Vivimos en un mundo de constante cambio en el que la tecnología lidera una evolución imparable con numerosos hitos, de tal forma que cada uno de ellos supera al anterior cuando parece imposible que así pueda ser. La sociedad se ha convertido en la usuaria y beneficiaria de tan importantes avances que, salvo en casos puntuales, nos hacen la vida más fácil. ¿Quién pensaba hace un par de siglos que podríamos tener una máquina motorizada que nos llevase de un sitio a otro? ¿A quién se le pasó por la cabeza hace menos de cien años que en nuestras casas tendríamos un aparato para gestionar documentos y realizar miles de operaciones por segundo? ¿Quién se podía imaginar a comienzos de este siglo que bastaría con meter nuestra mano en el bolsillo para consultar cualquier tipo de información? ¿Qué diantres podremos hacer en el futuro que no podamos hacer ahora?
Cualquier adulto del mundo occidental tiene un coche, un ordenador y un móvil smartphone, y dentro de unos años a saber qué más tendrá. A la espera de que pase ese tiempo, resulta casi impensable que alguien carezca de una de estas tres máquinas mágicas, porque a mí que me dejen de rollos, pero a mí todavía me resulta inexplicable que pisando un pedal podamos desplazarnos a 100 km/h, que podamos almacenar miles y miles de archivos de todo tipo en una cajita llena de chips o que podamos hablar con cualquier persona se encuentre a la distancia que se encuentre. Yo, hasta hace unos días, era de los que tenía coche y ordenador, pero no un smartphone, sino un móvil, como bien se intuye en esa tachadura.
Muchas presiones y muchas 'burlas' he tenido que soportar en los últimos años procedentes de mi casa, de mis amigos, de mis compañeros de trabajo... en una palabra, de la sociedad, a cuenta del dichoso smartphone. Que si "¡Rafa, modernízate ya!", que si "¡Cámbiate ya de móvil!", que si "¡Tío, que eres ingeniero informático!", que si "Trae tu móvil antiguo y llévate este smartphone por 25 €/mes". ¿Por qué? ¿Por qué tengo que ceder a lo que digan los demás cuando digan ellos? ¿Por qué tengo que estar a la última si no quiero estar a la última? ¿Por qué he de pagar un alto precio para ser como todo el mundo? ¿Por qué no puedo ser como yo quiero ser?
Mi móvil los últimos siete años (sí, 7 , os lo pongo también con números arábigos por si no os lo creéis) ha sido el aparatito de aquí arriba, un Nokia 2630, que en aquellos tiempos tenía como público objetivo a esos usuarios de 50 años en adelante que necesitaban un móvil sencillo y práctico; de hecho, en la caja aparecía la foto de una pareja con más o menos esa edad y rezaba el siguiente eslogan: "Un móvil moderno y fácil de utilizar. Con acceso rápido a llamadas y mensajes". ¿Para qué quería más? Porque para eso se inventó el teléfono móvil, ¿no? Para llamar a la persona con la que necesitas hablar o, en su defecto, dejarle un mensaje. Para esto no hacía falta tener un móvil de los que se abrían o se deslizaban, de los que tenían una espectacular cámara de fotos integrada (el mío también tenía cámara, pero solamente la usé cinco o seis veces) o de los que ya permitían navegar por Internet, a pesar de que las velocidades que se ofrecían eran ridículas.
A los pocos meses de adquirir el móvil (realmente fue un regalo de un familiar, incluso inicialmente me opuse a cambiar de móvil) fue cuando surgió el boom de los smartphones con la salida al mercado del iPhone, y posteriormente los modelos de las demás marcas, que vieron en este aparato el filón definitivo para apresar a los usuarios y convencerles de lo necesario que era tener uno y, ya de paso, hacerles ver que para ser valorado por la sociedad también tendrían que actualizarse casi cada año con uno nuevo para no quedarse anticuado. En resumen, que si no tenías un smartphone te iban a mirar raro, como me ha pasado a mí, y la verdad, me ha importado tres pepinos, por no decir otra expresión salida de tono que hace referencia a la transpiración de mi miembro viril.
Estos últimos años, con los smartphones ya más que asentados, he aguantado pacientemente casi cada día que una persona u otra me animase a hacerme uno de ellos. La mayoría se ha escudado casi siempre en las ventajas y las nuevas posibilidades que brindan: hacer fotos con una calidad muy decente, navegar por Internet, tener llamadas y mensajes ilimitados contratando una tarifa plana, chatear por el WhatsApp, tuitear, etc. ¿Realmente necesitamos todo esto y más? ¿Era imprescindible que yo guardase en un cajón mi Nokia 2630 para cambiarlo por un teléfono inteligente? ¿Es que para poder sobrevivir en esta sociedad tan consumista estaba obligado a dar el salto, a 'modernizarme'? ¡NO!
Hace unas semanas finalmente di ese salto al comprar un smartphone. No es porque realmente quisiera y lo necesitara imperiosamente, sino porque a mi móvil ya se le estaban despegando las teclas, que de momento sobreviven con la ayuda de un poco de cinta adhesiva, y porque los Reyes Magos de 2014 me dejaron un vale por un móvil que por una mera cuestión de educación tenía que gastar más tarde o más temprano. Ya no tenía excusas para pasarme al mundo de los smartphones, pero lo que tenía muy pero que muy claro es que no me iba a gastar una burrada sabiendo el uso que le iba a dar. Tras consultarlo con unos amigos y comparar las prestaciones y precios de varios modelos de diferentes marcas, finalmente me decanté por el Motorola Moto G de segunda generación, que me ha costado 179 €, a los que habría que sumarle 13 € por un cargador universal (en la caja solamente viene con el cable), 3 € por una funda y 2 € por un protector de pantalla. Redondeando, unos 200 €, que era lo máximo que estaba dispuesto a desembolsar.
Ahora ya dispongo de todas esas ventajas y posibilidades que todos me mencionaban, pero ¿cuánto las necesito? Las cámaras de fotos, tanto la trasera como la frontal, las utilizaré con relativa frecuencia, para casos excepcionales. Navegar por Internet, pues más o menos lo mismo, únicamente para consultar noticias puntuales y cuando esté en la calle, puesto que me resulta mucho más cómodo hacerlo desde un ordenador, sobre todo en lo que se refiere al correo electrónico. Twitter lo utilizo con moderación, incluso me atrevería a decir que cada vez menos de forma activa, es decir, tuiteando, por lo que dudo que vaya a estar enganchado.
WhatsApp puede que sea la única herramienta nueva que vaya a usar a diario, pero con moderación y para situaciones útiles, nada de conversaciones vacías y chorradas varias como hace mucha gente; de momento, salgo a una media de 25 mensajes enviados por día, y me parece que dicha media no va a subir demasiado.
Lo de las llamadas y los mensajes ilimitados merece un par de párrafos aparte. Está claro que los mensajes tradicionales ya casi que no tienen sentido estando WhatsApp, por lo que me centro en las llamadas. ¿Me compensa disponer de llamadas ilimitadas? Si analizamos la cantidad de veces que he usado mi móvil antiguo para este fin, resulta que no. Unas semanas antes de comprar el smartphone me llamó un comercial de Vodafone para preguntarme por cuánto gastaba al mes con el móvil. Cuando le respondí que "Pues 1 € ó 1'5 €", se quedó un momento en silencio y me dijo literalmente "Tío, ¿tú cómo coño lo haces?". Muy fácil: al mes yo solía mandar 4 ó 5 mensajes de texto y, con suerte, hacía una o dos llamadas que rara vez llegaban al minuto de conversación cuando necesitaba hablar con alguien estando yo en la calle, porque si me encontraba en casa utilizaba el fijo, que para algo está.
Así pues, además de comprar un smartphone, también tuve que ponerme a mirar las tarifas de todos los operadores para ver cuál satisfacía mis necesidades al mejor precio, ya que no estaba dispuesto a que mi gasto de teléfono se disparara exponencialmente, sabiendo que obviamente tendría que pagar más para poder usar Internet. De nuevo, tras consultar a unos amigos y comparar todas las opciones, la mejor propuesta que encontré fue una de MÁSMÓVIL, un operador virtual del que desconocía totalmente su existencia y que tiene bastante buena pinta, sobre todo teniendo en cuenta para lo que lo voy a necesitar: realizar alguna que otra llamada y un consumo moderado de tarifa de datos. Cada mes voy a tener que pagar entre 5 y 6 €, lo cual resulta ser cuatro o cinco veces más de lo que gastaba antes, pero es mucho menos de lo que creía que iba a tener que desembolsar cuando empecé a mirar las tarifas de los operadores más conocidos: Movistar, Vodafone, Orange, etc. El tiempo dirá si he tomado una buena decisión.
Ahora bien, muchos me dirán "¿Ves como necesitabas un smartphone?" o "Te quejabas mucho del WhatsApp y bien que lo usas ahora". También estoy preparado para aguantar comentarios de este tipo, y de hecho ya los estoy escuchando, pero pregunto yo: ¿realmente necesitamos un smartphone? Pues sí, pero sí porque hemos hecho que sea necesario, porque la sociedad, en contra de la cual voy en muchos aspectos, ha creado la necesidad imperiosa de tener un smartphone sí o sí. Cuidado que no estoy diciendo que no sea útil, sino que en cierta medida no es ni tan útil ni tan indispensable, porque lo único realmente necesario de este aparato es la posibilidad de ponerse en contacto con los demás, es decir, lo que era en su origen: un teléfono móvil. Las restantes aplicaciones que podemos encontrar en un smartphone son meros complementos que en parte, solamente en parte, se han convertido en necesarias aprovechando que todas ellas se han podido agrupar en un pequeño artilugio que, todo hay que reconocerlo, entra por los ojos y resulta muy atractivo por todas esas posibilidades que nos brinda.
Voy a ir terminando que veo que esto se ha alargado más de la cuenta. Lo dicho, ya tengo mi smartphone. Ahora muchas bocas quedarán cerradas, aunque supongo que no por mucho tiempo, que dentro de un año o dos ya tendré detrás de mi oreja la monserga de "Rafa, ya va siendo hora de que jubiles tu smartphone y te compres un X (ya veremos qué nombre le pondrán al futuro invento)", y yo volveré a decir "Tururú". Salvo necesidad (¿cuántas veces ha salido ya esta palabra en esta entrada?) imperiosa, tengo muy claro que no voy a comprar un nuevo smartphone o un X hasta que el que ahora tengo se me rompa o deje de funcionar como es debido. Me temo que no me va a durar siete años como mi antiguo móvil (del cual por cierto no me voy a desprender, ya que lo voy a usar como despertador) debido a la conocida como obsolescencia programada que viene de serie en cada aparato electrónico, pero lo voy a apurar hasta el último día, sea cual sea, mientras cumpla con su cometido. Ni lo que dicten las modas ni el aparentar por aparentar me harán cambiar de opinión, que cada uno es como es y tampoco hay motivos para eso, para aparentar. Punto y final.