Ya está. Ya soy Ingeniero Informático, o no sé, creo que es Ingeniero en Informática... Bueno, da igual, que ya he terminado la carrera porque el pasado miércoles defendí mi Proyecto Fin de Carrera, aunque en realidad no lo seré oficialmente hasta que pague la enésima tasa para obtener ese título que viene con el autógrafo del Rey Juan Carlos I, cuya muñeca debe estar ya rota de tanto firmar diplomas, documentos y hasta una Constitución. Como muchos de vosotros no pudisteis asistir y la mayoría no estuvo conmigo todo el día, pues aquí tenéis un pequeño relato de cómo fue ese 9 de febrero de 2011.
Diez minutos antes de las doce,
llegó a la sala mi director de proyecto,
José Muñoz Pérez. Le presenté a mis padres, con los que estuvo charlando unos minutos, mientras que yo empezaba ya a notar cómo llegaban los nervios, sin saber qué hacer, dónde estar o con quién hablar. Al poco rato,
prácticamente a las doce,
aparecía por la puerta uno de los integrantes del tribunal; los otros dos tardaban en venir, cosa por la que José se quedó muy extrañado, y yo intervine diciendo: "Pues nada, si no vienen, me ponéis ya la nota y nos vamos". Mi comentario denotaba dos estados emocionales contradictorios: humor, un síntoma que era de agradecer, y nerviosismo, un síntoma que era inevitable.
A las doce y diez,
llegaron los dos que faltaban, así que me dirigí a la tarima, me puse la chaqueta, activé la presentación, bebí un sorbo de agua, cogí el puntero e inspiré todo el aire que pude para relajarme y quitarme de encima una mínima parte de la presión que sentía sobre mí.
El presidente del tribunal, tras pronunciar las frases protocolarias del acto,
me cedió la palabra.
Me presenté diciendo mi nombre y el de mi director de proyecto, además del título de éste. Desde el comienzo noté que me costaba hablar, que se estaba empezando a formar un tapón en la boca del estómago y en la garganta que me hacían sentir incómodo. Pasé de transparencia para mostrar el índice de la presentación y pasé al bloque de introducción.
Las primeras diapositivas fueron un suplicio, pues me costó una barbaridad enlazar una frase en condiciones; de hecho, recuerdo perfectamente que por un instante hablaba desordenadamente, al más puro estilo Yoda. La incomodidad corporal no era sólo interna, sino también externa, ya que no estaba acostumbrado a tener un puntero en la mano, y es que a mí me gusta mucho gesticular con las manos, utilizar los dedos para enumerar cosas y hacer algún que otro aspaviento. Iba ya por la novena o décima transparencia y el nerviosismo seguía ahí. Y todavía me quedaba un largo rato...
Fue empezar el segundo bloque de la presentación, en el que hablaba sobre los sistemas de videovigilancia, y noté que ya me estaba amoldando a la situación, que
los nervios iban desapareciendo y que ya daba algunos pasos por la tarima para dejar de ser un palo de metro noventa estático. También me animé a mirar al tribunal y al público cada dos por tres, lo cual significaba que estaba cogiendo confianza y a sentirme muy cómodo allí de pie.
Cuando ya me tocó explicar el desarrollo del sistema que había implementado,
estaba en mi salsa, con un ritmo continuo, hablando prácticamente de memoria y sin mirar las diapositivas, dirigiéndome tanto al tribunal como a los asistentes como si estuviese dando clase. Me fijé en todos: mis padres estaban muy pendientes de la explicación, mis abuelas y sus hermanas estaban medio idas, mis tíos con la boca abierta pero con cara de estar enterándose superficialmente de lo que estaba exponiendo, mientras que mis amigos, casi todos compañeros míos en estos últimos años, daba la impresión de que sí entendían los razonamientos que argumentaba. La tranquilidad definitiva me la dieron los tres integrantes del tribunal, a los que veía mover sus cabezas de arriba a abajo, señal inequívoca de que lo estaba haciendo bien.
Así pues,
todo iba como la seda,
y mucho mejor de lo que esperaba. Tan bien me encontraba que, a pesar de que tenía la boca totalmente seca, preferí no beber agua para no cortar el ritmo que había alcanzado; es más, hasta comencé a emplear palabras muy técnicas y poco usuales, como me confesaron al día siguiente algunos amigos que estuvieron allí. En los primeros minutos, mi cerebro estaba dividido en tres partes: lo que estaba diciendo, lo que estaba pensando para decir a continuación y los nervios que temía que me hicieran fallar. Pasados los primeros cinco o seis minutos, borré esta última y casi casi que me quedé sólo con la primera, porque, como he dicho, hablaba de memoria, como si estuviese leyendo un libro. Ahora tocaba presentar un par de demos del sistema implementado. Tenía pensado ejecutarlas directamente a través de MATLAB, pero, unos días antes, Javi me recomendó que sería mejor grabarlas en un vídeo por si acaso en la presentación surgieran fallos. Fue todo un acierto hacerle caso, porque gracias a su consejo conseguí reducir en unos cinco minutos la explicación de las demos y, por ende, de la defensa del proyecto. Fue precisamente aquí, al poner los vídeos, cuando aproveché para beber un poco de agua.
Ya me quedaba únicamente el final de la presentación, la correspondiente a las conclusiones y las líneas futuras que proponía tanto para mejorar mi sistema como para ser aplicadas en otros similares. Y
para la última diapositiva,
dejé esta frase de Albert Einstein:
Si no puedo dibujarlo, es que no lo entiendo
Si os habéis fijado, esta frase es precisamente la que aparece en la parte superior de la columna derecha del blog en este mes de febrero. ¿Por qué elegí esta frase del conocido físico alemán? Pues porque creo que resume a la perfección lo que ha sido mi Proyecto Fin de Carrera.
Yo quería hacer algo que pudiera explicar tanto en la presentación como en la memoria de tal forma que fuese fácilmente entendible por todos. Obviamente, no pretendía que mis padres o cualquier miembro de mi familia, que conocen poco o nada de lo que he hecho, entendiesen a la perfección mi trabajo, pero sí que se quedaran con la idea y el objetivo principal del proyecto, que no es otro que detectar la actividad humana que está realizando la persona que aparece en la escena que se está vigilando. Así pues, si yo no era capaz de transmitir y de dibujar lo que había hecho, entonces no habrían merecido la pena los últimos diez meses. Y así acabó mi presentación, que duró una media hora.
A continuación,
el vocal, el secretario y el presidente del tribunal nos felicitaron tanto a mí como a mi director de proyecto por el trabajo realizado, y pasaron a hacerme algunas preguntas sobre lo que había expuesto en la presentación. Yo creía que éste iba a ser uno de los momentos en los que los nervios se iban a apoderar completamente de mí, pero no, estaba muy relajado y en ningún momento sentí que el tribunal me estuviese haciendo un interrogatorio. Respondí a sus dudas con una soltura que me sorprendió, como si estuviese charlando con ellos en un bar. Lo único incómodo fue la postura de mis brazos: detrás, delante, cruzados, con las manos en los bolsillos... No sabía cómo ponerme, y más todavía con un traje al que no me terminaba de acostumbrar, y eso que me quedaba perfectamente.
Tras diez o doce minutos de preguntas, el tribunal nos invitó tanto a mí como a los asistentes a abandonar la sala para deliberar la calificación final con mi director de proyecto.
Mis familiares y amigos me fueron felicitando por la presentación que había hecho, aunque también me confesaron lo mismo que yo sabía, es decir, que al principio me notaron muy nervioso pero que después me asenté muy bien y que me vieron muy cómodo en la explicación. Como os podéis imaginar, mis abuelas estaban llorando, aunque antes incluso de comenzar ya estaban así. Yo solamente me dedicaba a preguntar al que me felicitaba si había entendido algo de lo que había expuesto, y, como me esperaba, obtuve las respuestas que deduje de sus caras en mitad de la presentación.
A los dos o tres minutos,
se abrió la puerta de la sala para que entrásemos de nuevo en ella.
Me subí a la tarima y, tras beber un poco de agua, me puse de frente al tribunal.
El presidente se dirigió a mí para comunicarme que por unanimidad habían decidido otorgarme la máxima calificación de Sobresaliente con propuesta para Matrícula de Honor. Los asistentes no tardaron un segundo en ponerse en pie y aplaudirme. No sabía qué hacer, ni a quién mirar, ni nada, sólo notaba que mi cara temblaba un poco; no soy de los que se sienten cómodos cuando le aplauden, no sé por qué, quizás porque no me gusta ser el centro de atención en situaciones como ésta. Me di cuenta de que José Muñoz me hizo un pequeño gesto para que fuese a saludar al tribunal; yo sabía que tenía que hacerlo, pero claro, me quedé paralizado esos dos o tres segundos y casi se me había olvidado. Le estreché la mano a los tres integrantes del tribunal y también a José, al que también le di las gracias por su ayuda en estos meses.
Ya finalizado el acto en sí, volvieron las felicitaciones por parte de familiares y amigos. A continuación,
me hice algunas fotos con José Muñoz, con mis padres, con toda la familia que pudo venir. Tras varios minutos en los que estuvimos charlando todos con todos de forma distendida, mi familia y amigos fueron poco a poco desalojando la sala mientras yo recogía el portátil que me había prestado el grupo de investigación de José para la presentación, además de comprobar cuál de las cuatro memorias que había tenido que imprimir y encuadernar estaba en mejor estado para quedarme con el ejemplar que me correspondía. Una vez fuera, me despedí de mi director de proyecto, aunque quedamos en vernos la semana siguiente.
Íbamos a comer en la calle, pero antes fuimos a casa para cambiarme ropa, puesto que ya no aguantaba ni el traje ni los mocasines. Llamamos al restaurante Mario Eva para reservar mesa y nos dirigimos inmediatamente hacia allí. Además de los familiares que fueron a verme a la defensa del proyecto, vinieron a la comida tres de mis primos, aunque también faltó mi abuela por parte paterna.
Tras una copiosa comida a base de pescado frito, lo típico de aquí en Málaga,
mi madre me leyó una emotiva carta que había redactado días atrás y
que repasaba mis veinticuatro años de vida: la escayola que tuvieron que ponerme en las piernas nada más nacer, las subidas y bajadas del Camino Nuevo para ir a la guardería Villa María, las dos semanas que pasé en el hospital, los innumerables trabajos que me mandaban en el colegio, los llantos de cuando se me rompió el disco duro del portátil y estuve a punto de perder el trabajo de meses y meses, etc.
El pasado miércoles fue un día muy intenso,
un día que recordaré toda mi vida, pues significó el final de mis estudios universitarios. A partir de ahora, tendré un papel que dice que soy ingeniero,
pero, siendo sinceros,
yo me siento igual que hace unos días. Ni hace una semana era menos importante ni dentro de una voy a serlo más. No quiero que por tener un título de este calibre me llamen don Rafael, señor Martínez, ingeniero o usted, ni siquiera Rafael, porque
yo quiero seguir siendo Rafa, el Rafa que desayuna un mollete con aceite cada mañana, el Rafa que empieza a leer el periódico por la sección de cultura y sigue con la de deportes, el Rafa que saborea una sopa calentita como si fuera el mejor manjar, el Rafa al que se le ponen los vellos de punta cuando ve un trono de Semana Santa que avanza al compás de una marcha, el Rafa que vive un partido del Málaga como si lo estuviera jugando, el Rafa que encuentra en la terraza de su apartamento de Rincón de la Victoria el mejor rincón para devorar un libro, el Rafa que tarda meses en planificar un viaje de cuatro o cinco días, el Rafa que intenta publicar una entrada cada dos o tres días en su blog para entretener a sus lectores, el Rafa que disfruta con sus amigos de una película en el cine o de una partida de Trivial o de un campero o de una simple Coca-Cola, el Rafa que adora a su familia, el Rafa que quiere aprender de los demás, el Rafa que no se siente más importante o más listo o más inteligente que nadie, el Rafa que intenta corregir sus defectos y no presume de sus virtudes, el Rafa que se ruboriza y se siente incómodo cuando alguien le pone por las nubes, el Rafa que no se termina de creer que de la unión de un óvulo y un espermatozoide minúsculos pueda surgir una persona, el Rafa que mira al oscuro cielo de la noche y se pregunta por qué estamos aquí o por qué somos así o qué es lo que hay más allá...
El pasado miércoles no me ha cambiado en absoluto, ni quiero que me cambie.
Sólo he acabado una etapa para empezar otra, pero voy a seguir siendo el mismo Rafa de siempre.
P.D.: un tal Séneca dijo una vez que si le ofreciesen la sabiduría con la condición de guardarla para él sin comunicarla a nadie, entonces no la querría. Yo soy de la misma opinión, así que, si alguien está interesado en tener una copia de la memoria de mi Proyecto Fin de Carrera, no tiene más que pedírmela y se la enviaré encantado en formato pdf. Y que así fluya el conocimiento.