Nos levantamos bien temprano para afrontar una jornada muy intensa, puesto que teníamos planeado visitar Santillana del Mar, Comillas y San Vicente de la Barquera, para luego volver a Torrelavega y pasar allí el resto del día. Poco antes de las nueve, una vez duchados y arreglados, bajamos a la cafetería del hotel para desayunar, en mi caso un par de tostadas (más gruesas de lo habitual) con mantequilla, un sobao pasiego, una napolitana de chocolate y un tazón de leche con Colacao. Subimos de nuevo a la habitación para coger mi mochila de la cámara de fotos y los paraguas, ya que estaba lloviendo y el pronóstico para el resto del día no era del todo bueno.
Me quedé prendado desde el primer momento en que puse los pies en sus calles adoquinadas, relucientes por la reciente lluvia, y me vi rodeado de sus construcciones de piedra, muchas de ellas palacios muy bien conservados, y es que estar paseando por allí fue como retroceder doscientos o trescientos años en el tiempo. Avanzamos por la calle principal, repleta de balcones adornados con macetas llenas de flores y de tiendas en las que se venden productos típicos cántabros (sobaos, quesos, anchoas...), donde se encuentran, entre otras, la
Torre de los Velarde y las
Casas de los Quevedo y Cossío, hasta llegar a la plaza presidida por la
Colegiata de Santa Juliana, el monumento más importante de la villa; sin embargo, antes de visitarla, seguimos un poco más hasta la plaza de las Arenas para ver el
Palacio de Velarde.
Tras hacernos unas fotos junto a la portada del templo, entramos en la
colegiata, previo pago de 3 € por cabeza. Nada más entrar, nos topamos con la capilla de Polanco y con el claustro, pero primero nos dirigimos al templo propiamente dicho. Tal y como ya había advertido en el exterior, el estilo era claramente románico, con predominio del arco de medio punto y bóvedas de cañón, aunque también aprecié alguna bóveda de crucería más propia del gótico. Del interior, cabría destacar el órgano, el altar mayor y el sepulcro de Santa Juliana, así como algunas capillas. Seguidamente, volvimos al
claustro, probablemente lo mejor de la colegiata, pues combina la sencillez de estos espacios con la complejidad y diversidad de sus arcos y capiteles, todos ellos diferentes y con motivos vegetales, animales y antropomorfos.
Ya fuera de la colegiata, recorrimos en sentido inverso la calle principal del pueblo, transitada principalmente por turistas que iban de un lado para otro, aunque a más o menos por la mitad nos desviamos por una bocacalle que desemboca en la
Plaza Mayor. Nada más llegar, sentimos caer unos cuantos goterones que inmediatamente se convirtieron en
un considerable aguacero que
nos obligó a guarecernos en el soportal del edificio del Ayuntamiento, desde donde pude ver la
Torre de Don Borja y la
Torre del Merino. Allí permanecimos unos diez minutos hasta que escampó, tras lo cual seguimos por otra de las calles de Santillana del Mar teniendo cuidado de no resbalarnos con el agua caída y el suelo empedrado, pero, a pesar del cuidado que tuvimos,
mi madre hizo un mal gesto con el pie y rompió uno de sus zapatos. Menos mal que en el coche tenía unos de repuesto, así que fue a por ellos para que no caminase descalza.
11:45
Nos pusimos de nuevo en carretera para ir a Comillas, adonde llegamos sobre las doce y cuarto después de dar algunas vueltas buscando sitio. Finalmente aparcamos junto al
cementerio, construido sobre los restos de una antigua iglesia, y el cual visitamos para ver la escultura de
El Ángel Exterminador que se alza sobre él. De allí nos fuimos hasta el
parque Güell y Martos, una colina presidida por el imponente
Monumento al Marqués de Comillas y en la que también destaca el llamativo
Palacio de los Duques de Almodóvar del Río, de un evidente estilo inglés y que, salvando las distancias, guarda cierta similitud con el Palacio de la Magdalena de Santander, pero más pequeño.
A continuación, bajamos al casco histórico pasando por delante de la
estatua del Sagrado Corazón de Jesús y desembocando en la plaza de la Constitución, lugar donde se encuentra el
antiguo Ayuntamiento de Comillas, así como la
iglesia de San Cristóbal, en la cual entramos. El interior del templo era bastante espacioso, con bóvedas de crucería a pesar de ser una construcción barroca, y con varias imágenes de procesión, entre ellas la del Cristo del Amparo, patrono del pueblo; por su parte, del exterior cabría destacar su alta torre campanario. Seguidamente nos acercamos a la plaza en la que se halla el
Ayuntamiento, la
fuente de los Tres Caños y la
Casa Ocejo, que es donde el rey Alfonso XII veraneaba en Comillas.
De allí, nos fuimos a ver
El Capricho de Gaudí, un edificio modernista del famoso arquitecto catalán, pero había mucha cola para entrar, así que descartamos esta visita; al menos pudimos contemplar este singular y colorido edificio desde el sendero de los
Jardines del Palacio de Sobrellano, el siguiente lugar al que fuimos. Justo a continuación, después de traspasar un gran arco de piedra, nos topamos con la
Capilla Panteón y el
Palacio de Sobrellano, ambos de estilo neogótico y de aspecto imponente, y cuyas visitas también suprimimos, puesto que ya se iba acercando la hora de comer. Desde el mirador situado delante del palacio, pudimos divisar la antigua
Universidad Pontificia de Comillas, así como el núcleo principal del pueblo, adonde volvimos tras hacernos algunas fotos.
Nos decantamos por la
taberna Trescaños para el almuerzo, en el que ambos pedimos el
menú del día, que costaba 12'90 €; en mi caso, pedí macarrones con chorizo de primer plato, albóndigas con patatas de segundo, y tarta de chocolate de postre. Correcto, pero no para tirar cohetes. Ya comidos, tiramos para la
plaza Corro de San Pedro, por donde nos empezó a chispear levemente, y luego llegamos hasta la
Puerta de los Pájaros, la entrada a una residencia privada que destaca por su peculiar forma, y que fue diseñada por Gaudí. A pocos metros de allí encontramos la
ermita de Santa Lucía, de reducidas dimensiones y de un blanco reluciente, y junto a ella un mirador desde el que se podía divisar la costa de Comillas, con su playa y los acantilados. Bajamos al paseo marítimo, dejando a nuestra izquierda el parque Güell y Martos, para regresar al coche y poner
rumbo a San Vicente de la Barquera cuando el reloj ya marcaba las tres y cuarto de la tarde.
Llegamos en apenas veinte minutos y con el cielo ya totalmente despejado, y así se mantuvo el resto del día, lo cual fue un alivio. Aparcamos el coche junto al
estuario, que estaba con la marea alta y salpicada de pequeños botes pesqueros, una estampa bellísima que no dudé en inmortalizar en varias fotos. Después, nos acercamos al pequeño
puerto deportivo, repleto de embarcaciones amarradas, para luego cruzar el puente que conecta con la otra parte del pueblo, en la cual se encuentra la
capilla de la Virgen de la Barquera, que en ese momento estaba cerrada, pero pudimos ver el interior a través de la reja de la puerta. Al fondo de la única nave de la que se compone, de cuyo techo cuelga un velero en miniatura, vimos el altar en el que se venera la pequeña imagen de la Virgen de la Barquera, que desde la distancia parecía más bien una muñeca.
16:15
Deshicimos nuestros pasos para emprender el camino de regreso al núcleo principal del pueblo, de nuevo bordeando el estuario hasta llegar al puente que cruzamos antes, pero esta vez continuamos por una calle en cuesta en la que se encuentran los monumentos más importantes de San Vicente de la Barquera. En primer lugar, pasamos por delante del
Castillo del Rey, una fortaleza del siglo XIII construida sobre una gran roca en un lugar estratégico, desde donde teníamos unas excepcionales vistas tanto del propio pueblo como del estuario y los verdes paisajes que lo rodean, y es que, mirases donde mirases, te quedabas embelesado.
Más adelante, vimos el
Ayuntamiento y la
Torre del Preboste, y ya al final de la calle, la
iglesia de Santa María de los Ángeles, de gran tamaño y estilo gótico, pero en la que no pudimos entrar por estar cerrada, así que nos conformamos con disfrutar de los bellos paisajes que se podían divisar desde el mirador situado justo después de la muralla que la rodea. Tras pasar allí unos minutos, bajamos por las empinadas calles del pueblo para coger de nuevo el coche, aunque yo me quedé con ganas de más y de hacer fotos por la zona del
puente de la Maza. Como mi madre ya estaba un poco cansada, aparcamos cerca de uno de los extremos del puente, de tal manera que ella se quedó en el coche esperando mientras yo inmortalizaba en mi cámara las últimas estampas que me regalaba San Vicente de la Barquera.
Ya
de vuelta en Torrelavega, aparcamos el coche cerca del hotel, y directamente nos fuimos a dar una vuelta por esta localidad cántabra. Primero fuimos a la
iglesia de la Virgen Grande, llamada así por la patrona de la ciudad, cuya imagen se venera en su interior, aunque si por algo destaca este templo es por su llamativa arquitectura de estilo modernista, alejada de los cánones a los que estamos acostumbrados, pues se construyó hace poco más de cincuenta años. Empezando por el exterior, destaca su alargada fachada dividida en dos partes: la baja, con forma de gran hornacina abovedada y presidida por una escultura de la Virgen y el Niño Jesús; y la alta, una gran espadaña que contiene al Sagrado Corazón de Jesús. Con respecto al interior, cabe resaltar su forma elíptica en vez de las habituales naves, su bóveda estrellada y el colorido de su altar mayor, con mosaicos y vidrieras con motivos religiosos.
Nos acercamos a continuación a la
Casa Consistorial, con aspecto de palacio y coronada por una torre en su parte central, para seguidamente continuar por la calle José María Pereda. Lo siguiente con lo que nos topamos fue con la
iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, ésta sí más parecida a la imagen que todos tenemos de una iglesia, y eso a pesar de que también es de reciente construcción, de finales del XIX, mientras que su estilo es el neogótico, lo cual era fácil de advertir a primera vista gracias al rosetón de su fachada principal y a la presencia de contrafuertes y arbotantes. Nada más entrar, nos recibió una mujer que nos invitó a unirnos al grupo de la visita guiada gratuita que acababa de comenzar y que estaba dirigida por otra mujer, lo cual nos vino de perlas.
Durante cerca de media hora,
recorrimos con todo detalle el templo al completo, con explicaciones muy didácticas y claras por parte de la guía. Compuesta por una nave central de mayor altura que las dos laterales y con los arcos ojivales y la bóveda de crucería característicos del gótico, esta iglesia cuenta con numerosos elementos reseñables, entre ellos el Altar de la Inmaculada, a cuyos pies se hallan las tumbas de personalidades históricas de Torrelavega; las vidrieras, en especial las del rosetón, en la que se muestran doce elementos identificativos de la Pasión de Cristo (las treinta monedas de plata, el gallo, la corona de espinas, los clavos...); el órgano situado bajo el rosetón; y varias capillas, entre las que destaca por encima de todas la del Cristo de la Agonía, un crucificado de excepcional factura atribuido a Alonso Cano.
Cuando ya nos íbamos, mi madre le pidió a las dos mujeres encargadas del templo si le podían aconsejar alguna confitería para comprar algún dulce típico de la ciudad, a lo que inmediatamente le recomendaron las
polkas de Santos, unos pequeños hojaldres cubiertos de glasa, y cuyo obrador estaba precisamente a pocos metros de allí. Nos acercamos al obrador, escondido en un portal y bajando unas escaleras, y vimos en directo a través de una cristalera cómo hacían estos dulces; como era de esperar, mi madre no dudó en comprar un par de cajas, y a la mañana siguiente incluso volvería a por más.
20:00
De vuelta al hotel, pasamos por delante de una pared pintada con varios hombres lanzando una bola, lo cual me llamó la atención. Resulta que era la
Peña Bolística de Torrelavega, y, lleno de curiosidad, entré y me encontré con un pequeño recinto con gradas alrededor de una pista cubierta de arena en la que se estaba jugando a este peculiar deporte, el
bolo palma, que por lo que deduje es bastante típico en Cantabria, y que consiste en derribar nueve bolos de madera lanzando una bola, también de madera.
Ya en el hotel, subimos a la habitación para descansar después de haber pasado un largo y ajetreado día de un lado para otro, tanto andando como en coche.
Pasado un buen rato, salimos de nuevo a la calle para
cenar, concretamente
en Pizza Lavie, una pizzería situada muy cerca del hotel y que ese día tenía una oferta de pizzas a 6'50 €, motivo por el cual había bastante gente y tuvimos que hacer cola para hacer nuestro pedido, pero por suerte una de las pocas mesas del local se quedó libre al poco de llegar nosotros. Mi madre se pidió una
pizza de cinco quesos, y yo una
de pepperoni, bacon y salchichas, y la verdad es que ambos quedamos muy satisfechos, tanto por el sabor como por el tamaño de las pizzas; en total, con las bebidas incluidas, fueron 15 €, muy bien de precio. Después de dar una pequeña vuelta por la zona para bajar un poco la cena, volvimos definitivamente al hotel para, entre otras cosas, dejar las maletas medio hechas, puesto que al día siguiente nos pondríamos en carretera para ir a Potes. Tras poner los despertadores para que sonasen a las ocho de la mañana, nos acostamos siendo casi ya las doce de la noche.