El ser humano siempre ha tenido la
necesidad de contar. Al principio, cuando apenas había empezado a caminar erguido, tenía que contar el número de animales que debía cazar para alimentar a su clan o tribu; más tarde, el número de hombres que había que enviar a una guerra para batallar contra el enemigo; y ahora, los euros que nos faltan para llegar a fin de mes. Ya sea para una cosa o para otra, a la hora de contar siempre utilizamos unos símbolos denominados
números, pero éstos no siempre han sido los que conocemos en la actualidad, sino que han ido evolucionando con el paso de los años. Lo mismo ha ocurrido con los
sistemas de numeración, es decir, las formas de contar y de representar dichos símbolos para poder transmitirlos a los demás. Narrar esta
larga historia daría para escribir un libro bastante gordo, pero yo voy a intentar resumirla en una
serie de entradas que da comienzo con ésta.
En los albores de la humanidad no existían los números, pero aún así había que contar. Los habitantes de la Prehistoria comenzaban a reunirse en familias y tribus, por lo que, de una forma u otra, tuvieron que idear maneras de representar cantidades para hacer trueques con los poblados vecinos o simplemente para llevar la cuenta de los hijos que tenían. Mirad vuestras
manos: son la
primera herramienta que usó el hombre para contar. De cinco en cinco, de diez en diez, de doce en doce... ¿Cómo has dicho? ¿De doce en doce? Pues sí. El cinco y el diez son más que evidentes, pues son los dedos que tenemos en una y en las dos manos, respectivamente, pero el doce está sutilmente escondido. ¿Dónde? En las falanges de los dedos índice, corazón, anular y meñique. Con el pulgar de la misma mano puedes contar señalando las tres falanges de cada dedo, que sumarían doce en total.
Así pues, cuando los habitantes de los poblados intercambiaban peces, frutas y otros productos, simplemente tendrían que indicar con sus dedos la cantidad que querían: tres manos y dos dedos, cinco grupos de doce, etc. Esto lo harían así o también a través de las marcas que dejaban en algunos objetos, tales como piedras o trozos de madera.
El problema surgió cuando las cantidades que tenían que manejar ya eran relativamente grandes. Imaginad cómo se las tuvieron que apañar para contar los granos de trigo que habían cosechado, el número de cabras que tenían en el rebaño o llevar el recuento de los habitantes del poblado cuando éste crecía cada vez más y más. La única solución consistía en inventar un conjunto de símbolos que representaran cantidades fijas y un método para construir cantidades grandes a partir de dichos símbolos, es decir, tuvieron que
crear los sistemas de numeración.
Las grandes civilizaciones de la historia han sido las que nos han legado sus formas de contar y representar los números.
El primer sistema de numeración del que se tiene constancia es el que idearon los babilonios en el año 1800 a. C., aproximadamente. Dicho sistema se componía únicamente de
dos símbolos (un clavo, que representaba una unidad, y una cuña, que representaba diez unidades), y utilizaba una
notación posicional, esto es, que el valor de un dígito dependía tanto del valor del símbolo como de la posición que ocupaba. A pesar de que la cuña simbolizaba nuestro 10, en realidad los babilonios usaban la
base 60, puesto que los números del 1 al 59 eran representados de forma aditiva; por ejemplo, dos cuñas y siete clavos serían el número 27. Para números mayores o iguales que 60, añadían nuevas posiciones para representar las distintas potencias de la base, es decir, una cuña y tres clavos seguidos de cinco cuñas y dos clavos serían el número 832 (13*60 + 52).
Estos números han llegado hasta nosotros a través de las
tablillas de arcilla en las que grababan dichos símbolos antes de dejarlas a secar, lo que se conoce como
escritura cuneiforme. ¿Por qué este sistema de numeración tenía como base el 60? No está del todo confirmado, pero todo apunta a que dicho número es el resultado de contar las doce falanges de una mano, tal y como os expliqué antes, y usar los dedos de la otra mano para saber cuántas docenas llevamos contadas, es decir, 12*5; por otra parte, lo bueno del 60 es que tiene muchos divisores, lo cual facilitaba el manejo de las fracciones. Este sistema, como es obvio, tenía varios inconvenientes, empezando por el cero, que no tenía representación alguna, y siguiendo, por consiguiente, con lo engorroso y lo ambiguo que era leer los números. Suponed por un momento que en una tablilla veis grabados dos clavos, cuatro cuñas y nueve clavos. ¿Qué número es? ¿2*3.600 + 40*60 + 9 = 9.609? ¿O quizás 2*60 + 49 = 169?
Está claro que la ausencia del cero supone un grave problema, pero aún así hemos podido analizar las pocas tablillas que se conservan hoy día y descubrir que
los babilonios ya conocían las ternas pitagóricas mucho antes de que el propio Pitágoras demostrase el teorema que lleva su nombre. La tablilla que aparece en la imagen es conocida como
Plimpton 322, y en ella es donde aparecen algunas de estas ternas, aunque en realidad no especificaban las medidas de los catetos y de la hipotenusa de un triángulo rectángulo, sino uno de los dos catetos, la hipotenusa y el cuadrado de la secante del ángulo que forman la hipotenusa y el otro cateto. Este último número se representaba con una parte entera y otra a base de
fracciones, lo cual quiere decir que los babilonios eran muy precisos a la hora de construir triángulos rectángulos; de hecho, se ha comprobado que los resultados son correctos hasta los primeros ocho o diez decimales.
Los egipcios también tenían su propia manera de representar los números, y, casualmente, también conocían las ternas pitagóricas, pero de esto hablaremos más tarde.
El sistema de numeración del Antiguo Egipto supuso una primera aproximación al sistema de numeración decimal que actualmente utilizamos, puesto que
los símbolos o jeroglíficos de los que constaba
representaban las sucesivas potencias de diez. El símbolo de la unidad era un bastón, mientras que las decenas eran representadas con una especie de asa o herradura; las centenas se representaban con una espiral, y los millares, con una flor; los símbolos de las decenas y las centenas de millar eran un dedo y un renacuajo, respectivamente; por último, para representar los millones dibujaban a un hombre arrodillado y con los brazos en alto. El cero, una vez más, seguía sin tener su particular jeroglífico, aunque más tarde fue inventado uno que apenas fue utilizado.
¿Qué es lo que hacían para representar un determinado número? Pues escribían cada símbolo tantas veces como hiciera falta, tal y como indicarían sus correspondientes cifras en el sistema decimal, de tal forma que bastaba con sumar los valores de los símbolos empleados para saber la cantidad en cuestión, es decir, que
el sistema era aditivo. Por ejemplo, para escribir el número 3.962.874 dibujaban tres hombres arrodillados, nueve renacuajos, seis dedos, dos flores, ocho espirales, siete asas y cuatro bastones; en la imagen inferior, podemos ver un bajorrelieve egipcio en el que aparecen unos jeroglíficos que representan el número 1.333.331.
Al igual que ocurría con el sistema de los babilonios, eran necesarios muchos símbolos para escribir un número, lo cual era muy ineficiente, por lo que no era muy utilizado a diario salvo para realizar inscripciones y grabados en los templos del imperio. Para agilizar la escritura de los números y aplicarlos en tareas administrativas,
los escribas egipcios idearon un nuevo conjunto de símbolos basado en la notación hierática. Dicha notación tenía símbolos diferentes para los números del uno al nueve, para las nueve decenas, para las nueve centenas y para las nueve unidades de millar. De esta forma, se reducía notablemente el tamaño de los números representados, pero, por contra, obligaba a memorizar muchos más símbolos. El Papiro Rhind (conocido también como de Ahmes) y el Papiro de Moscú son dos de los documentos egipcios más conocidos, puesto que en ellos se resuelven numerosos problemas matemáticos utilizando los signos hieráticos.
Volviendo a la escritura jeroglífica, los egipcios también
sabían manejar y representar fracciones, y la verdad es que lo hacían de una forma muy curiosa. Tenían dos reglas básicas: cualquier fracción se escribía como suma de fracciones con numerador igual a uno (salvo alguna excepción), y en dicha suma no se podía repetir ninguna fracción. ¿Qué implicaba esto? Pues que la representación de 2/5 era la suma de 1/3 y de 1/15. Sí, se complicaban un poco la vida, pero esto demuestra que los egipcios tenían bastante soltura a la hora de operar con las fracciones. ¿Y cómo las representaban? Para indicar que el número era fraccionario dibujaban una especie de óvalo o semilla encima de la correspondiente representación jeroglífica del denominador; por ejemplo, dos asas y cuatro bastones debajo de un óvalo simbolizaban la fracción 1/24.
Además de estas fracciones, los egipcios utilizaban otras destinadas a las mediciones agrarias de superficie y de volumen, las cuales se obtienen del conocido como
Ojo de Horus, y representan las sucesivas potencias de la fracción 1/2, tal y como se puede observar en la imagen; de esta forma, cada fracción está asociada a una parte de este ojo. El Ojo de Horus cuenta con su propia leyenda, pero no voy a terminar con ella. Cuando empecé a hablar de la numeración egipcia, dije que esta civilización también sabía de la existencia de las ternas pitagóricas; concretamente,
utilizaban la terna 3-4-5 para trazar ángulos rectos con total precisión. ¿Qué es lo que hacían? Cogían una cuerda con doce nudos equidistantes y formaban un triángulo equilátero de dichos lados para usarlo como si fuera una escuadra. Gracias a este sencillo pero ingenioso artilugio, los egipcios pudieron construir sus famosas pirámides. Y todo esto unos 1.500 años antes de que Pitágoras demostrara formalmente su teorema...
En la próxima entrega de esta serie de entradas, seguiremos avanzando en la apasionante historia de los números y sus representaciones.
Nota: este post forma parte del
Carnaval de Matemáticas, que en esta vigesimoprimera edición, también denominada 3.1, está organizado por
Rafael Granero Belinchón a través de su blog
Scientia potentia est.