondicionada red de carriles bici que recorre la ciudad.
Continuamos nuestro paseo por los senderos que surcan el Parque Olímpico, del que hay que reconocer que está muy bien aprovechado, especialmente porque se le está dando uso años después de los Juegos Olímpicos para los que fue construido, cosa que no ocurre en buena parte de las ciudades que han organizado este evento, y porque representa un pulmón verde para Múnich por la extensa vegetación que contiene. Detrás del estadio vimos la pista de atletismo que sería usada para entrenar por los atletas participantes, y tras ello hicimos un alto en el camino al ver un banco en la sombra situado en una pequeña colina que se elevaba sobre varias pistas de tenis de tierra batida, todas ellas ocupadas por cierto; allí estuvimos un cuarto de hora descansando, que falta hacía, y presenciando los partidos que se estaban disputando en las dos canchas más cercanas a nosotros.
Decidimos que ya era hora de regresar al hotel y buscar un sitio para cenar, por lo que terminamos de rodear el complejo por las citadas pistas de tenis, dejando a mano izquierda la zona de aparcamientos. Al final de ésta, subimos por unas escaleras hacia el Olympiastadium para incorporarnos a la parte que está cubierta de cristal, pero una valla nos impedía avanzar, así que bajamos de nuevo y continuamos por debajo bordeando el Olympiahalle, un pabellón que acogió las pruebas de gimnasia y balonmano y que ahora se utiliza sobre todo para conciertos, hasta llegar a una empinada rampa que desemboca en uno de los extremos del puente en el que decidimos retroceder cuando empezamos nuestro paseo por el Parque Olímpico. Mientras lo cruzábamos, nos fijamos que la carrera estaba teniendo lugar en el otro puente, lo cual significaba que nos encontraríamos cortado el camino para poder llegar a la estación de metro. En efecto, una cinta nos cortaba el paso, por lo que la única opción que teníamos era la que llevamos a la práctica: pasar por debajo de las cintas y atravesar la carrera aprovechando un pequeño corte que se generó entre los corredores.
Bajamos al andén de la estación para coger la línea U3, cuyo tren llegó en seguida. Como teníamos nueve paradas por delante y además estábamos bastante cansados, nos sentamos en tres asientos juntos que había libres; durante el trayecto, nos percatamos de que entre los pasajeros se encontraban algunos de los corredores que habían participado en las carreras del Olympiapark, algunos incluso llevaban una medalla colgada al cuello. Quince minutos después nos bajamos en Sendlinger Tor, que ya se estaba convirtiendo en nuestra parada por ser la más próxima a nuestro alojamiento. Habíamos decidido cenar en el restaurante italiano de la esquina situada entre las dos entradas del hotel, puesto que habíamos leído en los comentarios de anteriores huéspedes que se comía bastante bien y a un precio asequible, pero en ese momento estaba lleno, así que nos decantamos por subir a la habitación y hacer un poco de tiempo.
20:35
Lo primero que hice fue quitarme el polo y tumbarme en la cama. A pesar de que a lo largo del día habíamos usado el transporte público de Múnich siempre que pudimos y en todas sus variantes (cercanías, metro, tranvía y autobús) para andar lo menos posible, el intenso calor que pasamos hizo mella en nosotros y descansar era la mejor y única medicina que teníamos. Al igual que ocurrió por la tarde cuando llegamos al hotel, me conecté a la red Wi-Fi libre que se pillaba desde la habitación para hablar con mi hermana a través de WhatsApp; mis amigos, de nuevo y sin motivo aparente que lo explicara, no pudieron conectarse a dicha red. A las nueve, una vez que nos refrescamos en el baño con unos cuantos vasos de agua bien fresquita, bajamos al restaurante Tarullo's, donde estuvimos atentos para juntar dos mesas de la terraza que se habían quedado desocupadas nada más llegar allí.
Nos atendió el que parecía ser el dueño del restaurante, el típico italiano de unos cincuenta o sesenta años de aspecto bonachón que toma nota en todas las mesas siempre con buena cara pero al mismo tiempo con un poquito de esa chulería simpática propia de los transalpinos. Nos trajo una carta a cada uno para que eligiésemos lo que íbamos a cenar. Las bebidas estaban claras (cerveza para mis amigos y Pepsi para mí), mientras que la comida estuvo un poco más dudosa. La pasta la descarté al ver que los platos que habían pedido algunos clientes no era muy abundantes bajo mi punto de vista, y yo tenía hambre; por su parte, las pizzas tenían un tamaño considerable, por lo que la decisión ya estaba un poco más cercana. Coincidencia o no, los tres nos decantamos por una pizza: Miguel creo recordar que se pidió la Capricciosa, con alcachofas, jamón y aceitunas; Jose, la Reginella, con jamón, champiñones y pimiento; y yo, la Salami.
Las bebidas las trajeron al momento, pero para las pizzas tuvimos que esperar un poco más. Ya estaba anocheciendo y, al estar la terraza del restaurante cubierta por sombrillas y árboles, la visibilidad iba siendo cada vez menor, y es que ni la farola situada en medio ni las luces de las calles colindantes se habían encendido todavía; de hecho, por unos minutos la única iluminación existente era la que procedía del interior del restaurante, y en ciertas mesas la oscuridad era más que notable. Todavía sin luz, llegaron las pizzas, bastante grandes como comenté antes. Nos costó un poco cortarlas en trozos, especialmente a la altura de los bordes, lo cual no quiere decir que la masa estuviese dura, sino que era bastante consistente; en cuanto al sabor, la mía estaba bastante buena, si bien las he comido mucho mejores, opinión que compartieron mis amigos con sus respectivas pizzas, aunque a ellos no les gustó tanto como a mí.
Las luces de la farola y de la calle por fin se encendieron cuando ya nos habíamos comido casi la mitad de nuestras pizzas, las cuales se nos hicieron un tanto eternas al quedarnos más que saciados con un par de trozos todavía en el plato. Mis amigos dejaron algunos bordes, pero yo, que siempre que puedo procuro comérmelo todo, no dejé ni rastro. Dejamos pasar unos minutos antes de avisar al que parecía ser dueño del restaurante para que nos trajese la cuenta, no sin antes preguntarnos si queríamos algún postre o un café, pero le dijimos que estábamos más que satisfechos. La cena salió por algo más de 34 euros; como las bebidas y las pizzas costaban prácticamente lo mismo, pagamos a escote 12 € cada uno y así ya incluíamos la propina, mucho más merecida que la que nos impusieron al mediodía.
Del restaurante nos fuimos directamente a nuestra habitación, adonde llegamos sobre las diez y media, para ducharnos, que ya iba siendo hora. Yo dejé caer que quería ser el último para poder hacer la digestión, así que Miguel y Jose, en ese orden, fueron los primeros en pasar por la ducha. Durante la espera, aproveché para poner a cargar mi antiguo móvil, para colgar la ropa que me había puesto ese día en las perchas del armario y también para hablar de nuevo con mi hermana por WhatsApp. A todo esto, Jose, que durante el día había llevado puesto un reloj que cuenta los pasos que da y los kilómetros recorridos, me confirmó que habíamos caminado 21 kilómetros, lo cual me sorprendió bastante teniendo en cuenta todo los transportes que habíamos cogido, pero en fin, ahí estaba el dato.
Cuando llegó mi turno, le tuve que pedir a Jose su bote de desodorante porque yo no tenía en casa ninguno de un tamaño permitido para viajar, por lo que me lo dejó en la mesa de la habitación para cogerlo luego, pues ahora lo iba a utilizar él. Me lavé los dientes y a continuación me duché, no sin cierta incomodidad, y es que, tal y como me ocurre con los asientos de los aviones, los platos de ducha de los hoteles también suelen ser bastante reducidos. Éste es el precio que hay que pagar por ser alto y corpulento. Cuando salí del baño, mis amigos ya se habían acostado, así que hice el menor ruido posible por si acaso ya estuviesen durmiendo. Como antes habíamos acordado que al día siguiente nos levantaríamos a las ocho menos cuarto, activé cuatro alarmas en mi móvil antiguo a partir de dicha hora; tras ello, siendo las doce menos veinte de la noche, me metí en la cama. Anteriormente comenté que tanto la almohada como el colchón eran bastante cómodos; sin embargo, me costó mucho dormirme, no sé si porque tenía un poco de calor, y eso a pesar de que estaba sin camiseta, o porque me puse a darle vueltas a todo lo que habíamos visitado ese día y a lo que veríamos en el siguiente, pero eso os lo contaré más adelante.
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