Viernes, 9 de octubre de 2009
Sábado, 10 de octubre de 2009
Domingo, 11 de octubre de 2009
7:00
Todavía no ha sonado el despertador, pero estoy escuchando a Pepe, que ya se ha levantado y está vistiéndose y terminando de hacer la maleta para irse. En cinco minutos, lo tiene todo listo y se despide tanto de mí como de Jesús y Sebas, que también estaban medio despiertos. Aún era pronto para levantarse, así que seguí en la cama descansando hasta las siete y media, cuando la alarma de mi móvil empezó a cantar.
Al igual que ayer, la escena que vi al asomarme a la ventana no era nada esperanzadora, ya que la lluvia que estaba cayendo era bastante copiosa. Tras el preceptivo paso por el baño, me vestí y me puse a hacer la maleta. No había manera de cerrarla; bueno, la podía cerrar si no metía la mochila de la cámara, pero se supone que, para los dos vuelos que después tendría que coger, no se puede subir con dos bultos. Es increíble que, cuando se acaba un viaje, la ropa aumenta misteriosamente de tamaño y ocupa más espacio que antes.
En fin, dejé la maleta como estaba y me fui a desayunar con Sebas y Jesús. De nuevo, unas tostadas con mantequilla ante la incomparecencia del sucedáneo de Nutella y un vaso de leche con sucedáneo de Colacao. En la mesa, coincidimos con una pareja de gallegos que también estaba pasando unos días en Roma para conocerla; al igual que nosotros, habían volado con Ryanair, pero desde Santiago de Compostela, y estuvimos comentando lo fácil que es ahora viajar con los precios tan bajos que oferta la compañía aérea, lo que habíamos visto de Roma, etc. Tras fregar nuestros cubiertos y platos, volvimos a la habitación, y yo aproveché para hacerle algunas fotos como la que ilustra estas líneas.
Volví a meterle mano a la maleta pero era imposible cerrarla con la mochila de la cámara, así que como, de todas formas, por la mañana la iba a llevar colgada para hacer fotos, dejé esta preocupación para cuando estuviera en el aeropuerto, si es que fuera necesario porque no me permitiesen subir con dos bultos. El día empezó a abrir en ese instante y parecía que también hoy nos íbamos a librar de la molesta lluvia, pero, por contra, surgió un inconveniente no menos importante y con el que no contábamos: si queríamos dejar las maletas en el hostal durante toda la mañana mientras visitábamos lo que nos quedaba pendiente, tendríamos que pagar tres euros por cabeza.
A ninguno de nosotros nos parecía bien esta norma del hostal, más que nada porque no les supone ninguna molestia tener en un rinconcito tres maletas pequeñas durante cinco horas. Ante esta situación, Jesús se acercó a la estación de Termini para ver si había alguna consigna, pero, cuando volvió, resultó que era incluso más caro dejarlas allí: cuatro euros cada uno. Como no se nos ocurría otra solución, decidimos cargar con ellas toda la mañana a pesar de la incomodidad que ello conllevaba; esto, unido al enorme cansancio que teníamos, sobre todo en las piernas, nos llevó a modificar el plan previsto, por lo que suprimimos algunos puntos del itinerario no tan importantes para andar lo menos posible. Le dimos un último repaso a la habitación para asegurarnos de que no nos dejábamos nada y nos despedimos de Viktor.
9:05
Iniciamos nuestra caminata por la Piazza Vittorio Emanuele II, donde bebimos un poco de agua en una fuente que había allí. Jesús y yo llevábamos la maleta en forma de carrito, pero Sebas no podía hacer lo mismo, así que el pobre no tuvo más remedio que llevarla a pulso todo el día; desde el punto de vista negativo, iba a acabar más cansado que nosotros, pero, viéndolo desde el lado positivo, tendría unos bíceps en forma. Tiramos por la Via Emanuele Filiberto hasta la Piazza di Porta San Giovanni.
Entramos en el templo de San Salvatore alla Scala Santa, en el que se conserva la Scala Santa, es decir, la escalera del palacio de Poncio Pilato por la que se dice que Jesucristo subió para ser juzgado por el procurador romano, incluso en ella aparecen gotas de sangre que podrían pertenecer al Hijo de Dios. Dicha escalera sólo se permite subirla de rodillas, y, lógicamente, nosotros ni siquiera nos lo llegamos a plantear, así que nos conformamos con ver las esculturas del vestíbulo, que representaban escenas de la pasión de Cristo, como la oración en el huerto, el beso de Judas, la flagelación, el Ecce Homo y la Piedad.
Volvimos a la plaza para seguir con nuestra ruta, que ahora nos llevaba hasta la Basílica di San Giovanni in Laterano, la catedral de Roma, que no es la Basílica di San Pietro, como mucha gente cree. La fachada principal era parecida a la del templo del Vaticano, con varias estatuas en la parte superior, entre ellas las de Jesucristo, San Juan Evangelista y San Juan Bautista. Entramos en la basílica y, como esperábamos, el interior era enorme y de estilo barroco, como la mayoría de los edificios religiosos que habíamos visitado estos días.
El techo de la nave central destacaba por su excepcional artesonado, decorado con escudos papales y otros elementos en tonos dorados, al igual que en el transepto, bajo el cual se erige el baldaquino, de estilo gótico y que conserva en un relicario las cabezas de San Pedro y San Pablo. Detrás del altar, vimos el enorme y profundo ábside de la basílica, con la sillería del coro y dos órganos encajados en los laterales y un magnífico mosaico en el que aparecían representados San Pablo, San Pedro, San Francisco de Asís, el papa Nicolás IV, la Virgen María, San Juan Bautista, San Antonio de Padua, San Juan Evangelista y San Andrés, con la cruz de Cristo presidiendo en el centro.
Lo más representativo del templo con respecto al resto, al menos a mi parecer, eran las estatuas de los doce apóstoles que se encuentran introducidos en el interior de las gruesas columnas que conforman la nave central. Estuvimos allí dentro apenas un cuarto de hora, en parte porque no sabíamos si seríamos capaces de aguantar toda la mañana con el cansancio que teníamos y además cargando con las maletas, y también porque yo, como empiece a hacer fotos a una cosa, no paro, y no es que tuviese mucha memoria disponible; fue una pena irnos tan pronto, ya que, aunque no fue la basílica que más me gustó, merecía una visita más larga para contemplar con más detalle sus capillas y otros elementos destacables.
Salimos a la calle y rodeamos el edificio hasta llegar a la parte trasera de la plaza, donde adivinad lo que vimos: sí, un obelisco egipcio. Allí mismo, adosado a la basílica, estaba el Palazzo Laterano, que es propiedad del papa, mientras que separado del templo encontramos el baptisterio, de planta octogonal. Luego, regresamos a la parte de la plaza que da a la fachada principal de San Giovanni in Laterano para cruzar al Piazzale Appio y pasar por la Porta San Giovanni, que formaba parte de la antigua Muralla aureliana y que destaca por el arco de mármol blanco que la preside en su parte central.
Sebas se dio cuenta de que, en la acera en la que estábamos, había unos grandes almacenes que se llamaban 'Coin', es decir, como el pueblo de Málaga en el que vive, Coín, y, claro, la patria chica es la patria chica, así que le hizo una foto para dejar claro lo 'internacional' que es su pueblo. Según la nueva ruta que habíamos establecido a partir de los descartes que habíamos hecho por el cansancio que teníamos y por tener que cargar con las maletas, ahora nos tocaba ir hasta la Piazza del Popolo, por lo que cogimos el metro para llegar hasta allí.
10:35
Nos bajamos en la parada de Flaminio, que está justo al lado de la entrada monumental de la Piazzale Flaminio que da acceso a la Villa Borghese, nuestro siguiente destino, pero nosotros íbamos a tirar por otro sitio, concretamente por la Piazza del Popolo y la serpenteante Viale Gabriele D'Annunzio, decorada con algunas estatuas y relieves de mármol, hasta llegar a la terraza del Pincio; desde ese mirador, podíamos contemplar gran parte de Roma a una altura ligeramente superior a la de los tejados, por lo que era fácil divisar las numerosas cúpulas de las iglesias de la ciudad, además de la del Panteón, y otros lugares de interés, como el Altare della Patria, la columna de Marco Aurelio, la Piazza del Popolo y la Basílica di San Pietro, de la que incluso se lograba ver la fachada prácticamente al completo.
A continuación, adentrándonos ya en la Villa Borghese propiamente dicha, nos topamos con el Obelisco Pinciano, y tranquilos que no sería el último del viaje. A partir de ahí, nos dedicamos a andar con infinita parsimonia por el inmenso parque en el que nos encontrábamos, repleto de frondosos árboles, gente paseando o montando en bicicleta, niños disfrutando en un tiovivo... Aquello era un paraíso terrenal, y, con la excelente temperatura que hacía, más todavía; daban ganas de tumbarse en el césped y echarse una siesta, leer un libro o montar una merendola con la familia o los amigos.
Después de haber estado allí, uno echa de menos tener algo parecido en su tierra, en mi caso en Málaga, porque aquel sitio transmitía una sensación de tranquilidad y relax que en más de una ocasión vendría de perlas, aunque también he de reconocer que no es que sea yo mucho de campo, pero apetecía tirarse todo el día por esos jardines. Con las maletas a rastras, nos dirigimos al lago, presidido por el Templo de Esculapio y con multitud de patos chapoteando en el agua, además de varias barcas que se podían alquilar en uno de los laterales.
Nosotros nos sentamos en un banco que había justo enfrente porque no aguantábamos más de pie. ¡Qué bien nos vino! Estábamos en la gloria, sobre todo nuestros pies, que llevaban ya recorridos muchos kilómetros encima durante estos días y que pedían a gritos un poco de pausa. Estuvimos sentados cerca de media hora, sin exagerar; antes de continuar, hice unas cuantas fotos al lago, aprovechando el bonito reflejo del templo sobre el agua, y a los patos, que siempre me han parecido muy graciosos. Reanudamos el paseo por la ovalada Piazza di Siena, en la que no entramos, ya que la bordeamos por el Viale Pietro Canonica y el Viale dei Cavalli Marini, en medio del cual vimos una fuente formando una pequeña rotonda.
Al final de dicha calle, llegamos a uno de las puertas de entrada, o de salida desde nuestro punto de vista, de la Villa Borghese; nada más salir, en la acera de enfrente había una tienda en cuyo escaparate se podían ver coches de lujo de Ferrari y Maserati, y Sebas y Jesús no dudaron en acercarse a verlos, pero yo, como no me llaman la atención, me quedé sentado esperándoles con las maletas. Bajamos Via Pinciana hasta Piazzale Brasile, donde nos topamos con la Porta Pinciana, otro resto más de la antigua Muralla Aureliana, aunque esta parte daba la impresión de estar mejor conservada.
Atravesamos la Porta Pinciana, punto en el que empieza la Via Vittorio Veneto, una de las calles más glamurosas y caras de Roma, debido en gran parte a la presencia de numerosas cafeterías y hoteles que frecuentaban las celebridades a mediados del siglo pasado. En vez de seguir por esta calle, tiramos cuesta abajo por la Via Porta Pinciana, pasando por edificios y hoteles que reafirmaban que en esa zona no era especialmente barato vivir.
12:40
La siguiente parada de nuestra ruta era la Iglesia di Trinità dei Monti, fácilmente reconocible por los dos campanarios de su fachada. El interior no era tan grande como la mayoría de las iglesias en la que habíamos estado, lo cual no quería decir que fuese menos importante. La nave central era de estilo gótico, con bóvedas de crucería que se extendían por todo el largo del templo hasta el altar, presidido por una serie de columnas coronada por dos ángeles y una cruz.
Casi todas las capillas laterales se caracterizaban por estar adornadas con cuadros y frescos de gran factura, con escenas como la Ascensión de la Virgen, la Flagelación de Cristo, la Anunciación y la Deposición, esta última considerada una de las obras maestras del estilo manierista; por el contrario, la primera capilla de la izquierda contenía un grupo escultórico en mármol escenificando el momento en el que Cristo ya ha sido bajado de la cruz y es dejado en los brazos de la Virgen.
Salimos a la pequeña plaza que hay delante de la iglesia y en la que encontramos el que todavía no sería el último obelisco de Roma, a pesar de las pocas horas que ya nos restaban en la capital italiana. Nos asomamos a la barandilla de la plaza y a nuestros pies se extendía la escalinata que une la iglesia con la Piazza di Spagna, que estaba rebosante de gente. Volvimos a la Via Sistina para enfilar ya el final de la mañana y, por consiguiente, de nuestra visita a Roma. En unos diez minutos, alcanzamos la Piazza Barberini, con la Fontana del Tritone como elemento más destacable.
En esa misma plaza, en una esquina, vimos un sitio de sandwiches y bocadillos que parecía bastante atractivo por la pinta que tenían y por lo precios, pero, después de los chascos que nos llevamos los días anteriores con el tema de la comida, preferimos asegurarnos de que no había truco, y realmente lo había, porque, en el caso de los sandwiches, en el escaparate aparecían cubiertos por encima con una servilleta dejando solamente a la vista el corte diagonal, y, claro, parecía más grande de lo que finalmente era. En resumen, que era un timo y el precio no se merecía la poca cantidad que nos íbamos a comer.
Seguimos avanzando unos metros hasta pasar por la puerta del Palazzo Barberini, que dejaba ver el edificio, sede de la Galería Nacional de Arte Antiguo, y el jardín que hay en la entrada. En dos minutos, llegamos a un cruce de calles en el cada esquina contiene una estatua sobre una pileta; de hecho, se les conoce como las Quattro Fontane y representan al Tíber (símbolo de Roma), el Arno (símbolo de Florencia), Diana y Giunone (símbolos de la fidelidad y de la fortaleza). En una de las esquinas, estaba también la Iglesia di San Carlo alle Quattro Fontane, de estilo barroco.
Mientras caminábamos, nos íbamos fijando en posibles sitios para almorzar, pero ninguno nos convencía; entonces, recordé que cerca de Termini había un Pastarito Pizzarito, que, aunque nos iba a salir un poquito más caro de lo que teníamos pensado gastarnos, era una apuesta segura teniendo en cuenta lo bien que comimos las otras dos veces, así que decidimos ir allí. Tiramos por la Via Nazionale hasta desembocar en la Piazza della Repubblica, de forma semicircular; en ella, destacaban la Fontana delle Naiadi haciendo de rotonda en el centro y la Basílica di Santa Maria degli Angeli e dei Martiri.
13:40
Andando unos pocos metros más, vimos ya la estación de Termini. Todavía nos quedaba por visitar las Termas de Diocleziano, pero Sebas y Jesús ya no tenían ganas de cruzar hasta la acera de enfrente, así que fui yo solo mientras ellos me esperaban sentados por allí cerca. Primero, pasé por un pequeño parque con el enésimo y, ya sí, último obelisco de Roma que encontraría. Seguidamente, fui a la zona de las Termas, aunque sólo estuve en el jardín de la entrada, donde se exponían restos romanos como columnas, estatuas, vasijas, etc.
Volví al sitio en el que me estaban esperando mis amigos para ir a comer. Cogimos por la Piazza dei Cinquecento, la Via Giovanni Giolitti y la Via Gioberti, donde estaba el Pastarito Pizzarito que yo decía. Cuando nos sentamos, sentimos un alivio en nuestros pies que buena falta nos hacía después de haber recorrido Roma de punta a punta. Nos pedimos un plato para cada uno y una botella grande de agua para los tres; yo me pedí un plato de fusilli alla bolognese que estaba increíblemente delicioso, sin duda, la mejor pasta boloñesa que me he comido en mi vida, al dente, justo en su punto de cocción. Y una cantidad considerable, lo suficiente como para quedarme lleno y más que satisfecho.
No teníamos prisa ninguna, ya que teníamos tiempo de sobra antes de que despegase nuestro avión, a las seis y media de la tarde, por lo que nos quedamos allí sentados un rato, hasta casi las tres, hora a la que nos pusimos de nuevo en pie para coger el metro hasta Anagnina. Podíamos entrar en Termini para ello, pero cuando llegamos a Roma vimos que era muy lioso, así que no nos complicamos la vida y nos metimos por una de las bocanas de la Piazza dei Cinquecento. Antes de bajar las escaleras, le eché un último vistazo a Roma. ¡Hasta la próxima!
Compramos el ticket y en seguida vino un convoy, en el que nos montamos. Afortunadamente, había sitios libres para sentarnos y dar un nuevo respiro a nuestros pies durante los quince o veinte minutos del trayecto. Una vez en la estación de Anagnina, preguntamos dónde se cogía el autobús para el aeropuerto de Ciampino y nos dirigimos al lugar que nos indicaron, donde no había casi nadie, por lo que tenía pinta de que acababa de salir uno recientemente; de hecho, tuvimos que esperar unos veinte minutos a que llegase otro. Como no encontramos ninguna máquina donde adquirir el billete, se lo compramos directamente al chófer.
Tardamos un poco en salir debido a que el autobús se llenó de gente, e íbamos un poco apretujados con todas las maletas, aunque, al menos, estábamos sentados. Poco después de las cuatro de la tarde, nos bajamos en el aeropuerto de Ciampino, más de dos horas antes de que saliese nuestro avión, así que hicimos un poco de tiempo en la terminal. Lo primero que hicimos fue buscar unos asientos para descansar un rato, y aprovechamos también para ir al baño y refrescarnos.
Luego, nos acercamos al control de seguridad, donde pasamos sin ningún tipo de problema, excepto Jesús, que llevaba en su maleta el bote de champú que habíamos comprado el viernes por la tarde; los vigilantes detectaron por el escáner que su capacidad sobrepasaba el límite permitido, por lo que tuvo que dejarlo allí. Miramos en el panel de vuelos la puerta de embarque correspondiente al nuestro y nos fuimos para allá, al final de la terminal.
16:45
Toda la sala de espera estaba llena y no tuvimos más remedio que aguantar de pie apoyados al ventanal que daba al exterior; al menos, nos entretuvimos viendo cómo, cada dos por tres, a lo lejos empezaba a brillar un punto que se iba acercando más y más hasta que se distinguía la silueta de un avión dispuesto a aterrizar en la pista. Por suerte, se quedaron unos sitios libres para sentarnos a esperar a embarcar.
Sobre las cinco y media, vimos a dos chicas de unos veintitantos años que corrían desesperadas y parándose en cada mostrador de embarque de Easyjet suplicando en francés que avisasen a su avión para que parase y les dejasen subir, pero era imposible; cuando nosotros llegamos a la sala de espera, estas dos chicas ya estaban allí, y la puerta de embarque del vuelo a Lyon, a donde estoy casi seguro de que iban, también estaba ya abierta, por lo que el despiste les salió caro. Es más, justo cuando les dijeron que no podían hacer nada por ellas, despegaba un avión de Easyjet... Parece de película, pero es la cruda realidad.
La gente, sin previo aviso, empezó a hacer cola en nuestro mostrador, así que nosotros también nos pusimos a esperar de pie para no quedarnos de los últimos. A las seis, abrieron la puerta de embarque; yo llevaba, aparte de la maleta, la mochila de la cámara colgada al hombro, y, en teoría, no deberían dejarme pasar, pero no hubo ningún problema, y, si los hubiera habido, hubiera puesto como excusa que todas las mujeres estaban pasando con un bolso además del equipaje de cabina. Nos montamos en el autobús que nos transportaría hasta el avión y me quedé cerca de la puerta para salir el primero y coger los asientos más espaciosos, concretamente en el lado izquierdo para poder ver ponerse el sol.
Ya sentados, una azafata se me acercó y me dijo que la cámara tenía que guardarla junto con la maleta en el compartimento superior; le intentamos convencer preguntándole si la podríamos sacar después del despegue, pero no hubo manera. A la hora prevista, a las siete menos veinticinco, el avión enfiló la pista y partió con destino Bérgamo. A los pocos minutos de despegar, nos dimos cuenta de que los pasajeros del lado derecho del avión no dejaban de asomarse por sus ventanillas; deduje entonces que era porque desde ese lado se podía ver Roma. Hubiera sido un gran colofón al viaje divisar desde lo alto los monumentos y sitios que habíamos visitado estos días: el Coliseo, el Foro Romano, Piazza Venezia, la Fontana di Trevi, la Piazza di Spagna, el Panteón, la Piazza Navona, el Vaticano... Me tuve que conformar con ver los islotes de la costa oeste de Italia y, muy al fondo, la isla de Córcega.
Pasadas las siete de la tarde, el piloto avisó de que, en breves instantes, llegaríamos al aeropuerto de Orio al Serio. No me lo podía creer. El avión estaba previsto que aterrizara a las ocho menos veinte, pero lo hizo sólo tres cuartos de hora después de despegar. Cuando empezamos a bajar por la escalerilla, me llamó Jose para preguntarme si había llegado ya y un sitio en el que quedar para reunirnos; como él y Miguel ya estaban en Bérgamo, le dije que me esperasen sobre las ocho en la estación de trenes.
Salimos al exterior del aeropuerto, donde están las paradas de los autobuses, y el que llevaba a Milán estaba a punto de salir, así que Jesús y Sebas se despidieron rápidamente de mí para no perderlo. Yo, por mi parte, fui a sacarme un billete a la parada del autobús que lleva a Bérgamo, que vino en seguida.
20:00
En unos veinte minutos, estaba ya en la estación de trenes de Bérgamo, donde me estaban esperando Jose y Miguel. Lo primero que hicimos fue mirar a qué hora salía el último autobús para el aeropuerto; según habíamos consultado en Internet antes del viaje, era sobre las once de la noche, y así fue. Ahora, teníamos que buscar un sitio en el que cenar; lo ideal hubiera sido repetir en la panadería 'Il Fornaio' a la que fuimos el miércoles a comer, pero un domingo por la noche era bastante improbable que estuviese abierto, así que empezamos a andar por la avenida principal de Bérgamo, el Viale Papa Giovanni XXIII, a ver si encontrábamos algo decente.
Mientras caminábamos, les pregunté qué tal les había ido en Milán, y, la verdad, es que no empezó del todo bien, ya que el vuelo Roma-Bérgamo que ellos cogieron salió con mucho retraso, unas dos horas, por lo que, entre que aterrizaron tarde y que luego tenían que coger un tren hasta Milán, llegaron al hotel sobre las cinco, sin haber almorzado siquiera. Por la noche, estuvieron en la Piazza del Duomo, en la Galleria Vittorio Emanuele II, en la tienda de Ferrari, etc.
A la mañana siguiente, entraron en el Duomo, donde se estaba oficiando una misa; a continuación, fueron al Castello Sforzesco y al Parco Sempione, y, desde allí, cogieron el metro hasta el estadio San Siro. Después de comer, pillaron el primer tren a Bérgamo en la Stazione Centrale de Milán para reunirse conmigo. Me contaron varias anécdotas que les habían pasado y de las que grabaron varios vídeos que después me enseñarían.
Volviendo al presente. Casi todo estaba cerrado, pero vimos un sitio de kebabs que no tenía mala pinta. Sin embargo, unos metros más adelante, nos topamos con una especie de feria gastronómica que cortaba la avenida principal por la Via Sentierone. Había un montón de puestos y tenderetes de varios países, cada uno de los cuales con sus platos más típicos; estaba lleno de gente, lo cual fue algo incómodo para nosotros, que llevábamos nuestras maletas en forma de carrito.
Nos recorrimos todos los puestos para ver los precios y elegir lo que más nos gustase. Menos pasta y pizza, lo típico de Italia, había prácticamente de todo. Los que más abundaban eran los alemanes y austríacos, y, finalmente, nos quedamos en uno de ellos, en el que pedimos un bocadillo de salchicha blanca por tres euros creo recordar, que no estaba nada mal. Uno de los tenderetes era español, decorado en tonos rojos y con varias banderas, mientras que los que te atendían iban ataviados con una camiseta con el toro de Osborne impreso. Como no podía ser de otra forma, el plato que ofrecían era paella. Mis padres me llamaron para recordarme que no me quedase dormido después en el aeropuerto y para preguntarme si me tenían que recoger a la mañana siguiente en Málaga, pero les dije que no hacía falta porque Jose ya había quedado con su padre para ello.
Para el postre teníamos múltiples opciones: chucherías de Haribo, frutos secos, buñuelos y bollería de todo tipo, que era de lo que más había. Los donuts rellenos de chocolate tenían muy buena pinta, así que me compré uno; fui a darle el primer bocado y... ¡estaba duro! Lo que era el bollo costaba un poco morderlo y el chocolate no era nada cremoso. Una decepción, al igual que lo que se pidieron Miguel y Jose, que no recuerdo lo que era, pero que tampoco les hizo mucha gracia. Hicimos un poco de tiempo por allí, viendo cómo poco a poco algunos puestos empezaban a recoger todo, más que nada porque la afluencia iba bajando por la hora que era, más de las diez de la noche.
Tras beber agua en una fuente que encontramos en el cruce de la avenida principal con la hilera de tenderetes, volvimos a la estación de trenes a comprar nuestro billete y a esperar a que viniese el autobús. Sobre las once y cuarto, partimos en dirección al aeropuerto, donde llegamos a y media. A Jose y Miguel les apetecía tomar un café, así que fuimos a una de las cafeterías de la terminal, la única que estaba abierta.
Lunes, 12 de octubre de 2009
0:00
En los paneles informativos, ya se anunciaban los vuelos de la mañana siguiente, entre los que se encontraba el nuestro, el segundo de toda la lista. Ahora, tocaba buscar algún asiento para poder dormir mientras estaba cerrado el acceso al control de pasajeros. La terminal estaba bastante llena, prácticamente estaban todos los bancos ocupados; vimos unos asientos libres, pero seguimos andando porque todavía quedaba un poco más de pasillo por recorrer. En la sala del final, apenas había unos asientos donde la gente ya estaba durmiendo, así retrocedimos en busca de los que habíamos visto vacíos.
¡Habían desaparecido! En menos de un minuto, nos habían cogido la delantera y nos habían arrebatado los únicos sitios libres. Sí, lo sé, uno de nosotros debería haberse quedado guardándolos, pero no pensábamos que los iban a ocupar tan rápido. Ante esa situación, no tuvimos más remedio que regresar a la sala del final y dormir en el suelo; abrí mi maleta y cogí una camiseta y un pantalón corto para usarlos como almohada.
La última vez que viajé, también tenía que coger un avión a primera hora de la mañana, y me puse un par de alarmas en el móvil por si me quedaba dormido, como así fue, pero no me enteré; menos mal que estaba en el piso de Milán de Leti y David y me despertaron, porque, si no, no hubiera llegado a tiempo al aeropuerto. En esta ocasión, ya estaba allí, pero, aún así, me puse seis o siete alarmas a intervalos de cinco minutos; de todas formas, les pedí a Miguel y Jose que, en cuanto me viesen durmiendo, me despertasen.
Pues bien, a los pocos segundos de pronunciar esas palabras, me quedé frito y empecé a roncar. No es que yo me diera cuenta, si no que me lo dijeron ellos cuando me desperté yo solo a la media hora más o menos, y no me extrañaba nada, porque estaba bastante cansado de todo el viaje. Poco minutos después, pasada la una de la madrugada, se nos acercaron unos operarios del aeropuerto que nos obligaron, tanto a nosotros como a las ocho o diez personas que estábamos allí, a desalojar esa zona, ya que iban a limpiarla.
Nos tuvimos que ir a la parte en la que se encontraba todo el mundo durmiendo, ya fuera en los bancos o en el suelo; nosotros nos tumbamos en uno de los pocos huecos que había pegados a la pared para poder apoyarnos si preferíamos estar sentados. De nuevo, me acomodé mi particular almohada y me eché una cabezada. La noche se hizo un poco larga, ya que, aunque estaba menos incómodo en el suelo de lo que pensaba, no dormía más de treinta o cuarenta minutos seguidos cada vez; entre medias, charlaba un poco con mis amigos, me cambiaba de postura, me sentaba, me tumbaba...
A partir de la cuatro, harto ya del suelo y con las piernas algo dormidas, me levanté y me puse a pasear por la terminal de punta a punta, que no era mucho la verdad; apenas se oía nada, salvo alguno que otro roncando. Mientras iba de un lado para otro, algunas cafeterías empezaban a subir sus persianas para atender a los que tenían ganas de tomar algo; yo, aunque algunos dulces que había entraban bastante por los ojos, no me compré nada porque los precios eran muy caros.
5:00
En uno de mis paseos por la terminal, mientras sonaban ya algunas de las alarmas del móvil que había programado, vi que el acceso al control de pasajeros lo estaban abriendo, por lo que fui en busca de Miguel y Jose para avisarles y coger mi maleta. Tras pasar por el arco de seguridad, consultamos en el panel de vuelos la puerta de embarque del nuestro para dirigirnos allí, y resulta que estaba al final del todo.
La sala de espera ya estaba llena, así que, de nuevo, nos tuvimos que sentar en el suelo. Como todavía quedaba una hora para que el avión despegara y no convenía quedarse dormido, saqué la cámara y me puse a ver las fotos del viaje, además de enseñarle a Jose las que hice el sábado y el domingo, ya que esos días ya no estuvo en Roma conmigo. De repente, la gente comenzó a levantarse y a dejar alguna de sus maletas delante del mostrador de embarque como si estuvieran haciendo cola; nosotros no fuimos menos, y Jose se levantó y dejó la suya.
A las seis menos cuarto, llegó una azafata de Ryanair para empezar a embarcar; se habían formado dos colas debido en gran parte a que la sala de espera era un poco pequeña y a que cada uno se ponía donde la daba la gana. Al igual que me ocurrió la tarde anterior para venir a Bérgamo, no me pusieron ninguna objeción para pasar con dos bultos. Subimos al autobús que nos llevaría hasta el avión, pero nos quedamos al lado de la puerta para ser de los primeros en salir; casi todos hicieron lo mismo y, claro, llegó un momento en el que estaba totalmente aprisionado. En esto, un matrimonio intentaba subir con un carrito de bebé, pero era imposible; yo decidí salir del autobús para hacerles un poco de hueco, y, claro, la gente no se movía y me resbalé al bajar, dándole sin querer con el codo a la cabeza del bebé, que iba en brazos de su madre. Y empezó a llorar y llorar. Me disculpé con gestos porque no sabía qué idioma hablaban, aunque creo que entendieron que no era mi intención golpear al niño.
Volví a estar rápido a la hora de subir al avión para coger los asientos de las salidas de emergencia, que son bastante más anchos que el resto, y elegí los del lado izquierdo para poder ver el amanecer y hacer fotos. No entiendo por qué los demás pasajeros no hacían lo mismo que nosotros, porque, a pesar de que muchos pasaron por al lado de estos asientos, tres o cuatro se quedaron vacíos todo el vuelo. El avión se puso en marcha otra vez puntualmente y a las seis y cuarto de la mañana despegamos rumbo a Málaga.
Todavía era de noche cuando salimos, y así se mantuvo hasta las siete, cuando el cielo comenzó a clarearse muy poco a poco. Al cuarto de hora, ya se apreciaba una gran franja anaranjada en el horizonte, entre un mar de nubes y un cielo que se iba tiñendo gradualmente de color azul; a las ocho menos diez, el sol empezó a salir por entre las nubes, sin todavía llegar a deslumbrar la vista. Jose y Miguel estuvieron casi todo el vuelo durmiendo, mientras que yo pegué alguna que otra cabezada de unos pocos minutos. Por su parte, las azafatas, al igual que en los tres vuelos que había cogido estos días, no dejaron de ofrecer y vender productos a los pasajeros.
Poco después de las ocho, me pareció reconocer las cumbres de Sierra Nevada, aunque no tenían nieve aún, y creo que no me equivoqué, porque el piloto anunció que, en unos minutos, aterrizaríamos en el aeropuerto de Málaga. Increíble. ¡Llegamos con más de media hora de antelación sobre la hora prevista! A las ocho y veinticinco, el avión tomó tierra, aunque de una forma algo brusca. Pasamos por el túnel al que se unió el avión para ir a la terminal, que recibía a los pasajeros con una galería decorada con fotos e imágenes de Málaga: la playa, la Catedral, los espetos de sardinas, la Semana Santa, las vistas desde Gibralfaro, los verdiales, etc.
En la terminal de llegadas, a pesar de que el vuelo se había adelantado bastante, ya nos estaba esperando el padre de Jose. Fuimos al aparcamiento en busca de su coche para dejarme primero a mí en mi casa y luego a Miguel en la suya. El viaje ya había terminado. Atrás quedaron numerosas anécdotas (el váter y la bañera del hostal, las fotos que me mandó borrar el carabinieri, las chicas que perdieron el avión...), deliciosos platos de pasta y pizza y otros no tanto, una docena de obeliscos, cerca de cien kilómetros andados (Pepe, Sebas, Jesús y yo; Miguel y Jose, como se fueron a Milán, sólo algo más de la mitad), casi 1.600 fotografías y un largo etcétera, pero, sobre todo, cinco días para el recuerdo.
Nota: al igual que con el último viaje, pido disculpas por haber tardado tanto tiempo en contaros los días que pasé en Roma, pero, como habéis visto, había mucho que contar. Y, para no perder la costumbre, termino de escribir las últimas palabras de un viaje y me embarco en otro, ya que el jueves cojo el AVE con destino a Madrid para visitar unos días a mi amigo Pepe, que está estudiando allí y éste es ya su último año, así que no me quedaba otra oportunidad. Esto quiere decir que, a la vuelta de mi viaje, me pondré de nuevo manos a la obra para relataros mi paso por Madrid. ¡Hasta luego!
Al igual que ayer, la escena que vi al asomarme a la ventana no era nada esperanzadora, ya que la lluvia que estaba cayendo era bastante copiosa. Tras el preceptivo paso por el baño, me vestí y me puse a hacer la maleta. No había manera de cerrarla; bueno, la podía cerrar si no metía la mochila de la cámara, pero se supone que, para los dos vuelos que después tendría que coger, no se puede subir con dos bultos. Es increíble que, cuando se acaba un viaje, la ropa aumenta misteriosamente de tamaño y ocupa más espacio que antes.
En fin, dejé la maleta como estaba y me fui a desayunar con Sebas y Jesús. De nuevo, unas tostadas con mantequilla ante la incomparecencia del sucedáneo de Nutella y un vaso de leche con sucedáneo de Colacao. En la mesa, coincidimos con una pareja de gallegos que también estaba pasando unos días en Roma para conocerla; al igual que nosotros, habían volado con Ryanair, pero desde Santiago de Compostela, y estuvimos comentando lo fácil que es ahora viajar con los precios tan bajos que oferta la compañía aérea, lo que habíamos visto de Roma, etc. Tras fregar nuestros cubiertos y platos, volvimos a la habitación, y yo aproveché para hacerle algunas fotos como la que ilustra estas líneas.
Volví a meterle mano a la maleta pero era imposible cerrarla con la mochila de la cámara, así que como, de todas formas, por la mañana la iba a llevar colgada para hacer fotos, dejé esta preocupación para cuando estuviera en el aeropuerto, si es que fuera necesario porque no me permitiesen subir con dos bultos. El día empezó a abrir en ese instante y parecía que también hoy nos íbamos a librar de la molesta lluvia, pero, por contra, surgió un inconveniente no menos importante y con el que no contábamos: si queríamos dejar las maletas en el hostal durante toda la mañana mientras visitábamos lo que nos quedaba pendiente, tendríamos que pagar tres euros por cabeza.
A ninguno de nosotros nos parecía bien esta norma del hostal, más que nada porque no les supone ninguna molestia tener en un rinconcito tres maletas pequeñas durante cinco horas. Ante esta situación, Jesús se acercó a la estación de Termini para ver si había alguna consigna, pero, cuando volvió, resultó que era incluso más caro dejarlas allí: cuatro euros cada uno. Como no se nos ocurría otra solución, decidimos cargar con ellas toda la mañana a pesar de la incomodidad que ello conllevaba; esto, unido al enorme cansancio que teníamos, sobre todo en las piernas, nos llevó a modificar el plan previsto, por lo que suprimimos algunos puntos del itinerario no tan importantes para andar lo menos posible. Le dimos un último repaso a la habitación para asegurarnos de que no nos dejábamos nada y nos despedimos de Viktor.
9:05
Iniciamos nuestra caminata por la Piazza Vittorio Emanuele II, donde bebimos un poco de agua en una fuente que había allí. Jesús y yo llevábamos la maleta en forma de carrito, pero Sebas no podía hacer lo mismo, así que el pobre no tuvo más remedio que llevarla a pulso todo el día; desde el punto de vista negativo, iba a acabar más cansado que nosotros, pero, viéndolo desde el lado positivo, tendría unos bíceps en forma. Tiramos por la Via Emanuele Filiberto hasta la Piazza di Porta San Giovanni.
Entramos en el templo de San Salvatore alla Scala Santa, en el que se conserva la Scala Santa, es decir, la escalera del palacio de Poncio Pilato por la que se dice que Jesucristo subió para ser juzgado por el procurador romano, incluso en ella aparecen gotas de sangre que podrían pertenecer al Hijo de Dios. Dicha escalera sólo se permite subirla de rodillas, y, lógicamente, nosotros ni siquiera nos lo llegamos a plantear, así que nos conformamos con ver las esculturas del vestíbulo, que representaban escenas de la pasión de Cristo, como la oración en el huerto, el beso de Judas, la flagelación, el Ecce Homo y la Piedad.
Volvimos a la plaza para seguir con nuestra ruta, que ahora nos llevaba hasta la Basílica di San Giovanni in Laterano, la catedral de Roma, que no es la Basílica di San Pietro, como mucha gente cree. La fachada principal era parecida a la del templo del Vaticano, con varias estatuas en la parte superior, entre ellas las de Jesucristo, San Juan Evangelista y San Juan Bautista. Entramos en la basílica y, como esperábamos, el interior era enorme y de estilo barroco, como la mayoría de los edificios religiosos que habíamos visitado estos días.
El techo de la nave central destacaba por su excepcional artesonado, decorado con escudos papales y otros elementos en tonos dorados, al igual que en el transepto, bajo el cual se erige el baldaquino, de estilo gótico y que conserva en un relicario las cabezas de San Pedro y San Pablo. Detrás del altar, vimos el enorme y profundo ábside de la basílica, con la sillería del coro y dos órganos encajados en los laterales y un magnífico mosaico en el que aparecían representados San Pablo, San Pedro, San Francisco de Asís, el papa Nicolás IV, la Virgen María, San Juan Bautista, San Antonio de Padua, San Juan Evangelista y San Andrés, con la cruz de Cristo presidiendo en el centro.
Lo más representativo del templo con respecto al resto, al menos a mi parecer, eran las estatuas de los doce apóstoles que se encuentran introducidos en el interior de las gruesas columnas que conforman la nave central. Estuvimos allí dentro apenas un cuarto de hora, en parte porque no sabíamos si seríamos capaces de aguantar toda la mañana con el cansancio que teníamos y además cargando con las maletas, y también porque yo, como empiece a hacer fotos a una cosa, no paro, y no es que tuviese mucha memoria disponible; fue una pena irnos tan pronto, ya que, aunque no fue la basílica que más me gustó, merecía una visita más larga para contemplar con más detalle sus capillas y otros elementos destacables.
Salimos a la calle y rodeamos el edificio hasta llegar a la parte trasera de la plaza, donde adivinad lo que vimos: sí, un obelisco egipcio. Allí mismo, adosado a la basílica, estaba el Palazzo Laterano, que es propiedad del papa, mientras que separado del templo encontramos el baptisterio, de planta octogonal. Luego, regresamos a la parte de la plaza que da a la fachada principal de San Giovanni in Laterano para cruzar al Piazzale Appio y pasar por la Porta San Giovanni, que formaba parte de la antigua Muralla aureliana y que destaca por el arco de mármol blanco que la preside en su parte central.
Sebas se dio cuenta de que, en la acera en la que estábamos, había unos grandes almacenes que se llamaban 'Coin', es decir, como el pueblo de Málaga en el que vive, Coín, y, claro, la patria chica es la patria chica, así que le hizo una foto para dejar claro lo 'internacional' que es su pueblo. Según la nueva ruta que habíamos establecido a partir de los descartes que habíamos hecho por el cansancio que teníamos y por tener que cargar con las maletas, ahora nos tocaba ir hasta la Piazza del Popolo, por lo que cogimos el metro para llegar hasta allí.
10:35
Nos bajamos en la parada de Flaminio, que está justo al lado de la entrada monumental de la Piazzale Flaminio que da acceso a la Villa Borghese, nuestro siguiente destino, pero nosotros íbamos a tirar por otro sitio, concretamente por la Piazza del Popolo y la serpenteante Viale Gabriele D'Annunzio, decorada con algunas estatuas y relieves de mármol, hasta llegar a la terraza del Pincio; desde ese mirador, podíamos contemplar gran parte de Roma a una altura ligeramente superior a la de los tejados, por lo que era fácil divisar las numerosas cúpulas de las iglesias de la ciudad, además de la del Panteón, y otros lugares de interés, como el Altare della Patria, la columna de Marco Aurelio, la Piazza del Popolo y la Basílica di San Pietro, de la que incluso se lograba ver la fachada prácticamente al completo.
A continuación, adentrándonos ya en la Villa Borghese propiamente dicha, nos topamos con el Obelisco Pinciano, y tranquilos que no sería el último del viaje. A partir de ahí, nos dedicamos a andar con infinita parsimonia por el inmenso parque en el que nos encontrábamos, repleto de frondosos árboles, gente paseando o montando en bicicleta, niños disfrutando en un tiovivo... Aquello era un paraíso terrenal, y, con la excelente temperatura que hacía, más todavía; daban ganas de tumbarse en el césped y echarse una siesta, leer un libro o montar una merendola con la familia o los amigos.
Después de haber estado allí, uno echa de menos tener algo parecido en su tierra, en mi caso en Málaga, porque aquel sitio transmitía una sensación de tranquilidad y relax que en más de una ocasión vendría de perlas, aunque también he de reconocer que no es que sea yo mucho de campo, pero apetecía tirarse todo el día por esos jardines. Con las maletas a rastras, nos dirigimos al lago, presidido por el Templo de Esculapio y con multitud de patos chapoteando en el agua, además de varias barcas que se podían alquilar en uno de los laterales.
Nosotros nos sentamos en un banco que había justo enfrente porque no aguantábamos más de pie. ¡Qué bien nos vino! Estábamos en la gloria, sobre todo nuestros pies, que llevaban ya recorridos muchos kilómetros encima durante estos días y que pedían a gritos un poco de pausa. Estuvimos sentados cerca de media hora, sin exagerar; antes de continuar, hice unas cuantas fotos al lago, aprovechando el bonito reflejo del templo sobre el agua, y a los patos, que siempre me han parecido muy graciosos. Reanudamos el paseo por la ovalada Piazza di Siena, en la que no entramos, ya que la bordeamos por el Viale Pietro Canonica y el Viale dei Cavalli Marini, en medio del cual vimos una fuente formando una pequeña rotonda.
Al final de dicha calle, llegamos a uno de las puertas de entrada, o de salida desde nuestro punto de vista, de la Villa Borghese; nada más salir, en la acera de enfrente había una tienda en cuyo escaparate se podían ver coches de lujo de Ferrari y Maserati, y Sebas y Jesús no dudaron en acercarse a verlos, pero yo, como no me llaman la atención, me quedé sentado esperándoles con las maletas. Bajamos Via Pinciana hasta Piazzale Brasile, donde nos topamos con la Porta Pinciana, otro resto más de la antigua Muralla Aureliana, aunque esta parte daba la impresión de estar mejor conservada.
Atravesamos la Porta Pinciana, punto en el que empieza la Via Vittorio Veneto, una de las calles más glamurosas y caras de Roma, debido en gran parte a la presencia de numerosas cafeterías y hoteles que frecuentaban las celebridades a mediados del siglo pasado. En vez de seguir por esta calle, tiramos cuesta abajo por la Via Porta Pinciana, pasando por edificios y hoteles que reafirmaban que en esa zona no era especialmente barato vivir.
12:40
La siguiente parada de nuestra ruta era la Iglesia di Trinità dei Monti, fácilmente reconocible por los dos campanarios de su fachada. El interior no era tan grande como la mayoría de las iglesias en la que habíamos estado, lo cual no quería decir que fuese menos importante. La nave central era de estilo gótico, con bóvedas de crucería que se extendían por todo el largo del templo hasta el altar, presidido por una serie de columnas coronada por dos ángeles y una cruz.
Casi todas las capillas laterales se caracterizaban por estar adornadas con cuadros y frescos de gran factura, con escenas como la Ascensión de la Virgen, la Flagelación de Cristo, la Anunciación y la Deposición, esta última considerada una de las obras maestras del estilo manierista; por el contrario, la primera capilla de la izquierda contenía un grupo escultórico en mármol escenificando el momento en el que Cristo ya ha sido bajado de la cruz y es dejado en los brazos de la Virgen.
Salimos a la pequeña plaza que hay delante de la iglesia y en la que encontramos el que todavía no sería el último obelisco de Roma, a pesar de las pocas horas que ya nos restaban en la capital italiana. Nos asomamos a la barandilla de la plaza y a nuestros pies se extendía la escalinata que une la iglesia con la Piazza di Spagna, que estaba rebosante de gente. Volvimos a la Via Sistina para enfilar ya el final de la mañana y, por consiguiente, de nuestra visita a Roma. En unos diez minutos, alcanzamos la Piazza Barberini, con la Fontana del Tritone como elemento más destacable.
En esa misma plaza, en una esquina, vimos un sitio de sandwiches y bocadillos que parecía bastante atractivo por la pinta que tenían y por lo precios, pero, después de los chascos que nos llevamos los días anteriores con el tema de la comida, preferimos asegurarnos de que no había truco, y realmente lo había, porque, en el caso de los sandwiches, en el escaparate aparecían cubiertos por encima con una servilleta dejando solamente a la vista el corte diagonal, y, claro, parecía más grande de lo que finalmente era. En resumen, que era un timo y el precio no se merecía la poca cantidad que nos íbamos a comer.
Seguimos avanzando unos metros hasta pasar por la puerta del Palazzo Barberini, que dejaba ver el edificio, sede de la Galería Nacional de Arte Antiguo, y el jardín que hay en la entrada. En dos minutos, llegamos a un cruce de calles en el cada esquina contiene una estatua sobre una pileta; de hecho, se les conoce como las Quattro Fontane y representan al Tíber (símbolo de Roma), el Arno (símbolo de Florencia), Diana y Giunone (símbolos de la fidelidad y de la fortaleza). En una de las esquinas, estaba también la Iglesia di San Carlo alle Quattro Fontane, de estilo barroco.
Mientras caminábamos, nos íbamos fijando en posibles sitios para almorzar, pero ninguno nos convencía; entonces, recordé que cerca de Termini había un Pastarito Pizzarito, que, aunque nos iba a salir un poquito más caro de lo que teníamos pensado gastarnos, era una apuesta segura teniendo en cuenta lo bien que comimos las otras dos veces, así que decidimos ir allí. Tiramos por la Via Nazionale hasta desembocar en la Piazza della Repubblica, de forma semicircular; en ella, destacaban la Fontana delle Naiadi haciendo de rotonda en el centro y la Basílica di Santa Maria degli Angeli e dei Martiri.
13:40
Andando unos pocos metros más, vimos ya la estación de Termini. Todavía nos quedaba por visitar las Termas de Diocleziano, pero Sebas y Jesús ya no tenían ganas de cruzar hasta la acera de enfrente, así que fui yo solo mientras ellos me esperaban sentados por allí cerca. Primero, pasé por un pequeño parque con el enésimo y, ya sí, último obelisco de Roma que encontraría. Seguidamente, fui a la zona de las Termas, aunque sólo estuve en el jardín de la entrada, donde se exponían restos romanos como columnas, estatuas, vasijas, etc.
Volví al sitio en el que me estaban esperando mis amigos para ir a comer. Cogimos por la Piazza dei Cinquecento, la Via Giovanni Giolitti y la Via Gioberti, donde estaba el Pastarito Pizzarito que yo decía. Cuando nos sentamos, sentimos un alivio en nuestros pies que buena falta nos hacía después de haber recorrido Roma de punta a punta. Nos pedimos un plato para cada uno y una botella grande de agua para los tres; yo me pedí un plato de fusilli alla bolognese que estaba increíblemente delicioso, sin duda, la mejor pasta boloñesa que me he comido en mi vida, al dente, justo en su punto de cocción. Y una cantidad considerable, lo suficiente como para quedarme lleno y más que satisfecho.
No teníamos prisa ninguna, ya que teníamos tiempo de sobra antes de que despegase nuestro avión, a las seis y media de la tarde, por lo que nos quedamos allí sentados un rato, hasta casi las tres, hora a la que nos pusimos de nuevo en pie para coger el metro hasta Anagnina. Podíamos entrar en Termini para ello, pero cuando llegamos a Roma vimos que era muy lioso, así que no nos complicamos la vida y nos metimos por una de las bocanas de la Piazza dei Cinquecento. Antes de bajar las escaleras, le eché un último vistazo a Roma. ¡Hasta la próxima!
Compramos el ticket y en seguida vino un convoy, en el que nos montamos. Afortunadamente, había sitios libres para sentarnos y dar un nuevo respiro a nuestros pies durante los quince o veinte minutos del trayecto. Una vez en la estación de Anagnina, preguntamos dónde se cogía el autobús para el aeropuerto de Ciampino y nos dirigimos al lugar que nos indicaron, donde no había casi nadie, por lo que tenía pinta de que acababa de salir uno recientemente; de hecho, tuvimos que esperar unos veinte minutos a que llegase otro. Como no encontramos ninguna máquina donde adquirir el billete, se lo compramos directamente al chófer.
Tardamos un poco en salir debido a que el autobús se llenó de gente, e íbamos un poco apretujados con todas las maletas, aunque, al menos, estábamos sentados. Poco después de las cuatro de la tarde, nos bajamos en el aeropuerto de Ciampino, más de dos horas antes de que saliese nuestro avión, así que hicimos un poco de tiempo en la terminal. Lo primero que hicimos fue buscar unos asientos para descansar un rato, y aprovechamos también para ir al baño y refrescarnos.
Luego, nos acercamos al control de seguridad, donde pasamos sin ningún tipo de problema, excepto Jesús, que llevaba en su maleta el bote de champú que habíamos comprado el viernes por la tarde; los vigilantes detectaron por el escáner que su capacidad sobrepasaba el límite permitido, por lo que tuvo que dejarlo allí. Miramos en el panel de vuelos la puerta de embarque correspondiente al nuestro y nos fuimos para allá, al final de la terminal.
16:45
Toda la sala de espera estaba llena y no tuvimos más remedio que aguantar de pie apoyados al ventanal que daba al exterior; al menos, nos entretuvimos viendo cómo, cada dos por tres, a lo lejos empezaba a brillar un punto que se iba acercando más y más hasta que se distinguía la silueta de un avión dispuesto a aterrizar en la pista. Por suerte, se quedaron unos sitios libres para sentarnos a esperar a embarcar.
Sobre las cinco y media, vimos a dos chicas de unos veintitantos años que corrían desesperadas y parándose en cada mostrador de embarque de Easyjet suplicando en francés que avisasen a su avión para que parase y les dejasen subir, pero era imposible; cuando nosotros llegamos a la sala de espera, estas dos chicas ya estaban allí, y la puerta de embarque del vuelo a Lyon, a donde estoy casi seguro de que iban, también estaba ya abierta, por lo que el despiste les salió caro. Es más, justo cuando les dijeron que no podían hacer nada por ellas, despegaba un avión de Easyjet... Parece de película, pero es la cruda realidad.
La gente, sin previo aviso, empezó a hacer cola en nuestro mostrador, así que nosotros también nos pusimos a esperar de pie para no quedarnos de los últimos. A las seis, abrieron la puerta de embarque; yo llevaba, aparte de la maleta, la mochila de la cámara colgada al hombro, y, en teoría, no deberían dejarme pasar, pero no hubo ningún problema, y, si los hubiera habido, hubiera puesto como excusa que todas las mujeres estaban pasando con un bolso además del equipaje de cabina. Nos montamos en el autobús que nos transportaría hasta el avión y me quedé cerca de la puerta para salir el primero y coger los asientos más espaciosos, concretamente en el lado izquierdo para poder ver ponerse el sol.
Ya sentados, una azafata se me acercó y me dijo que la cámara tenía que guardarla junto con la maleta en el compartimento superior; le intentamos convencer preguntándole si la podríamos sacar después del despegue, pero no hubo manera. A la hora prevista, a las siete menos veinticinco, el avión enfiló la pista y partió con destino Bérgamo. A los pocos minutos de despegar, nos dimos cuenta de que los pasajeros del lado derecho del avión no dejaban de asomarse por sus ventanillas; deduje entonces que era porque desde ese lado se podía ver Roma. Hubiera sido un gran colofón al viaje divisar desde lo alto los monumentos y sitios que habíamos visitado estos días: el Coliseo, el Foro Romano, Piazza Venezia, la Fontana di Trevi, la Piazza di Spagna, el Panteón, la Piazza Navona, el Vaticano... Me tuve que conformar con ver los islotes de la costa oeste de Italia y, muy al fondo, la isla de Córcega.
Pasadas las siete de la tarde, el piloto avisó de que, en breves instantes, llegaríamos al aeropuerto de Orio al Serio. No me lo podía creer. El avión estaba previsto que aterrizara a las ocho menos veinte, pero lo hizo sólo tres cuartos de hora después de despegar. Cuando empezamos a bajar por la escalerilla, me llamó Jose para preguntarme si había llegado ya y un sitio en el que quedar para reunirnos; como él y Miguel ya estaban en Bérgamo, le dije que me esperasen sobre las ocho en la estación de trenes.
Salimos al exterior del aeropuerto, donde están las paradas de los autobuses, y el que llevaba a Milán estaba a punto de salir, así que Jesús y Sebas se despidieron rápidamente de mí para no perderlo. Yo, por mi parte, fui a sacarme un billete a la parada del autobús que lleva a Bérgamo, que vino en seguida.
20:00
En unos veinte minutos, estaba ya en la estación de trenes de Bérgamo, donde me estaban esperando Jose y Miguel. Lo primero que hicimos fue mirar a qué hora salía el último autobús para el aeropuerto; según habíamos consultado en Internet antes del viaje, era sobre las once de la noche, y así fue. Ahora, teníamos que buscar un sitio en el que cenar; lo ideal hubiera sido repetir en la panadería 'Il Fornaio' a la que fuimos el miércoles a comer, pero un domingo por la noche era bastante improbable que estuviese abierto, así que empezamos a andar por la avenida principal de Bérgamo, el Viale Papa Giovanni XXIII, a ver si encontrábamos algo decente.
Mientras caminábamos, les pregunté qué tal les había ido en Milán, y, la verdad, es que no empezó del todo bien, ya que el vuelo Roma-Bérgamo que ellos cogieron salió con mucho retraso, unas dos horas, por lo que, entre que aterrizaron tarde y que luego tenían que coger un tren hasta Milán, llegaron al hotel sobre las cinco, sin haber almorzado siquiera. Por la noche, estuvieron en la Piazza del Duomo, en la Galleria Vittorio Emanuele II, en la tienda de Ferrari, etc.
A la mañana siguiente, entraron en el Duomo, donde se estaba oficiando una misa; a continuación, fueron al Castello Sforzesco y al Parco Sempione, y, desde allí, cogieron el metro hasta el estadio San Siro. Después de comer, pillaron el primer tren a Bérgamo en la Stazione Centrale de Milán para reunirse conmigo. Me contaron varias anécdotas que les habían pasado y de las que grabaron varios vídeos que después me enseñarían.
Volviendo al presente. Casi todo estaba cerrado, pero vimos un sitio de kebabs que no tenía mala pinta. Sin embargo, unos metros más adelante, nos topamos con una especie de feria gastronómica que cortaba la avenida principal por la Via Sentierone. Había un montón de puestos y tenderetes de varios países, cada uno de los cuales con sus platos más típicos; estaba lleno de gente, lo cual fue algo incómodo para nosotros, que llevábamos nuestras maletas en forma de carrito.
Nos recorrimos todos los puestos para ver los precios y elegir lo que más nos gustase. Menos pasta y pizza, lo típico de Italia, había prácticamente de todo. Los que más abundaban eran los alemanes y austríacos, y, finalmente, nos quedamos en uno de ellos, en el que pedimos un bocadillo de salchicha blanca por tres euros creo recordar, que no estaba nada mal. Uno de los tenderetes era español, decorado en tonos rojos y con varias banderas, mientras que los que te atendían iban ataviados con una camiseta con el toro de Osborne impreso. Como no podía ser de otra forma, el plato que ofrecían era paella. Mis padres me llamaron para recordarme que no me quedase dormido después en el aeropuerto y para preguntarme si me tenían que recoger a la mañana siguiente en Málaga, pero les dije que no hacía falta porque Jose ya había quedado con su padre para ello.
Para el postre teníamos múltiples opciones: chucherías de Haribo, frutos secos, buñuelos y bollería de todo tipo, que era de lo que más había. Los donuts rellenos de chocolate tenían muy buena pinta, así que me compré uno; fui a darle el primer bocado y... ¡estaba duro! Lo que era el bollo costaba un poco morderlo y el chocolate no era nada cremoso. Una decepción, al igual que lo que se pidieron Miguel y Jose, que no recuerdo lo que era, pero que tampoco les hizo mucha gracia. Hicimos un poco de tiempo por allí, viendo cómo poco a poco algunos puestos empezaban a recoger todo, más que nada porque la afluencia iba bajando por la hora que era, más de las diez de la noche.
Tras beber agua en una fuente que encontramos en el cruce de la avenida principal con la hilera de tenderetes, volvimos a la estación de trenes a comprar nuestro billete y a esperar a que viniese el autobús. Sobre las once y cuarto, partimos en dirección al aeropuerto, donde llegamos a y media. A Jose y Miguel les apetecía tomar un café, así que fuimos a una de las cafeterías de la terminal, la única que estaba abierta.
Lunes, 12 de octubre de 2009
0:00
En los paneles informativos, ya se anunciaban los vuelos de la mañana siguiente, entre los que se encontraba el nuestro, el segundo de toda la lista. Ahora, tocaba buscar algún asiento para poder dormir mientras estaba cerrado el acceso al control de pasajeros. La terminal estaba bastante llena, prácticamente estaban todos los bancos ocupados; vimos unos asientos libres, pero seguimos andando porque todavía quedaba un poco más de pasillo por recorrer. En la sala del final, apenas había unos asientos donde la gente ya estaba durmiendo, así retrocedimos en busca de los que habíamos visto vacíos.
¡Habían desaparecido! En menos de un minuto, nos habían cogido la delantera y nos habían arrebatado los únicos sitios libres. Sí, lo sé, uno de nosotros debería haberse quedado guardándolos, pero no pensábamos que los iban a ocupar tan rápido. Ante esa situación, no tuvimos más remedio que regresar a la sala del final y dormir en el suelo; abrí mi maleta y cogí una camiseta y un pantalón corto para usarlos como almohada.
La última vez que viajé, también tenía que coger un avión a primera hora de la mañana, y me puse un par de alarmas en el móvil por si me quedaba dormido, como así fue, pero no me enteré; menos mal que estaba en el piso de Milán de Leti y David y me despertaron, porque, si no, no hubiera llegado a tiempo al aeropuerto. En esta ocasión, ya estaba allí, pero, aún así, me puse seis o siete alarmas a intervalos de cinco minutos; de todas formas, les pedí a Miguel y Jose que, en cuanto me viesen durmiendo, me despertasen.
Pues bien, a los pocos segundos de pronunciar esas palabras, me quedé frito y empecé a roncar. No es que yo me diera cuenta, si no que me lo dijeron ellos cuando me desperté yo solo a la media hora más o menos, y no me extrañaba nada, porque estaba bastante cansado de todo el viaje. Poco minutos después, pasada la una de la madrugada, se nos acercaron unos operarios del aeropuerto que nos obligaron, tanto a nosotros como a las ocho o diez personas que estábamos allí, a desalojar esa zona, ya que iban a limpiarla.
Nos tuvimos que ir a la parte en la que se encontraba todo el mundo durmiendo, ya fuera en los bancos o en el suelo; nosotros nos tumbamos en uno de los pocos huecos que había pegados a la pared para poder apoyarnos si preferíamos estar sentados. De nuevo, me acomodé mi particular almohada y me eché una cabezada. La noche se hizo un poco larga, ya que, aunque estaba menos incómodo en el suelo de lo que pensaba, no dormía más de treinta o cuarenta minutos seguidos cada vez; entre medias, charlaba un poco con mis amigos, me cambiaba de postura, me sentaba, me tumbaba...
A partir de la cuatro, harto ya del suelo y con las piernas algo dormidas, me levanté y me puse a pasear por la terminal de punta a punta, que no era mucho la verdad; apenas se oía nada, salvo alguno que otro roncando. Mientras iba de un lado para otro, algunas cafeterías empezaban a subir sus persianas para atender a los que tenían ganas de tomar algo; yo, aunque algunos dulces que había entraban bastante por los ojos, no me compré nada porque los precios eran muy caros.
5:00
En uno de mis paseos por la terminal, mientras sonaban ya algunas de las alarmas del móvil que había programado, vi que el acceso al control de pasajeros lo estaban abriendo, por lo que fui en busca de Miguel y Jose para avisarles y coger mi maleta. Tras pasar por el arco de seguridad, consultamos en el panel de vuelos la puerta de embarque del nuestro para dirigirnos allí, y resulta que estaba al final del todo.
La sala de espera ya estaba llena, así que, de nuevo, nos tuvimos que sentar en el suelo. Como todavía quedaba una hora para que el avión despegara y no convenía quedarse dormido, saqué la cámara y me puse a ver las fotos del viaje, además de enseñarle a Jose las que hice el sábado y el domingo, ya que esos días ya no estuvo en Roma conmigo. De repente, la gente comenzó a levantarse y a dejar alguna de sus maletas delante del mostrador de embarque como si estuvieran haciendo cola; nosotros no fuimos menos, y Jose se levantó y dejó la suya.
A las seis menos cuarto, llegó una azafata de Ryanair para empezar a embarcar; se habían formado dos colas debido en gran parte a que la sala de espera era un poco pequeña y a que cada uno se ponía donde la daba la gana. Al igual que me ocurrió la tarde anterior para venir a Bérgamo, no me pusieron ninguna objeción para pasar con dos bultos. Subimos al autobús que nos llevaría hasta el avión, pero nos quedamos al lado de la puerta para ser de los primeros en salir; casi todos hicieron lo mismo y, claro, llegó un momento en el que estaba totalmente aprisionado. En esto, un matrimonio intentaba subir con un carrito de bebé, pero era imposible; yo decidí salir del autobús para hacerles un poco de hueco, y, claro, la gente no se movía y me resbalé al bajar, dándole sin querer con el codo a la cabeza del bebé, que iba en brazos de su madre. Y empezó a llorar y llorar. Me disculpé con gestos porque no sabía qué idioma hablaban, aunque creo que entendieron que no era mi intención golpear al niño.
Volví a estar rápido a la hora de subir al avión para coger los asientos de las salidas de emergencia, que son bastante más anchos que el resto, y elegí los del lado izquierdo para poder ver el amanecer y hacer fotos. No entiendo por qué los demás pasajeros no hacían lo mismo que nosotros, porque, a pesar de que muchos pasaron por al lado de estos asientos, tres o cuatro se quedaron vacíos todo el vuelo. El avión se puso en marcha otra vez puntualmente y a las seis y cuarto de la mañana despegamos rumbo a Málaga.
Todavía era de noche cuando salimos, y así se mantuvo hasta las siete, cuando el cielo comenzó a clarearse muy poco a poco. Al cuarto de hora, ya se apreciaba una gran franja anaranjada en el horizonte, entre un mar de nubes y un cielo que se iba tiñendo gradualmente de color azul; a las ocho menos diez, el sol empezó a salir por entre las nubes, sin todavía llegar a deslumbrar la vista. Jose y Miguel estuvieron casi todo el vuelo durmiendo, mientras que yo pegué alguna que otra cabezada de unos pocos minutos. Por su parte, las azafatas, al igual que en los tres vuelos que había cogido estos días, no dejaron de ofrecer y vender productos a los pasajeros.
Poco después de las ocho, me pareció reconocer las cumbres de Sierra Nevada, aunque no tenían nieve aún, y creo que no me equivoqué, porque el piloto anunció que, en unos minutos, aterrizaríamos en el aeropuerto de Málaga. Increíble. ¡Llegamos con más de media hora de antelación sobre la hora prevista! A las ocho y veinticinco, el avión tomó tierra, aunque de una forma algo brusca. Pasamos por el túnel al que se unió el avión para ir a la terminal, que recibía a los pasajeros con una galería decorada con fotos e imágenes de Málaga: la playa, la Catedral, los espetos de sardinas, la Semana Santa, las vistas desde Gibralfaro, los verdiales, etc.
En la terminal de llegadas, a pesar de que el vuelo se había adelantado bastante, ya nos estaba esperando el padre de Jose. Fuimos al aparcamiento en busca de su coche para dejarme primero a mí en mi casa y luego a Miguel en la suya. El viaje ya había terminado. Atrás quedaron numerosas anécdotas (el váter y la bañera del hostal, las fotos que me mandó borrar el carabinieri, las chicas que perdieron el avión...), deliciosos platos de pasta y pizza y otros no tanto, una docena de obeliscos, cerca de cien kilómetros andados (Pepe, Sebas, Jesús y yo; Miguel y Jose, como se fueron a Milán, sólo algo más de la mitad), casi 1.600 fotografías y un largo etcétera, pero, sobre todo, cinco días para el recuerdo.
Nota: al igual que con el último viaje, pido disculpas por haber tardado tanto tiempo en contaros los días que pasé en Roma, pero, como habéis visto, había mucho que contar. Y, para no perder la costumbre, termino de escribir las últimas palabras de un viaje y me embarco en otro, ya que el jueves cojo el AVE con destino a Madrid para visitar unos días a mi amigo Pepe, que está estudiando allí y éste es ya su último año, así que no me quedaba otra oportunidad. Esto quiere decir que, a la vuelta de mi viaje, me pondré de nuevo manos a la obra para relataros mi paso por Madrid. ¡Hasta luego!
5 comentarios:
Como para no haber tardado en realizar la crónica... si lo has descrito, como siempre, todo al detalle.
Veo que la último día fue más incómodo por ir cargado, por el cansancio acumulado, y el tener que haber pasado la noche en el aeropuerto.
Pero con el buen plan que hiciste, seguro que os cundió mucho.
Gracias por el enlace. puedes coger todo lo que te apetezca, para eso lo pongo.
En cuanto al viaje, por lo que he leído os lo pasasteis muy bien, y encima en Roma, que envidia!!!!
Gracias y saludos.
Andrés: en los días que estuvimos en Roma, dudo que alguien hubiera visto más cosas que nosotros. Estaba todo muy bien estudiado.
Ahora acabo de llegar de Madrid, ya mismo empezaré a contar detalladamente mi periplo por la capital :D
Elreves: estuvo muy bien el viaje, además Roma tiene infinidad de cosas que ver y descubrir. Si no has estado allí, te recomiendo encarecidamente que vayas ;)
Gracias por vuestros comentarios ;)
Aun me duelen las piernas de todo lo que andamos! ¿Terminaste de contar todos los kilometros? Es que solo 100 me parecen poco :P
Ciao!
No he contado todavía lo que andamos el sábado y el domingo, pero creo que, a ojo, entre todos los días, andamos cerca de 100 km. Algún día que esté aburrido haré el recuento final ;)
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