Esto no era lo esperado, aunque no nos trastocaba demasiado porque
cerca de allí teníamos el The Alexander Graham Bell. Volvimos a George Street y en apenas tres minutos estábamos sentados en la misma mesa que el día anterior, ya que no había casi nadie. Le echamos un vistazo a la carta de los desayunos a pesar de que prácticamente teníamos decidido lo que pediríamos: yo, unas tostadas con mantequilla y un zumo de naranja; Jose y Miguel, el desayuno escocés y caffé latte.
Me levanté de la mesa para hacer el pedido en la barra cuando de repente un cartel colgado de una de las columnas del local me hizo parar, puesto que informaba a los clientes de que parte de la cocina está rota, en concreto la parrilla, y que
no se podrían servir algunos platos. Volví a la mesa para comentárselo a mis amigos porque no podrían tomar el desayuno escocés, así que decidimos irnos a otro sitio a desayunar.
Si lo del Standing Order fue inesperado, esto tampoco entraba en nuestros planes, ya que ahora tendríamos que buscar un sitio desconocido para desayunar y a una hora complicada, las diez y veinte. Recorrimos George Street en dirección este para echarle un vistazo a los restaurantes que allí hay, pero eran demasiado caros para lo que nos pretendíamos gastar, así que
la única opción segura que nos quedaba era ir al otro restaurante J D Wetherspoon que vimos en el Omni Centre la tarde anterior y rezar para que no surgiera un tercer e improbable imprevisto. Por el camino, en la esquina de George Street con Saint Andrew Square, nos topamos con dos de esas típicas cabinas de teléfono rojas que tanto abundan en el Reino Unido y que curiosamente fueron las primeras que vimos en todo el viaje, lo cual nos resultó un tanto extraño, sobre todo teniendo en cuenta que habíamos visitado las dos ciudades más importantes de Escocia.
Atravesamos la plaza y continuamos por
Multrees Walk, una pequeña calle peatonal en la que se encuentran los grandes almacenes Harvey Nichols y varias tiendas de lujo y reconocidas marcas, tales como Louis Vuitton, Burberry, Hugo Boss o Tommy Hilfiger, entre otras. Giramos a la izquierda por Elder Street, dejando a nuestros lados el St James Shopping Centre y el Edinburgh Bus Station, donde nos dejó el autobús que nos trajo desde Glasgow. A continuación tiramos por York Place, una larga avenida que estaba atravesada por raíles para el tranvía que sería inaugurado en 2014. Al final de esta calle vimos a nuestra izquierda el
Saint Paul's and Saint George's Church, un templo de la Iglesia de Escocia, y luego, tras seguir por Cathedral Lane, la
Saint Mary's Roman Catholic Cathedral, la catedral católica de Edimburgo. Una vez allí, nos bastó cruzar a la acera de enfrente para llegar por fin al Omni Centre y entrar en The Playfair, donde parecía que todo estaba en orden.
10:50
Nos sentamos en la mesa 28 y obviamente no miramos ni la carta porque ya teníamos muy claro lo que nos íbamos a pedir, así que me fui directamente a la barra para pagar nuestro pedido. A los pocos minutos nos trajeron las bebidas (un zumo de naranja sin hielo para mí y dos caffé latte, uno para cada uno de mis amigos), y a las once y cinco vinieron nuestros desayunos.
A Jose y Miguel les sirvieron a cada uno un Scottish Large Breakfast que se componía de un huevo frito, bacon, salchichas, judías al horno, dos rebanadas de patata empanada (sigo sin encontrar una traducción decente de hash brown), un champiñón frito, medio tomate al horno y dos tostadas; en cuanto
a mí, me sirvieron un par de tostadas con mantequilla para untar. Las tostadas eran bastante grandes, y ni yo ni mis amigos íbamos a tener suficiente con la mantequilla que venía en los platos, por lo que fui en busca de más tarrinas a la barra, donde también pedí azúcar para los cafés de Jose y Miguel.
Ellos se pusieron las botas con lo contundente que es el desayuno escocés en comparación con el que yo me pedí, pero para nada me quedé insatisfecho, sino todo lo contrario. A pesar de ser solamente dos tostadas, además de grandes como he comentado antes también eran notablemente gruesas, y encima las habían tostado justamente en el punto que me gusta. En resumen, que
para ser un desayuno muy simple estaba muy bueno, así como el zumo de naranja, que mejoró, y mucho, el que me tomé en el desayuno del día anterior, lo cual no era complicado.
Y todo por un razonable precio de 2'39 libras, mientras que el de mis amigos salía por 5'95, más barato también que el del Garfunkel's. Mientras disfrutábamos de nuestro desayuno, llegó una familia que se sentó en una mesa situada a pocos metros, y nos llamó la atención que, cuando minutos más tarde les trajeron lo que habían pedido, dedujimos por lo que estaban comiendo que estaban almorzando, y todavía no eran ni las doce del mediodía.
Yo terminé de desayunar antes que ellos, lo cual era lógico, y, cuando mis amigos hicieron lo propio,
decidimos descansar unos minutos antes de volver al centro de la ciudad. A las doce menos cuarto nos pusimos en pie, pero antes de irnos pedimos un vaso de agua en la barra, y ellos también aprovecharon para ir al baño; mientras tanto, yo les esperé junto a la puerta del restaurante, donde había una pequeña mesa con un montón de
trípticos con la carta de los J D Wetherspoon.
No me resistí a coger tres de ellos de recuerdo, uno para cada uno de nosotros, teniendo en cuenta que los habíamos visitado todos los días del viaje, y todavía quedaba una más. Ya juntos de nuevo y en la calle, cogimos por Leith Street para luego continuar por Princes Street para
comprar definitivamente las camisetas que siempre me llevo en cada viaje.
Entramos en la primera de las dos tiendas por las que pasamos por la mañana para ver los diferentes modelos que tenían, así como sus precios, y luego hice lo propio en la situada unos metros más adelante para comparar; la primera fue la que más me convenció, por lo que volvimos para revisar de nuevo todas las opciones, y es que si no las observo detenidamente no me quedo contento.
Iba a aprovechar una oferta de dos camisetas por 16 libras, y una de ellas ya estaba totalmente decidida,
una de color azul marino con la bandera escocesa en medio, pero no me terminaba de decidir por la segunda. Tenía varias candidatas y finalmente me decanté por
una gris con el clásico EDINBURGH SCOTLAND. Cogí la talla XXL de cada camiseta para probármelas, porque ya me ha pasado otras veces que he comprado una camiseta de recuerdo en algún viaje y luego resulta que me quedaba pequeña o muy ajustada. Me quedaban bien, así que me acerqué a uno de los dependientes para que las doblara y las volviera a guardar en sus fundas de plástico y pagarle las 16 libras correspondientes.
Después de allí,
hicimos un alto para ir al supermercado del Marks & Spencer que está en esa misma calle, ya que Miguel necesitaba ir al baño y no se nos ocurría otro sitio al que ir; mientras tanto, Jose y yo nos quedamos junto a la refrescante zona de refrigerados, lo cual se agradecía, pues el día era un poco caluroso.
Aprovechamos que allí la conexión wifi era libre para ponernos al día con las últimas noticias del Málaga, y para nuestra sorpresa leímos que cuatro jugadores habían denunciado al club por impagos, mientras que Flávio Ferreira, uno de los recientes fichajes, iba a causar baja varias semanas por una lesión en la espalda. Quizás hubiera sido mejor no haber leído nada. De nuevo Miguel con nosotros, nos quedamos los tres en la escalinata de subida a la calle del supermercado para seguir viendo noticias a través de Twitter unos minutos antes de volver a
la otra tienda de souvenirs en la que habíamos estado antes. Echamos un vistazo a todo lo que había y finalmente nos decantamos por un pack de
tres imanes con una foto de Edimburgo por 5 libras, y además yo me llevé un llavero con el perro del Greyfriars Bobby por 1'99.
A continuación,
nos dirigimos al Sainsbury's en el que estuvimos el día anterior, ya que, además de las camisetas,
quería llevarme a Málaga una de esas bolsas de tortas que tanto me habían gustado, aunque finalmente compré dos por otras tantas libras porque me percaté de que, además de las de trocitos de chocolate blanco, también las había con trocitos de chocolate con leche, así que ni me lo pensé. Mis amigos me esperaron fuera, y cuando salí fueron ellos los que entraron para comprar una botella de agua y un paquete de chicles. Era la una y cuarto y todavía era pronto para comer, no para los escoceses pero sí para nosotros, especialmente para Jose y Miguel, cuyo desayuno bien se podía considerar un almuerzo, por lo que nos
fuimos a hacer tiempo junto al Scott Monument.
Hacía muy buen día, y sobre todo se notaba porque había mucha gente en los Princes Street Gardens, ya fuese paseando, tumbada o haciendo picnic en sus numerosas extensiones de césped. Nosotros nos adueñamos de uno de esos bancos de Edimburgo que tienen dueño, valga la redundancia, para descansar un rato y disfrutar de las vistas, que ganas de pasear ya no teníamos muchas. Lo que sí hice antes de sentarme fue hacer unas cuantas fotos: a los antiguos edificios de la Old Town que se asomaban por encima de los árboles de los Princes Street Gardens, a los propios jardines, al edificio de los grandes almacenes Jenners y al Scott Monument.
Le pedí a Jose que me fotografiara con la Ciudad Vieja a mis espaldas, y, tras devolverme la cámara, me entretuve con algunas de las muchas gaviotas que rondaban por allí esperando que se quedaran quietas el tiempo suficiente como para hacerles una foto; precisamente cuando se la iba a hacer a una de ellas resultó atacada por otra como si fuese a comérsela. Al final conseguí unas fotos bastante decentes. Me senté con Jose y Miguel, ahora sí a relajarme durante unos minutos antes de reanudar la marcha, y de eso fue de lo que nos pusimos a hablar. Resulta que
yo pretendía almorzar, pero mis amigos no tenían hambre, lo cual no era de extrañar porque hace apenas dos horas se metieron entre pecho y espalda un contundente desayuno escocés. Aunque yo no tenía un hambre voraz, no quería quedarme sin almuerzo, así que
pensé en ir a uno de los J D Wetherspoon y que ellos se tomasen mientras tanto una cerveza, o que se pidieran un plato a medias por si les apetecía picar algo.
13:50
A las dos menos diez nos pusimos en pie porque no podíamos apurar mucho más, puesto que después de almorzar tendríamos que volver al hostal a por las maletas y luego ir hasta la parada del autobús del aeropuerto para cogerlo antes de las cuatro de la tarde. Pues eso, cruzamos a la acera de enfrente de Princes Street, y seguidamente continuamos por Hanover Street y Rose Street hasta llegar a la puerta trasera del
The Standing Order; apenas había mesas libres, pero por suerte pillamos una cerca de la entrada principal del restaurante. Tras echarle un vistazo rápido a la carta,
me decanté por una de las ofertas del día, un Wiltshire cured ham & cheese panini y una Pepsi por 4'19 libras; por su parte,
Miguel se pediría una cerveza Erdinger, y Jose, una Baltika. Fue él quien me acompañó a la barra para pagar el pedido de nuestra mesa, la 37, y ayudarme con todas las bebidas, puesto que la cerveza de Miguel venía acompañada de un vaso que era incluso más grande que la propia botella.
Pasados unos diez minutos, vino uno de los camareros hasta nuestra mesa para servirme mi plato.
El panini tenía muy buena pinta a pesar de su simpleza, lo cual quedó corroborado seguidamente al probarlo, pues estaba muy bueno y jugoso, al igual que las patatas, a las que le eché un poco de mayonesa de las bolsitas que cogí tras pagar en la barra. Hacía bastante calor, y comiendo se notaba más todavía, pero suerte que la Pepsi que me había pedido estaba bien fresquita para compensar, aunque solamente en parte. Me quedé bastante saciado al terminarme el panini, tras lo cual decidí reposar un poco la comida. Cuando nos íbamos a marchar, le dije a mis amigos que esperasen un momento porque necesitaba ir al baño, pero qué sorpresa cuando comprobé que estaban bastante sucios, y algunos hasta con vómitos, por lo que me di media vuelta y decidí esperar a llegar al hostal.
A las tres y cinco estábamos saliendo del restaurante por su puerta trasera de Rose Street para cortar camino y luego tirar por Hanover Street, Princes Street, North Bridge, High Street y Blackfriars Street
hasta llegar hasta nuestro hostal unos quince minutos más tarde. Una vez allí, pedimos la tarjeta de la luggage room para recoger nuestro equipaje.
Ya con nuestras maletas, Jose y Miguel entraron al baño situado justo enfrente de la puerta del luggage room mientras yo les esperaba fuera; cuando salieron, entré yo también para refrescarme al tiempo que uno de ellos subió a la recepción para devolver la tarjeta.
Abandonamos el hostal por la salida del bar, y a continuación subimos por Blackfriars Street; ya en High Street, avanzamos unos metros en dirección al castillo para desviarnos por Cockburn Street
y finalmente llegar a Waverley Bridge.
El autobús que teníamos que coger estaba allí a punto de salir, pero, como estaba casi lleno e íbamos bien de tiempo, preferimos no subirnos y esperar al siguiente, que casualmente estaba detrás de éste.
Al montarnos en el autobús, me quedé pagando al conductor las 10'50 libras correspondientes a nuestros tres billetes mientras Jose y Miguel se subían al piso superior para coger los sitios delanteros y así poder disfrutar de las vistas de camino al aeropuerto, aunque lo malo era que tendríamos que soportar un calor considerable y que no teníamos demasiado espacio para las maletas. A las cuatro menos cinco arrancó el autobús, y la pantalla situada justo encima de nosotros comenzó a mostrar las diferentes paradas por la íbamos a pasar en el trayecto hasta el aeropuerto.
El autobús se incorporó a Princes Street, desde donde
me pude despedir de los Princes Street Gardens y, sobre todo,
del Edinburgh Castle, al que le hice unas últimas fotos a través del cristal de la ventana situada a mi izquierda. Continuó por Shandwick Place y Atholl Place para luego seguir por West Coates y Roseburn Terrace, unas calles que me sonaban, puesto que por allí pasamos en el sentido contrario cuando llegamos a Edimburgo procedentes de Glasgow; de hecho, lo confirmé unos metros más adelante, ya en Corstorphine Road, cuando a mi izquiera divisé el Murrayfield Rugby Stadium y, más adelante, la entrada principal del Edinburgh Zoo. Con el paso de los minutos los edificios se iban cambiando por casas más bajas y urbanizaciones rodeadas de grandes jardines, lo cual significaba que estábamos cerca de abandonar la ciudad.
Ya en las afueras, y tras sorteas varias rotondas,
llegamos al Edinburgh Airport media hora después de haber salido desde el centro de Edimburgo. Bajamos del autobús con nuestras respectivas maletas y entramos en la terminal del aeropuerto para buscar la zona del control de equipajes; para ello, seguimos las indicaciones y subimos por unas escaleras mecánicas, al final de las cuales se encontraba dicho control. Antes de unirnos a la cola de pasajeros, cogí el forro donde tenía guardados los billetes de avión para que cada uno tuviéramos el nuestro cuando nos lo pidiesen. Ya en la cola,
procedí a deshacerme de cualquier objeto que pudiera provocar que pitase el arco de seguridad cuando pasase por él y los deposité en una de las bandejas que había allí apiladas,
pero el intento fue en vano.
Sí, el arco pitó, y, sin darme la oportunidad de intentarlo por segunda vez,
uno de los guardias de seguridad se me acercó para cachearme de pies a cabeza y con todo detalle. Me pidió que me pusiera como el Hombre de Vitruvio, con los brazos y piernas abiertos, para registrar cualquier centímetro cuadrado de mi cuerpo, incluyendo las partes nobles y pidiendo que sacara todo lo que tenía en los bolsillos del pantalón, que por cierto se me estaba empezando a escurrir porque dejé el cinturón en la bandeja con las demás cosas. Obviamente no encontró nada peligroso, así que me dejó libre para poder recuperar mis pertenencias y recoger mi maleta de la cinta del control. Ya con Jose y Miguel, que tuvieron más suerte que yo en este trance, vi en la pantalla de información que
el embarque de nuestro vuelo se anunciaría a las cinco, por lo que tendríamos que esperar todavía unos veinte minutos; además, también indicaba a qué distancia en minutos se encontraba cada una de las puertas de embarque, lo cual nos pareció bastante útil, sobre todo si vas con prisas.
En esos minutos de espera, Jose aprovechó para llamar a su madre y decirle que nos recogieran en Málaga a la hora prevista de llegada del avión, a las diez y cuarto de la noche hora española; por mi parte, apagué por completo mi teléfono móvil, que por cierto me aguantó todo el viaje sin necesitar cargarlo ni un solo día.
Nos sentamos enfrente del Caffè Nero, y pensé que
allí podríamos gastar las algo más de cuatro libras en monedas que nos quedaban, que era lo que pretendíamos porque en España únicamente podríamos cambiar a euros los billetes. Los croissants costaban 1'35 libras, que era más o menos la tercera parte de lo que nos restaba, pero ni Jose ni Miguel querían tomarse nada, por lo que me puse en la cola y mientras le eché un vistazo a las demás opciones que había. Finalmente, cuando llegó mi turno,
me pedí un frappé de chocolate que costaba 3 libras.
17:00
Al poco de reunirme con mis amigos se anunció
la puerta de embarque de nuestro vuelo, que
sería la 1A, precisamente una de las que más lejos estaba. De camino hacia allí, pasamos por una tienda en la que Jose decidió entrar para gastar las monedas que nos quedaban; concretamente, compró una chocolatina por 0'89 libras para los tres, tras lo cual nos restaban 40 peniques que finalmente no gastaríamos. En este tiempo me tomé el frappé de chocolate, el cual estaba bastante bueno, y lo terminé justo antes de llegar por fin a nuestra puerta de embarque, donde ya se habían formado dos filas. Una de ellas se correspondía con la de los pasajeros que habían pagado la prioridad de embarque, así pues nos unimos a la otra cola, junto a los ventanales que dan al aparcamiento del aeropuerto.
Aproveché la espera para guardar la mochila de la cámara en la maleta con el fin de evitar que me dijesen algo a la hora de embarcar, y la verdad es que me costó bastante, puesto que tuve que sacar la chamarreta para poder hacerle hueco, e incluso así temí que cupiera, pero tuve suerte y pude cerrarla sin demasiados problemas. Al poco tiempo advertimos que una azafata de Ryanair estaba revisando el billete y el DNI de los pasajeros que nos encontrábamos en la cola para agilizar el embarque posterior, y también llevaba una caja de cartón con las medidas reglamentarios para las maletas que empleaba para comprobar que nadie intentase colar una maleta no permitida, y fue entonces cuando temí que la mía no cumpliera con las medidas, ya que estaba bastante abultada. Por suerte, cuando revisó mi documentación le bastó con un echarle un vistazo a mi maleta para considerar que era válida.
El embarque dio comienzo a las cinco y veinte con los pasajeros que tenían prioridad, que eran más de lo que me esperaba; luego, continuó con los restantes, entre los que nos encontrábamos nosotros tres, aunque tuvimos que esperar cerca de un cuarto de hora porque teníamos a mucha gente delante. Cuando llegó mi turno, le mostré a la azafata mi carnet de identidad y el billete, del cual rasgó el trozo que tienen que quedarse, y tras ello pasé a una cabina en la que había que bajar por unas escaleras que desembocaban en un túnel acristalado a pie de pista. Fue allí donde saqué de la maleta la mochila de la cámara de fotos para tenerla a mano durante el vuelo, ya que más tarde sería más complicado cogerla.
Tuvimos que esperar unos minutos para subirnos a
nuestro avión, que
ya se encontraba allí cuando llegamos, y lo hicimos en pequeños grupos, supongo que por motivos de seguridad al hacerlo directamente por la pista. Nosotros subimos por la puerta trasera, ya que casi todos lo hacían por la delantera, y, tras ser recibido por un azafato español,
me acerqué lo más rápido posible a los asientos de emergencia para poder ir más cómodo durante el vuelo. Algunos estaban ocupados, pero no había tres asientos libres juntos para nosotros, así que, resignado,
me tuve que conformar con sentarme dos o tres filas más atrás junto al ala izquierda del avión. Además de estar incómodo, encajonado totalmente en mi asiento y sin poder moverme, resulta que allí hacía un calor terrible, tanto que llegué a agobiarme y no tener otra opción que abanicarme con mi chamarreta como buenamente pude, aunque no sirvió de mucho.
El calor menguó cuando el avión se puso en marcha a las seis y diez, pues fue entonces cuando comenzó a salir aire fresco de la parte superior, y menos mal, porque no sé si hubiera aguantado muchos minutos más allí con tanto calor. Mientras el avión buscaba pista, las azafatas empezaron con su coreografía de seguridad (que si el chaleco, que si las salidas de emergencia...), y ya
a las y veinte dimos el acelerón necesario para despegar y poner rumbo a Málaga. Tardamos cerca de un cuarto de hora en coger altura y estabilizarnos, atravesando previamente una espesa capa de nubes que no dejaba ver nada, y, cómo no, yo estuve con mi cámara colgada al cuello haciendo fotos cada dos por tres. Cuando ya nos pudimos desabrochar los cinturones y liberarnos un poco, solamente un poco, aprovechamos para que me devolviesen los billetes de libras que les habían sobrado, ya que yo sería el encargado de cambiarlos a euros cuando estuviésemos de vuelta, y también
anotamos los gastos del día para hacer las cuentas definitivas y saber lo que se había gastado cada uno durante el viaje, aproximadamente unas 115 libras por cabeza.
Mientras comíamos de la bolsa de chuches que mis amigos compraron en Glasgow y que yo tenía guardada en uno de los bolsillos laterales de mi pantalón, miraba por la ventanilla para intentar distinguir algo desde allí arriba y hacer alguna que otra foto cuando la visibilidad era buena.
A las siete ya estábamos sobrevolando Cardiff, la capital de Gales, de la cual se distinguía claramente su estadio de fútbol y su puerto, para a continuación pasar por encima del suroeste de Inglaterra y atravesar el Canal de la Mancha. De esta forma,
a punto de llegar a tierras continentales, decidí cambiar la hora tanto de mi reloj como la de la cámara de fotos.
20:15
Con unas dos horas de vuelo todavía por delante,
saqué mi reproductor mp3 para seguir con las marchas de procesionales que escuché en el vuelo de ida. Pasadas cinco o seis canciones, Jose me pidió escuchar 'Costalero del Soberano', prácticamente la única marcha de cornetas y tambores que él sabe tararear, así que le dejé los cascos, aunque al final le dejó uno de ellos a Miguel, que misteriosamente también le dio por escuchar la marcha. Después la puse de nuevo para escucharla yo, ya que precisamente es la marcha que más me gusta, y luego continué con las siguientes de la lista de reproducción. Al llegar a 'El novio de la muerte', le dejé los cascos a Miguel porque quería escucharla. Si es que al final la Semana Santa gusta a todos...
Entre tanto,
me comí uno de los muffins de chocolate que compramos la noche anterior a modo de merienda, que, a excepción del frappé que compré en el aeropuerto, no me había tomado nada consistente desde el almuerzo, y todavía me quedarían unas tres horas para cenar en mi casa;
además, nos repartimos la chocolatina que compró Jose justo antes de embarcar. Hacía ya unos minutos que estábamos sobre territorio francés, concretamente por el pico que tiene al noroeste, el cual atravesamos en menos de un cuarto de hora para de nuevo sobrevolar el océano. Ahora que no tenía nada ver abajo, me centré un poco más en la música que estaba escuchando mientras mis amigos aprovechaban para descansar un rato, aunque también miraba cada dos por tres por la ventana para ver las enormes nubes de tipo cumulonimbos que íbamos dejando a nuestro lado, y luego la espesa y extensa capa que teníamos bajo nosotros. Todo hacía indicar que en Francia no estaban disfrutando de buen tiempo precisamente. En España también tenía pinta de estar nublado, puesto que apenas vi tierra hasta poco antes de llegar a nuestro destino.
Desde allí arriba, el atardecer comenzó a hacerse patente
pasadas las nueve y media cuando
el avión comenzó a descender gradualmente, lo cual quería decir que ya quedaba poco para llegar a Málaga. A las diez y cinco se apagaron las luces del interior del avión, y ya con noche prácticamente cerrada
aterrizamos en el aeropuerto cinco minutos antes de la hora prevista; como de costumbre, cuando el avión se detuvo por completo, sonó por la megafonía la melodía trompetera de Ryanair seguida por los aplausos de los pasajeros. Cuando buenamente pudimos, abandonamos nuestros asientos, lo cual para mí fue un auténtico alivio y una sensación de libertad absoluta después de tres horas aprisionado. Guardé mi cámara en la mochila y,
tras bajar la maleta del compartimento superior, me dispuse a avanzar por el pasillo del avión, pero me detuve porque me encontré un libro en inglés bajo un asiento que ya estaba vacío, por lo que lo cogí y se lo di a los azafatos al salir del avión por el tunelillo que lo conectaba con la terminal.
Ahora tocaba esperar para pasar por el control de la Policía Nacional; en primer lugar dejaron pasar a la tripulación, a los que les bastaba con mostrar la identificación de la compañía que llevaban colgada al cuello, y luego comenzó el goteo de los pasajeros, que sería un poco más lento. Pasados unos minutos en los que tuvimos tiempo incluso de hablar con la pareja de escoceses y sus hijos que estaban delante de nosotros, enseñamos nuestros carnets de identidad a los agentes y accedimos definitivamente a la terminal propiamente dicha, concretamente la antigua, la cual tuvimos que recorrer entera. En el camino aproveché para activar mi teléfono móvil, y al final llegamos a un recibidor que me sonaba muchísimo de haberlo visto por la tele; inmediatamente caí en que era el sitio donde el Málaga fue recibido por sus aficionados después de haber sido eliminado de la Champions League por el Borussia de Dortmund.
Subimos a la planta superior, y ya allí vimos a
Fran, uno de los hermanos de Jose, que
había venido al aeropuerto para recogernos y llevarnos a nuestros respectivos domicilios. Tras dejar el equipaje en el maletero, me senté con Jose detrás, mientras que Miguel hizo de copiloto. En el camino le fuimos contando a Fran lo que habíamos visitado, las anécdotas y demas, como por ejemplo que todos los días fuimos a uno de los restaurantes de la cadena J D Wetherspoon, la cual Miguel había rebautizado como 'Money Bank'. Jose se acordó entonces de que los imanes que él y Miguel habían comprado por la mañana en Edimburgo los habían guardado en mi maleta, así que ya se los devolvería la próxima vez que nos viésemos, así como el cambio de los billetes de libras que nos habían sobrado.
A las once de la noche llegué definitivamente a mi casa, y de esta forma acabó este viaje, otro más para el recuerdo.
Nota: al final siempre pasa lo mismo, pero no puedo ponerle remedio.
El relato de mis viajes se convierte cada vez en una nueva historia interminable, y no es porque yo quiera, porque ya me gustaría a mí que no se prolongase más de cuatro o cinco meses, pero las circunstancias son incontrolables, y entre ellas están las obligaciones. Contaros cómo son mis viajes no lo son, aunque para mí lo supone en el sentido de que quiero dejar constancia de ello en mi blog con todo lujo de detalles para en el futuro poder recordar lo mejor posible dónde estuve, qué vi y qué hice.
De nuevo os tengo que pedir disculpas por haber prolongado este viaje a Escocia durante más de un año.